El presidente dice querer una sociedad como la sueca, la finlandesa, la noruega. ¿Creerá ser un sueco gobernando y que los que no somos suecos somos sus gobernados? ¡Qué mala suerte tuvo! Va a necesitar mucho tiempo y mano dura para sacarnos buenos.
Podría haber dicho, si pensara de otro modo, que quería una democracia, o al menos una gestión de la pandemia, como las suecas. De esta hace unos meses se burlaba, y resultó ser bastante acertada. Pero sucede que nuestro querido Alberto, ahora que las cosas están saliendo realmente mal en ese terreno, prefiere ya no hablar del asunto. Manda videos institucionales para extender la cuarentena y él ni aparece. Lo hacía, sacando chapa de maestro moderno con su puntero laser, cuando podía presumir que le estábamos ganando al virus. Eso no puede ya ni simularse, así que no contemos más con él.
Es bastante lógico, entonces, que busque convencernos de que el problema somos nosotros. Que como tercos “no suecos” violamos la cuarentena, el distanciamiento social y demás disposiciones, no muy suecas que digamos, pero que sabiamente él nos imparte. ¿Por qué va a dar la cara, si el fracaso es culpa nuestra?
De la gestión sanitaria, crecientemente desprestigiada en la sociedad y los organismos internacionales, que en sus filminas comparativas nos muestran cada vez más al fondo de la tabla, se están despegando hasta los médicos asesores del presidente: acaban de difundir un comunicado en que piden más testeos. ¿En serio, recién se dieron cuenta? Eso si, en la Legislatura porteña el kirchnerismo está proponiendo que se los designe ciudadanos ilustres. Mejor se apuran.
El sueño que confesó Alberto hizo honor a otro que en su momento nos compartió Cristina: ella quería que fuéramos Alemania. Lo soñó en el inicio del “vamos por todo”, en 2012. Por entonces alguien le preguntó si se refería a Alemania del Este, pero no contestó. Por suerte Alberto no sueña con Corea porque podría pasarle lo mismo.
Hay que reconocer que esta gente sueña en grande. Pero cuando actúa se ve obligada a rebajarse un poco. Es culpa nuestra también, que no satisfacemos sus expectativas, no damos el material adecuado para que sus ilusiones se hagan realidad.
Es lo que está enseñando la saga del dólar: la pasión por el delito que nos caracteriza, y nos lleva a actuar masivamente como traficantes de armas y narcos, resulta en una situación incontrolable para nuestros sabios funcionarios económicos. Es por eso, no porque ellos sean unos inútiles despistados, que se vieron obligados a inventar un método insólito y enrevesado para desalentar nuestra vocación criminal y el manifiesto desinterés por el destino de la patria.
Ahora los empresarios endeudados deberán ir de a uno a rogarles que les den “dólares oficiales” para pagar sus deudas en el exterior. Para convencerlos tendrán que bajar la cabeza, aplaudir en los actos oficiales y eventualmente devolver por debajo de la mesa el porcentaje de rigor. Ya lo practicaron unos y otros entre 2012 y 2015, así que no debería ser tan difícil acomodarse de nuevo a la situación. ¡Que agradezcan que no se desdobló el mercado y los obligaron a todos a comprar en el mercado dólares financieros mucho más caros! ¿No ven acaso la mutua conveniencia de la “regulación estatal”? ¿Por qué entonces se quejan tanto? ¿Es que también ellos se niegan a soñar en sueco?
Se entiende que viva decepcionándose de nosotros el bueno de Alberto. Después del enorme esfuerzo que hizo con Guzmán para patear para adelante los pagos de la deuda esperaba que dejáramos de drenarle reservas al Banco Central. Pero en vez de eso la sangría empeoró. ¿No nos dimos cuenta que había llegado el momento de confiar en el peso? Ahí fue el presidente se acostó soñando con que reinaba entre los rubios de ABBA, y se despertó con una idea que a Pedro Picapiedras le hubiera sonado atrasada: convertir un cepo en cientos de cepos, esmerándose en que no se le fuera un dólar más. Ni Netflix nos merecemos, desde ahora lo único que no paga ganancias es ver Zamba y el Gato Sylvestre.
Dicen que Alberto está preocupado por haber perdido apoyos moderados. Puede ser. Pero en todo caso lo que parece haber descubierto es que le conviene hacer como el perro del ortelano: si no los tiene él, mejor que no los tenga nadie, que desaparezcan.
Así es que se lanzó a destruir el centro político. Para que Larreta se quede pedaleando en el aire. Sin un mango, de nada le van a servir su moderación, su espíritu colaborativo y su atención desideologizada y dosificada de la emergencia sanitaria. Mientras lo convocaban a otra reunión para extender la cuarentena, Alberto y sus amigos volvieron a mojarle la oreja: mandaron un proyecto de ley al Congreso para quitarle aun más recursos a la ciudad, y a la policía bonaerense a allanar la quinta de Macri, “por conductas anticuarentena reiteradas”. El problema es que Larreta tiene más paciencia que ellos trampas, así que siguió con su cara de piedra, hablando del combate contra la pandemia. Algo que se ve al presidente a esta altura le importa tanto como a Cristina.
¿Repetirá Alberto eso de “no soy un tramposo”? Los moderados que lo votaron están ansiosos por escucharlo. Pero él no parece tener mucho apuro. Mientras falte para las elecciones su prioridad es otra, y los votantes deberían entenderlo. Es cierto que él les hizo una promesa que está incumpliendo. Pero hizo otra mucho más importante y que por ahora cumple, y es la única que cuenta para su supervivencia: mantener unido al peronismo en el FdeT. Eso es lo único, finalmente, que él puede hacer y Cristina no, al menos no por ahora. Mientras cumpla ese rol, aunque para hacerlo traicione a propios y ajenos, puede asegurarse de que Cristina no lo traicione a él.
Es cierto que juega un juego peligroso, porque la unidad del Frente de Todos solo se sostiene, además de con plata, con polarización, cultivando entre los peronistas la enemistad hacia los no peronistas. Y eso enoja hasta a muchos peronistas. Y aunque a veces la polarización puede ofrecer también plata, por ejemplo cuando justifica manotear la caja de los porteños, las más de las veces la espanta, asusta a los empresarios, locales y foráneos, a los tenedores de bonos y los funcionarios de organismos internacionales y de gobiernos extranjeros, a las clases medias de todo pelaje. Corre el riesgo así de generar crecientes problemas de gobernabilidad económica, en una situación en que ella no abunda. No es sólo que Alberto se vuelve alguien cada vez menos confiable, las prioridades con que gobierna multiplican la desconfianza.
¿Se acuerdan cuando se hablaba de “albertismo”? La identidad de Alberto es como un cigarrito que Cristina se fumó de cuatro pitadas. ¿Ella puede prescindir de él ahora que va quedando claro que él no tenía mucho más que ofrecerle que ayudarla a burlar las resistencias a su regreso al poder? No, mientras no tenga otra fórmula para unir a los peronistas. Alguien que haga de Alberto sin ser tan perecedero como Alberto es lo que ella debe andar buscando en la nutrida tropa justicialista. La gran pregunta es si alguien puede cumplir la segunda función, unir a los peronistas, sin cumplir la primera, seducir a los votantes no kirchneristas para que los que sí lo son sigan en control del Estado. ¿O ese alguien no aparecerá, la situación seguirá deteriorándose y Alberto conducirá al peronismo unido a la derrota? No se sabe, pero hay tiempo para resolver el problema. Ni Suecia ni Roma se hicieron en un día.