Nunca como por estos días se coincidió tanto en la importancia del diálogo y la búsqueda de consensos en torno a políticas de Estado para superar la grave crisis que vive el país, agravada por la pandemia. Oficialismo y oposición se encontraron en este punto. Empresarios y sindicalistas, también. Ni qué hablar de la Iglesia, gran impulsora de acuerdos básicos desde la crisis de 2001. ¿Y por qué no se concreta?
La última gran exhortación la hizo el propio presidente Alberto Fernández el viernes pasado, al cerrar por Zoom unas jornadas organizadas por la Pastoral Social. En la ocasión Fernández dijo que “el diálogo social se ha vuelto un elemento central para construir la nueva normalidad”. Más aún: señaló que “deberíamos empeñarnos ya en buscar puntos de entendimiento” de cara a la pospandemia.
En rigor, el tema cobró renovados bríos con la reciente carta abierta de Cristina Kirchner, en la que sorpresivamente –decimos sorpresivamente porque en sus dos mandatos nunca se abrió a conversaciones con la oposición- se pronunció por un diálogo multisectorial, aunque acotado al “problema de la economía bimonetaria (peso y dólar)” que, a su juicio, es “el más grave que tiene nuestro país”.
Pero fiel a su estilo Cristina no se privó en la carta de criticar a la oposición, en particular a Mauricio Macri y su gobierno y, en fin, de culpar a medio mundo de sus avatares políticos y judiciales, lo cual no parece el mejor prólogo para iniciar un proceso de diálogo que, necesariamente, requiere de un clima lo menos beligerante posible y capacidad de escuchar al que piensa distinto.
Macri salió a decir que -si bien no hubo contactos con el oficialismo- está de acuerdo con un diálogo, pero puso una serie de condiciones: “La Constitución nacional sobre la mesa, dar de baja el embate a la Justicia, al procurador, a la Corte y a la propiedad privada”, puntualizó. Condiciones que -más allá del grado de sensatez que cada uno le adjudique- sonaron prematuras.
Desde el PJ le contestaron con un comunicado que tampoco ayuda. Ya el título es demostrativo: “Perdiendo la vergüenza”, reza. En ese sentido, considera que no puede poner esas condiciones quien “violó la Constitución, metió jueces por la ventana, presionó y condicionó la independencia judicial”. Y remata: “Ahora aparece el diablo vendiendo rosarios”.
A pesar de los cruces, siempre a la orden del día, la idea de un gran diálogo nacional fue blandida por los últimos gobiernos y candidatos presidenciales. Salvo Néstor Kirchner -además, como dijimos, de su esposa-, Macri enarboló esa bandera en campaña y después, ya en la Casa Rosada, no la llevó a la práctica. Lo mismo pasó con Alberto Fernández.
En verdad, el actual presidente después de varios meses de gestión se decidió a poner en marcha tímidamente un consejo económico y social y a armar deslucidas mesas sectoriales. Pero de lo que se trata es de un diálogo amplio que va más allá de un mero acuerdo de precios y salarios y medidas económicas puntuales. Se trata de acordar políticas de Estado.
Si el 50% de pobres, entre ellos más del 60% de menores, con el que va a terminar el país el año no alcanza para que los políticos y, en particular el gobierno, se den cuenta de que deben volar alto y avanzar en acuerdos no alcanza. ¿Qué hace falta? ¿Cuánto más deben sufrir millones de argentinos para que su dirigencia esté a la altura de las circunstancias?
El presidente es quien debe convocar. ¿Lo hará o todo será pura sarasa?