La ministra de Educación porteña, Soledad Acuña, fue un poco brutal, mezcló cosas que no tienen relación entre sí, pero sin duda sus comentarios críticos sobre los “maestros que eligen militar en vez de educar” tuvieron un gran mérito: pusieron en el tapete una discusión que hace tiempo habría que haber encarado sobre la relación entre educación y política.
Hay múltiples evidencias de que esa relación está bastante pervertida, tanto en las escuelas secundarias como en las universidades, e incluso en el nivel primario. En los últimos tiempos, se difundieron casos de profesores que en los exámenes del CBC de la UBA obligan a elegir a sus alumnos entre respuestas malas y pésimas sobre la gestión de Macri para obtener un aprobado. Docentes de carreras de grado de Ciencias Sociales de la misma universidad hacen más o menos lo mismo, pero al revés: exigen a sus estudiantes que desarrollen argumentos útiles para “justificar” decisiones de política del kirchnerismo.
En muchos de esos ámbitos, es un dato ya naturalizado que dictar materias de historia reciente equivale a hablar pestes del “neoliberalismo” y festejar a “los gobiernos nacionales y populares”. Tiempo atrás, cuando el caso Maldonado estaba en boca de todos, los gremios docentes colaboraron con la difusión de las versiones sobre una desaparición forzada que no fue, distribuyendo manuales de adoctrinamiento sobre el tema en escuelas secundarias, primarias y hasta en jardines de infantes. Muchos docentes abrazaron esa causa, y ninguno levantó su voz en público para objetarla: en todo caso se negaron a acatar, pero no se atrevieron a ir en contra del sentido común establecido. Y se podrían seguir enumerando casos más o menos conocidos, extendidos y lamentables, de esta peculiar “cultura institucional”, que politiza no en cualquier dirección, sino con un sentido general bien identificable: de izquierda populista y radicalizada.
Esa línea de conducta se difunde y reproduce en las mismas escuelas de formación docente, en los normales, los profesorados y en las propias universidades. Y recibe también aval y refuerzo desde otras instituciones del Estado, como los canales públicos “educativos” o “culturales”. El caso de Zamba es harto conocido, y ha llegado a extremos de patetismo cuando se ocupó de asuntos particularmente sensibles al ethos de la izquierda populista como Sarmiento, la Conquista del Desierto o Malvinas.
Pero más allá de abundar en esa exploración institucional para rastrear los orígenes y las realimentaciones, interesa aquí explorar las razones que motivan a quienes protagonizan esta politización de la educación, y que les hacen pensar que cuando “bajan línea” están haciendo bien su trabajo, educando mejor, no peor.
Esta es una cuestión que me impresionó, y no muy gratamente, cada vez que me interné en el campo de la docencia en historia o ciencias sociales en los últimos años: que los más motivados eran en ocasiones los más fanatizados con cumplir una misión doctrinaria.
Recuerdo en particular un evento de hace un par de años, al que me invitaron a debatir “¿Cómo se enseña historia en las escuelas?”. Se me ocurrió mencionar el problema de la politización y parte de la audiencia, una parte considerable, me saltó al cuello. Con un paquete argumental que me sorprendió por lo sistemático y cerrado: los alumnos que llegan a sus manos están ya moldeados por el sistema para abrazar las creencias neoliberales, así que darles la versión opuesta está recontra justificado y apenas si equilibra un poco las cosas; es mejor hacerlo abiertamente que en forma disimulada y rastrera, que es como lo hacen “los otros”, escondiendo su verdadero rol y objetivo en la lucha ideológica que anima a todo el sistema educativo; y lo más importante, la educación pública tiene que ser “nuestro instrumento”, el del bando de la revolución, el cambio social o el pueblo, rellene usted con lo que más le guste, porque el otro bando, el de la burguesía y la reacción, tiene ya un montón de otros instrumentos, los medios de comunicación para empezar, y las instituciones de educación privadas para continuar.
Como se ve, son ideas fuertes y movilizadoras, y se entiende que motiven a muchos docentes a poner empeño en su trabajo, en el peculiar sentido que atribuyen a su trabajo. Lo que trae a colación otro de los factores que está detrás de este drama: los docentes se forman en un ambiente educativo que los desanima, no los incentiva a comprometerse con su función ni con metas de ninguna especie, así que la política y la politización vienen a ocupar un vacío, llenan una vacancia reparando en alguna medida la pérdida de sentido de su trabajo y del sistema dentro del que actúan. De allí que también muchos alumnos valoren que así lo hagan: para no pocos de ellos es mejor tener un profesor que baje línea, que los adoctrine y hasta que los fuerce a compartir sus ideas para aprobar los cursos, que otros que van a clase a perder el tiempo y a hacérselos perder a ellos.
Soledad Acuña debería cuidarse de que sus argumentos no terminen combatiendo a los primeros para reemplazarlos por los segundos, porque el remedio podría ser peor que la enfermedad. Y muchos alumnos, no solo los politizados gremios docentes, se van a sentir potencialmente perjudicados en vez de beneficiados por su intervención.
El fondo del problema es, claro, que hace tiempo se viene degradando la tarea de enseñar a pensar y a vivir en un mundo plural. En el que la convivencia entre gente que tiene ideas distintas nos enriquece a todos, porque en vez de plantearse una guerra ideológica y excluyente entre bandos, compartimos reglas de conocimiento y también ciertos datos básicos sobre hechos duros, cuya comprensión mejora cada vez que volvemos a cruzar las distintas interpretaciones que podemos darles. Ese ejercicio es mucho más difícil que el de adoctrinar. Y para encararlo tiene que tener algún sentido, tiene que estar respaldado por un contexto social e institucional más amplio. Que se pierde cuando en el país en su conjunto ninguno de esos criterios parece valer demasiado: para los propios gobernantes no hay una Constitución ni ninguna otra regla compartida y firme que respetar, la Justicia no es capaz de determinar hechos indubitables y distinguirlos de las versiones falsas, y los medios son bombardeados constantemente con argumentos ad hominem, “vos decís eso porque sos de derecha y trabajás para un empresario tal o cual”. Mientras todo esto siga siendo así, educar en Argentina va a seguir siendo muy difícil.