Finalmente, cuando la interminable telenovela judicial corría el riesgo de exponer de forma ya inapelable su impotencia, el presidente se decidió.
Lo hizo sin ninguna carta en la manga, sin ninguna sorpresa, y a favor de quien desde el principio de esta crisis él creyó que podía garantizarle, al menor costo para su ya golpeada autonomía, honrar su compromiso con Cristina Kirchner: hacer hasta lo imposible por borrar del mapa todos los trámites judiciales que la señalan como la cabeza de una organización ilícita creada para robarse dineros públicos. Ahora, espera, nadie podrá decirle ya que no hizo sacrificios extremos a favor de la causa, de lo que según el kirchnerismo “la patria” en esta hora nos reclama, hacerle su lugar en la historia a la señora y su dinastía.
Es que a diferencia del caso de Alejandro Vanoli, a quien no había forma de salvarlo, del de Guillermo Nielsen, a quien nadie echó, sino que fue él quien se quiso ir, y de Ginés, que fue despedido por el presidente de motu proprio más que por presiones de Cristina, con Losardo esas presiones fueron manifiestas y decisivas: es la primera y también la más relevante de las piezas propias que Alberto podía sacrificar para probar su “lealtad” a la vice, y la despachó sin chistar. Así que es lógico ahora espere se lo reconozcan.
Pero ¿qué va a suceder si el reemplazante no logra lo que él y su jefe, su jefe formal, se han comprometido a hacer? Y más importante aún, ¿por qué esperar que el estilo “directo”, en ocasiones lisa y llanamente patotero, del nuevo ministro tenga éxito allí donde la diplomacia, el disimulo y la ambigüedad de Losardo fracasaron?
¿Y si la Corte no cede?
Nada hace pensar que la Corte esté dispuesta a ceder, simplemente porque ahora le digan en forma directa lo que hasta ayer le hacían entender por vía indirecta. Tampoco es probable que los 220 jueces y fiscales a quienes se venía ya presionando para que se jubilen vayan a cambiar de actitud y den un paso al costado haciendo mutis por el foro.
Tal vez, Soria descubra que su destino se parece al de esos generales de la primera guerra mundial, que llegaban con grandes planes y muchas ínfulas al frente, y a poco de andar se habían ya desayunado de que la trabada guerra de trincheras en que se habían metido no era lo que esperaban, sus ambiciosos planes y su voluntarismo no les servían de mucho, y les convenía más bien consultar a sus predecesores sobre la mejor forma de sobrevivir entre las inamovibles alambradas y las inatendibles pretensiones de los altos mandos.
Y tal vez sea también por esto que la única que tiene seguros motivos para festejar que este interminable trámite de sucesión haya concluido sea Losardo. Que podrá por fin partir hacia París.
Lo hace dejando atrás el agobio que le significó soportar, en primera fila, 14 meses de la Argentina de Alberto. Pero, más importante todavía, evitando quemar puentes con un amplio arco de actores judiciales que, es cierto lo que dice y lamenta el presidente al respecto, son tan duraderos como los gobernadores y los sindicalistas, así que no es muy recomendable andar rompiendo lanzas con ellos sin estar seguro de sacar algún provecho.
En su partida, la ahora ex ministra nos deja otra enseñanza: el albertismo está volviéndose un fenómeno “en el exilio”. Pronto va a tener más miembros afuera que adentro. Y tal vez Alberto se arrepienta entonces de haber anulado el voto por correo, o se quede sin embajadas disponibles: Ginés, Nielsen, ahora Losardo, los próximos tal vez tengan que conformarse con mucho menos.
¿Cuántos argentinos los envidian y quieren imitarlos?
Si la Argentina de Alberto agobia y expulsa hasta a sus más preclaros representantes, ¿cómo no se va a justificar que cualquier hijo de vecino esté pensando en tomarse las de villadiego?
Es cierto que todos los gobiernos nacionales han tenido la costumbre, buena o mala según cómo se quiera ver, de mandar de embajadores a funcionarios desgastados o desacreditados en sus funciones primigenias. Pero el problema del albertismo es que en su arranque fue un grupo muy pequeño, y encontró además problemas serios para crecer, así que se mutila y desangra al mandar afuera a sus miembros caídos en desgracia: ¿no sería mejor que les buscara otras tareas más cerca, para que sigan siendo útiles a la preservación del grupo?, ¿o es que ni ellos ni los que se quedan creen ya ser un grupo, han dejado caer la idea misma de tener alguna misión colectiva que los reúna?