No hay que ser un arqueólogo ni un archivista obsesivo para descubrir lo poco que le interesa a Alberto Fernández la división de poderes, la transparencia y el pluralismo. Basta con recordar que ayer nomás definió a Gildo Insfrán, el sultánico gobernador de Formosa, como un dirigente ejemplar. Y advertir cómo su gobierno mira para otro lado desde hace un año ante las violaciones a los derechos humanos sistemáticamente cometidas por las autoridades de esa provincia, mientras mantiene a una caterva de funcionarios que no se cansan de denunciar a los opositores, a periodistas independientes, a empresas o a cualquier otro que no sea del palo, y por cualquier cosa inventada o insignificante.
La contradicción entre un gobierno que se la pasa hablando a favor de los sometidos y los derechos, pero avala a un tiranozuelo subtropical en su propio campo rompió todas las marcas estos días cuando al gobernador preferido de Alberto se le ocurrió mandar a la policía a detener a dos concejalas opositoras que habían presentado un habeas corpus a favor de los contagiados de covid formoseños, que son aislados por la fuerza en condiciones infrahumanas.
No fue una gran idea. Los atropellos contra ciudadanos de a pie de la provincia en general habían pasado desapercibidos. Igual que sucede desde hace años con la represión aplicada a las comunidades quom, intolerablemente revoltosas para los gustos de Insfrán, pero parece que no suficientemente “víctimas” como para que las organizaciones derechos humanos movieran un dedo, atentas como están en cambio por presentar a grupos mapuches violentos como si fueran carmelitas perseguidas. Pero meter presas a las denunciantes de abusos fue ir demasiado lejos. Estalló el escándalo y hasta los funcionarios del gobierno nacional advirtieron que al cacique formoseño se le había ido la mano.
El kirchnerismo siempre contó con dos almas: en los distritos centrales, hizo causa a favor de los pobres contra los adinerados; en los distritos pobres y periféricos, se respaldó en caudillos que son los dueños indisputados del dinero, y a través suyo, del voto de los pobres. E hizo más que ser ambiguo al respecto: promovió por todos los medios a su alcance hacerse de todo el dinero posible, esquilmando a veces a los ricos y más regularmente a las clases medias, para ser él, a través del empleo público, los planes sociales y los subsidios de todo tipo, el que proveyera a los pobres sus medios de subsistencia. Es decir, fue paso a paso avanzando hacia un orden en que todo el territorio se pareciera cada vez más a Formosa.
¿Se puede torcer el destino que aguarda al país de seguir avanzando este proceso? La crisis ayuda y no ayuda: el gobierno ofrece soluciones cada vez menos satisfactorias y cae en las encuestas, pero al mismo tiempo más y más gente depende del presupuesto público para sobrevivir, y lo mismo pasa con los gobernadores e intendentes. Así que más de ellos pueden sentirse tentados a hacerle caso a Alberto y tomar a Insfrán de “ejemplo”. En suma, no va a ser por el puro avance del empobrecimiento que ese “modelo” entre en crisis.
Va a hacer falta un intervengan el debate y la competencia política, que la sociedad reaccione. Lo que está sucediendo en Formosa es, a este respecto, una novedad: representantes hasta ahora impotentes de las minorías provinciales desafían y desnudan la impunidad con que se suele manejar el poder local, y el abuso cometido contra ellas en represalia se vuelve como un bumerang contra las autoridades. En ocasiones son chispazos de disenso exitosos como estos los que hacen que el edificio aparentemente imbatible de un régimen autocrático se resquebraje.