La tendencia en Twitter era “golpe de Estado”. No se refería al de Mali, el primero durante la pandemia, sino a la inusitada reacción de los muchachos trumpistas contra el resultado de las elecciones de Estados Unidos y, cual broche, contra la mayoría demócrata en ambas cámaras del Congreso. Un espaldarazo para el presidente electo, Joe Biden, después de haberse asegurado las dos bancas del Senado en disputa en el Estado de Georgia. Ante la igualdad de escaños, desempata la vicepresidenta, Kamala Harris. Algo tan intolerable para Donald Trump y los suyos que tomaron por asalto el Capitolio guiados por un lenguaje común. El del resentimiento.
En las primeras elecciones de la historia, entre 1788 y 1789, Estados Unidos estrenó el Colegio Electoral. El único candidato a presidente, George Washington, ganó con el ciento por ciento de los votos. Quizá como hubiera pretendido en las del 3 de noviembre de 2020 el actual presidente, eje de una suerte de referéndum en un país polarizado cuyos fanáticos insisten en creerle. O en interpretar a ciegas que hubo fraude y que Sleepy Joe (Joe el dormilón), alias Biden, le robó la reelección. Una instancia sólo negada a Jimmy Carter y George Bush (padre) después de la Segunda Guerra Mundial sin contar la renuncia de Richard Nixon.
En 232 años, los mismos que transcurrieron desde la Revolución Francesa, la ciudad que debe su nombre al primer presidente de Estados Unidos no había vivido una crisis de tal magnitud que pusiera en jaque el corazón de sus instituciones y derivara en un toque de queda. El partido de la ley y el orden, como llama Trump a los republicanos desde que quiso reprimir las protestas por el asesinato de George Floyd, se vio en un aprieto mayúsculo. El vicepresidente, Mike Pence, y el líder de los senadores, Mitch McConnell, desobedecieron a Trump. Debían rehusarse a certificar los votos emitidos el 14 de diciembre por el Colegio Electoral. Un trámite. En otros tiempos.
El partido del primer presidente norteamericano asesinado, Abraham Lincoln, el GOP (Grand Old Party, literalmente, el gran viejo partido), se cavó su fosa. Al menos, la de aquellos que no comulgan con la egolatría de Trump ni con las milicias de supremacistas blancos que invadieron el Congreso, envalentonados con datos no menores: Trump, el segundo candidato más votado de la historia después de Biden, obtuvo seis millones de votos más que en 2016. Un capital político no desdeñable mientras Twitter vetaba sus mensajes “debido al riesgo de violencia” por su intento de impedir por la fuerza la ratificación de la victoria de Biden o, en realidad, su derrota.
Cuatro muertos y varios heridos. Una “transición ordenada”, prometió Trump después del escándalo. La más turbia en casi dos siglos y medio. Su apuesta era persuadir al secretario de Estado de Georgia, Brian Raffensperger, para“recalcular” los votos, atribuirles el triunfo a los republicanos y evitar la segunda vuelta para definir a los dos senadores que faltaban. En la primera, ninguno había obtenido más del 50 por ciento. Raffensperger, republicano, ordenó dos recuentos, uno a mano, el otro a máquina, de los cinco millones de votos emitidos, pero, lo lamento, Mr. President, no hubo fraude. Finalmente, Jon Ossoff y Raphael Warnock, demócratas, vencieron a David Perdue y Kelly Loeffler, republicanos.
La réplica de Biden en medio del caos: “Esto no es lo que somos. Lo que estamos viendo es un pequeño número de extremistas dedicado a la anarquía. Esto no es discrepancia. Limita con la sedición”. Y utiliza otra definición: “Es una insurrección”. Lo más parecido al “golpe de Estado”, versión Twitter, en un momento delicado tanto de Estados Unidos como de otros países por la fatiga democrática y la otra fatiga, la pandémica. Fatigas que no encuentran cauce en los partidos tradicionales, sino en movimientos populistas que, como el de Trump y los de otros líderes, especialmente latinoamericanos, predican en un solo idioma. El del resentimiento.