Una vez más la expresidente y actual jefa espiritual, no aún de la nación, pero al menos del Frente de Todos, le ganó de mano a casi todo el mundo. Impuso en el primer aniversario del gobierno que “comparte” con Alberto Fernández la agenda de la celebración.
Una celebración que también para ella tiene sabor amargo. Pero no por ninguna de las razones por las que el resto del mundo siente ese sabor en su boca en estos días, las muertes del Covid, el crecimiento de la pobreza, el año perdido para la educación de los más jóvenes y los más pobres, etc, etc. Nada de eso. Lo que la tiene mal a Cristina es que sus problemas judiciales sigan agravándose, en vez de haber desaparecido, como le había prometido su compañero de fórmula.
Es cierto que él se esforzó. Pero no lo suficiente. Por eso ella ahora se lo recuerda, y de paso le ofrece la solución, para que nadie diga que es solo una quejosa: hay que ir más a fondo, si no alcanzó con remover a algunos jueces para deslegitimar sus causas, ni presionar a fiscales y testigos para anular lo que la ley del arrepentido permitió, hay que ir mucho más allá, agarrar el toro por las astas y cortarle la cabeza.
La solución que está sugiriendo, por primera vez en forma explícita, es liquidar a la actual Corte Suprema de Justicia, y de ahí para abajo, poner a todo el mundo en los tribunales a trabajar para sus necesidades. Que son disculparla a ella, su familia y sus amigos, y encarcerlar a los macristas. Porque estos sí merecen estar todos presos.
Para entender cómo hemos llegado a este punto conviene remontarnos a los comienzos del FdeT, al momento fundacional en que Alberto Fernández hizo promesas que no podría cumplir.
En su discurso inaugural el actual presidente prometió dos cosas, y ató el éxito de su gobierno a cumplirlas. Pero ninguna de esas dos promesas se fundó en un diagnóstico siquiera aproximado de los problemas que enfrentaba. Así que bien podría decirse que Alberto empezó su gestión condenándola al fracaso.
Después, bastante después, se desató la pandemia. Y aceleró y agravó los déficits que su “plan” de todos modos iba a enfrentar, y no iba a poder resolver.
La primera promesa se la hizo a Cristina en particular, y a los peronistas más en general: la clave para garantizar la reconciliación entre todos ellos, a la que se había dado comienzo con la formación del Frente de Todos y su triunfo electoral, y era misión del presidente consolidar, residía en desnudar el lawfare que supuestamente estaba en el origen de todas las acusaciones por corrupción que pesaban sobre la señora y su gente. Con ello no sólo se podrían dejar sin efecto los esfuerzos de Sergio Massa y demás ex disidentes (incluido el propio Alberto) por condenarlos, cuando buscaban forzar la sucesión del liderazgo interno. Sino que se desarmarían años de trabajo de la parte más sana de la Justicia Federal, para que Nunca Más el Poder Judicial se arrogara la atribución de fiscalizar los actos de un gobierno de ese signo.
Fue esta, desde el principio, además de una aberración moral, una pretensión ilusa.
Porque se fundó en un grave error de diagnóstico sobre lo que ese objetivo exigía en términos, por decirlo de algún modo, procesales. Un error llamativo viniendo de quien dice saber de derecho penal. Y es que había demasiadas pruebas, los procesos habían dado por probados ya muchos hechos delictivos, la ley del arrepentido (aprobada en 2016, recordemos, por impulso de Massa y con el apoyo de buena parte de los legisladores de origen peronista) había permitido acumular demasiada evidencia como para que fuera a ser fácil y rápido atender la expectativa de Cristina de una exculpación total y definitiva.
Eso es lo que, algo tarde, le está ahora aclarando Cristina a Alberto: “te quedaste corto, hay que ir por todo; y ese “todo” se empieza descabezando a la criatura que “se ha vuelto en nuestra contra, ha venido trabajando para el enemigo”.
Alberto, en otras circunstancias, tal vez podría seguir insistiendo en que él hace lo que puede, que su Reforma Judicial va a ayudar, que sus muestras de lealtad son infinitas pero nadie le puede pedir que haga milagros. Pero todo lo demás tampoco le ha salido bien, sus chances de estirar las cosas con estos menesteres se reducen. Ahí viene a cuenta su imcumplimiento de la otra promesa fundamental que planteó al asumir.
