La peor enemiga de Cristina Kirchner es ella misma. Con una imagen negativa que supera el 60% de valoración ciudadana, lo que menos precisa la vicepresidenta es ponerse en medio de discusiones incómodas, que pueden hundirla aún más.
Por eso, salvo para elogiarla —y hasta ahí—, nadie en el gobierno suele mencionarla. Porque su nombre es una suerte de ancla que arrastra a todo aquel que refiere a su nombre.
Pero no alcanza, porque es la propia Cristina la que se mete en esos bretes, al publicar misivas como la que publicó este miércoles, atacando impiadosamente al Poder Judicial argentino.
Fustiga con dureza al otrora titular de la Corte Suprema, Ricardo Lorenzetti, y hace lo propio con Claudio Bonadio, fallecido juez Federal. Como si sus problemas se debieran a las actitudes de los mencionados. Nada más desatinado.
Lorenzetti licuó su poder en los últimos años ante la avanzada de Carlos Rosenkrantz, por lo cual no hay enemigo posible allí.
Por su parte, Bonadio ni siquiera ostenta presencia terrenal. ¿Qué complicación judicial podría endilgarle un magistrado que falleció hace varios meses ya?
Ello sin mencionar el desvarío que representa el atacar la memoria de alguien que ya no está en el mundo de los vivos. Desacierto tras desacierto. Especialidad de Cristina.
Lo cierto es que su derrotero no tiene nada que ver con venganzas judiciales: deviene de sus propios actos de corrupción. Hechos concretos y probados que abundan de evidencia contra ella.
Una docena de exfuncionarios de su propio gobierno y una veintena de empresarios —a los que se suma su propio contador—, reconocieron y detallaron cómo fue la maquinaria brutal de corrupción que pergeñó su marido, Néstor Kirchner, y ella continuó a través de los años.
Principalmente relacionada con sobreprecios a la obra pública y los retornos en el millonario sistema de subsidios.
Por eso Cristina dice lo que dice, porque la desesperación la carcome. Y ya no sabe qué más hacer para zafar del futuro negro que se cierne sobre su persona.
A esta altura debe mencionarse que la misiva también tiene un mensaje por elevación a Alberto Fernández. Asegura que la justicia podría dictar fallos que busquen complicar su gobierno.
Ergo, busca que el jefe de Estado intervenga en la cuestión. ¿De qué manera? Ni ella debe tenerlo claro.
Lo que despertó todas las alarmas fue la confirmación de la Corte Suprema de que Amado Boudou debía volver a prisión por el caso Ciccone. Fue lo que le terminó de quitar el sueño. Teme, no solo por ella, sino además —sobre todo— por su hija Florencia, única de la familia que no tiene fueros que la protejan.
Por eso intenta imponer el cuento del “lawfare”, instrumento que sirve a los populismos para cubrir sus propios delitos.
Pero ya nadie le cree a Cristina. Menos aún en momentos donde la ciudadanía está preocupada por otras cuestiones, como el desempleo, la inflación, el dólar y la pérdida de poder adquisitivo.
Los ecos de su proclama, siempre insistente, resoplan débiles y se van perdiendo a fuerza de repetición.
Todos la escuchan, sí, pero solo como un murmullo impreciso. Un ruido que está ahí, de fondo. Nada significativo.
Porque es bien cierto que la gente mastica vidrio... Pero ya no lo traga.
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