En la Argentina, hay millones de empleados públicos. Pero parece que no los suficientes para contar los testeos que dan negativo, sostener investigaciones contra funcionarios corruptos, ni mucho menos para evitar que los dólares se fuguen y su cotización vuele.
Son problemas muy distintos pero remiten a una misma causa: nuestro aparato estatal es peso muerto; y en los momentos en que más lo necesitamos es cuando más en evidencia quedan sus enormes deficiencias para resolver problemas bien básicos.
Evidencias al hilo. Una ONG de la Universidad de Oxford excluyó al país de algunas de sus tablas estadísticas sobre el COVID, porque descubrió que la información que le mandaba el Estado argentino era poco confiable. Es algo que acá se sabía desde hace tiempo: no se informa de los testeos que dan negativo. Con lo cual no se puede saber cuántos tests se hacen realmente, ni cuál es la tasa de positividad.
Ahora Pedro Cahn se lava las manos y Ginés González le echa la culpa a las provincias, pero desde que empezó este asunto se supo también que el flanco más débil de nuestra estrategia contra la pandemia sería la incapacidad y falta de mayor interés en organizar equipos de testeo y rastreo. Porque nos volvía muy dependientes de una cuarentena generalizada, brutal y destructiva, que con el paso del tiempo se volvió además inefectiva.
Claro, disponer una cuarentena general es fácil, con un decreto y un anuncio en la televisión alcanza. Y en cambio armar equipos de testeo y rastreo, y mecanismos de aislamiento focalizados, es mucho más difícil, requiere de miles de empleados bien entrenados y comprometidos con su trabajo.
No fue una maldición de la naturaleza. Fue esta deficiencia de nuestro sector público para movilizarse y hacer las cosas bien, más la inclinación oficial a ignorar el problema, y no plantearle desafíos problemáticos a esa burocracia, para no generar tensiones con sus gremios y no exigirle a sus propios funcionarios un trabajo para el que no están preparados, lo que nos llevó adonde estamos: récords de contagios, de muertes y encima datos falsos. Después dicen que las fake news son inventos de los periodistas.
El genial Félix Crous acaba de descubrir que tampoco hay suficientes empleados en la Oficina Anticorrupción a su cargo para seguir investigando a funcionarios y exfuncionarios corruptos.
La verdad, si lograra llenar esa oficina de gente con su misma devoción al trabajo, más todavía a ese trabajo específico, el resultado sería igual o peor. Porque a continuación aclaró que él no cree que la OA deba andar haciendo de agencia de detectives. ¡Que investiguen otros!, ellos están para cosas más serias. Como hablar, dar cátedra sobre el lawfare, ilustrar al pueblo sobre la perversidad de quienes cuestionan a Cristina, lo realmente importante para el futuro de la patria.
La intervención de Crous se entiende, justamente, como un desesperado intento de la gestión de Alberto de darle alguna buena noticia a la jefa, en la semana en que se supo que la Corte va a fallar sobre el caso de los jueces trasladados en contra de sus necesidades.
No lo hizo este martes, como quería Rosenkrantz, porque todavía no se pusieron de acuerdo los cinco supremos en un detalle: hasta qué punto van a hundir la operación de desprestigio montada contra Bruglia, Bertuzzi y Castelli, y contra las investigaciones de corrupción en general. La mayoría peronista del tribunal estaría buscando la forma de darle un premio consuelo a los Fernández, declarando que esos jueces y otros que estén en su misma condición seguirían en los juzgados a los que fueron trasladados, pero como subrogantes, provisoriamente hasta que se concursen los jueces definitivos.
¿Servirá la resolución de la Corte para que el Estado argentino alguna vez pueda protegerse de los corruptos, dejar de ser objeto de un saqueo permanente, que lo desangra y debilita enormemente? Difícil decirlo.
Lo único seguro es que la compensación que se plantea ofrecer al oficialismo no va a alcanzarle, para lo que realmente le importa será irrelevante: lo que la Corte va a generar es un nuevo equilibrio, por el cual al actual gobierno le va a ser imposible desarmar en los próximos meses las causas que lo involucran. Con lo cual, avancen o no esas causas, el tema de la impunidad y la corrupción kirchnerista estará de seguro al tope de la agenda de las próximas elecciones legislativas. Una pésima noticia para la Casa Rosada, dado que dicha agenda va a estar ya de por sí llena de ítems rojos para el kirchnerismo: derrumbe económico, pobreza por las nubes, inflación, millares de muertos por Covid y sigue la lista.
Como explicó didácticamente Hernán Lacunza, los volantazos de Martín Guzmán no cesan, y no sirven más que para abonar la impresión, en todos los observadores, de que no hay nadie sensato al timón, nadie que tenga la mente despejada y alguna idea mínimamente viable para salir del remolino de la crisis. Los últimos intentos de aumentar la oferta de dólares y desalentar la demanda, con bajas marginales en las retenciones y relajamientos aún más insignificantes de los múltiples cepos, se anunciaron con bombos y platillos pero pasaron casi desapercibidos. Se le están acabando los botones de la consola al señor Guzmán.
Aunque la frase más lapidaria de la semana para la gestión económica de Alberto no fue la de Lacunza sino una de Juan Grabois: el líder de la CTEP y máximo referente del ala radicalizada del oficialismo no tuvo empacho en felicitar a Bolsonaro por su generosa política social durante la emergencia. Contraponiéndolo sin disimulo con lo que considera la mezquindad de Alberto.
Grabois pretende que el presidente avale su idea de aumentar aún más los impuestos a los ricos, para financiar su plan Anti Marshall, una millonaria operación para dar impulso a la economía social. Pobrismo al más alto nivel, podría decirse.
Pero más allá de las intenciones de Grabois, la grieta que se va profundizando en el seno del oficialismo respecto a la limitada asistencia que el gobierno ofrece a los sectores más sumergidos de la sociedad, y también a las empresas, interesa porque habla de otro déficit del Estado argentino: él no tiene con qué aumentar esa asistencia, porque carece de margen para elevar los impuestos y no puede endeudarse como otros estados, ni en el mercado de capitales local, que es raquítico, ni en el externo, porque le cobra tasas altísimas.
Es un problema que viene de largo, pero Alberto tiene una responsabilidad directa en haberlo agravado, en el peor momento para hacerlo. Encaró la reestructuración de la deuda con la misma mentalidad de almacenero que aplicó Néstor en 2003: mientras menos paguemos ahora, y menos nos endeudemos, mejor.
Cuando los estados de todo el mundo se manejan con criterios un poco más modernos y sensatos: saben que lo importante no es tanto el volumen de la deuda, sino ser confiables para los mercados financieros, porque esa confianza les permite endeudarse a tasas bajas cuando lo necesitan. Así es que los países europeos, incluso Alemania que es súpercuidadosa en este terreno, se han endeudado a casi el 0% para lanzar paquetes de ayuda que superan el 20% del PBI. E incluso los muy neoliberales y antiestatistas gobiernos de Brasil y Chile los están imitando, y sus paquetes de ayuda rondan el 10% del producto. Mientras que acá las autoridades se vanaglorian del IFE, los ATPs y otras medidas aún más acotadas, que en conjunto no llegan al 5%.
Es difícil seguir haciendo propaganda con el lema “un Estado presente” cuando por décadas te dedicaste a destruir las capacidades estatales y hay que lidiar con la peor crisis imaginable. Pero bueno, se sabe que la propaganda es, en buena medida, el arte de mentir.