Esta segunda promesa se la hizo Alberto a los empresarios en particular y a los argentinos más en general: dejando de pagar la deuda durante su mandato se iba a poder reactivar la economía, y todos volveríamos a ganar, gracias al crecimiento del consumo doméstico, como hasta 2011.
Era por completo inviable que algo así, sin mediar un plan de estabilización, pudiera funcionar. Antes de que estallara la pandemia era ya evidente que los obstáculos para crecer eran muchos, y la mayoría de ellos eran domésticos, y más difíciles de remover que el peso de los intereses de la deuda. Porque el problema no era tanto lo que había intentado Macri con la economía que heredó en 2015, financiándose en el exterior para suavizar el ajuste de sus desequilibrios, como todo lo que había hecho Cristina, y antes que ella Néstor, para generar dichos desequilibrios y atarlos unos a otros.
Esta porción “estructural” de los obstáculos que nos impiden crecer, la fundamental, fue también invisible para la mirada oficial. Hecho que explica la desorientación que generó en su equipo económico la seguidilla de malas noticias que siguió a la renegociación de la deuda con los bonistas: la situación empeoró en vez de mejorar, el arreglo con el Fondo se trabó, la incertidumbre se generalizó y la inflación se disparó. Todo esto, de nuevo, independientemente de los mazasos que la economía estaba recibiendo, mientras tanto, de la pandemia y la cuarentena eterna.
Alberto ha tenido, en esta saga triste, el dudoso mérito de defraudar a tirios y troyanos. En ambas trincheras se sospecha cada vez más, y más abiertamente, de su capacidad para tomar decisiones mínimamente viables y sostenerlas. Y, como se sabe, ser considerado un inútil está por regla general peor visto que ser un hipócrita, un simulador, o un traidor; pero si todas esas condiciones se combinan las chances de ser obedecido y respetado tienden a cero.
Se entiende también, por lo tanto, que el presidente y su equipo traten de que su primer cumpleaños en funciones pase lo más desapercibido posible. Y que se estén esmerando en conseguir algún premio consuelo, alguna cucarda que modere los juicios lapidarios que merecen tanto de dentro como de fuera del oficialismo.
Entre esos premios consuelos hay varios que van bien encaminados: el manotazo a los recursos de la Ciudad, la reforma de la Procuración para poner a su jefe y a todos los fiscales a merced de la voluntad oficial, y también el aborto.
¿Pero pueden cambiar la opinión general?
Deberían al menos reunir dos condiciones para eso: no ser volteados por los tribunales, y reunir apoyos de todo el peronismo. Con los primeros no se cumple la primera condición, y con el aborto no se cumple la segunda: no todos van a estar contentos en el Frente de Todos si llega a pasar la IVE. Varios gobernadores, los curas villeros, Grabois y otros delegados del Papa, mucha gente allí está cabreada, porque ven bastante mal que justo se esté poniendo esmero en tener éxito en algo que los divide de la cúpula oficial. ¿Lo que gane por un lado Alberto, entre los jóvenes, las mujeres y los progresistas, no lo perderá por el otro?
Como sea, será seguramente el menos grave de los problemas que él y Cristina tendrán por delante. Porque lo que no pueden disimular es el hecho de que están haciendo entrar al peronismo y a sus aliados de izquierda en un decisivo año electoral con dos máculas difíciles de borrar: una confrontación abierta con jueces, fiscales y la propia Corte Suprema sobre la independencia de poderes y la autonomía de aquellos para investigar a los corruptos, y un alza de la pobreza, por caída del empleo, del gasto social y por la suba de la inflación, que hace recordar con nostalgia los últimos dos años de Macri.
Se entiende por tanto que las relaciones entre Alberto y Cristina también se hayan deteriorado respecto a cómo parecía que iba a funcionar su fórmula un año atrás. Pero no tanto, como a veces se cree, porque no estén de acuerdo en las dos promesas que los unieron en un principio. Ni en los pasos para tratar de cumplirlas. Sino, en esencia, porque quieren descargarse mutuamente culpas por los malos resultados conseguidos. Antes de la nueva epístola de la vice hubo otra muestra de ello, en relación a las jubilaciones, que sirve para entender la cuestión.
Cristina bloqueó la pretensión de Guzmán de que el Congreso diera su aval a otra quita del 5%, que se pretendía sumar a los recortes ya impuestos desde que se suspendió el mecanismo de actualización de 2017. Pero la jefa, es importante aclarar, no lo hizo porque esté en contra del recorte en sí, sino porque no quería ponerle su firma. Si al actuar así se acelera la inflación, problema de Alberto: como se sabe, la culpa por la suba de precios es siempre del Ejecutivo, mientras que la culpa por un recorte como el que pretendía Guzmán iba a repartirse con el Congreso. A eso fue a lo que Cristina le dijo que no. Está siguiendo al dedillo el esquema que planteó en su primer misiva: “las decisiones de gobierno las toma él, yo no tengo nada que ver”.
¿Significa esto que la relación entre ellos va a seguir deteriorándose?
Alberto simula y sobreactúa las diferencias con su vice también como una forma de disimular, no de corregir, su incapacidad para resistir cualquier deseo de ella. Y que no hay ninguna chance de que él rompa su relación de dependencia con la señora es otra cosa que se ha demostrado a lo largo de este año. En verdad, hizo falta bastante menos que estos durísimos 365 días para constatarlo. Con lo cual se despejó también otra incógnita sobre los seguramente muy duros días que tenemos por delante: sea como sea, esa dupla se va a mantener unida, porque Cristina no quiere cargar con la incomodidad de gobernar sin plata para repartir, y Alberto es incapaz de enfrentarla. Unidos en las buenas y en las malas, hasta la muerte. Esa sí es una promesa inquebrantable que nos y se han hecho. Y mejor que nos anoticiemos, si no lo hicimos ya.
Con lo cual se puede despejar aún otra duda más. Al iniciarse esta gestión muchos nos preguntábamos si iba a parecerse más a las de Cristina, a la de Néstor o, quienes más soga daban a su imaginación, a las de Menem, y lo cierto es que está más cerca de parecerse a una de la que nos salvamos, pero se las arregló para volver a intentarlo: la que hubiéramos tenido de ganar Scioli en 2015. Una penosa combinación de todo lo malo de aquellas experiencias: mala administración, con malas ideas, en circunstancias tan malas que no permiten disimular ninguno de esos defectos.
Ajuste hay, pero inflacionario y desordenado, por lo que no sirve para resetear y ordenar la economía, de modo de relanzar su crecimiento, sino solo para empobrecerla.
Abuso institucional hay también, y mucho, pero disimulado detrás de la excusa de que “si fuera por Cristina sería aún peor, así que acéptenlo como la opción menos mala”.
Sumémosle una diplomacia ideológica y chapucera, en una situación que no ofrece combustible para bancarla. Y que viene mezclada con un mendicante mensaje a los organismos financieros, que nadie se toma en serio porque es claramente una simulación desesperada de que se hará buena letra, pero solo hasta que se posterguen los compromisos. Luego se volverá a las andadas.
Y es cierto que todo eso luce contradictorio, disfuncional, y tendencialmente caótico. Pero sin embargo, por debajo, está animado por una lógica que le da estabilidad al monstruo: la unidad de los peronistas asegura el control de la situación, que ella no estalle; y mientras se nutra la caja de las provincias e intendentes, las obras sociales de los sindicatos, y los planes de las organizaciones piqueteras, todos los socios van a mantener sus pies dentro del plato. Al precio que sea: impuesto a los ricos, manotazo a los recursos de la ciudad, a los ingresos de los jubilados, lo que haga falta. Tenemos garantizado entonces que esto va a durar, al menos, tres años más. ¿Algo puede moverlo de su eje, hacerlo funcionar un poco menos mal? ¿Lo podrían lograr una crisis más aguda, un triunfo de la oposición el año que viene, una presión decidida del Fondo y de gobiernos extranjeros? Podría ser que sí, o puede que empeoren aún más la situación. Habrá que ver. Tendremos tres años para averiguarlo.