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Cancelación masiva

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Una costumbre peligrosa
Una costumbre peligrosa

A mediados de abril de 1945 el 9º Ejército de los Estados Unidos, al mando del General Bradley, ingresa en la Stadt des KdF-Wagens bei Fallersleben, una ciudad fundada por el mismísimo Adolf Hitler para albergar la fábrica más grande conocida hasta entonces por Europa. Destinada a producir el Auto del Pueblo (Volkswagen), poco tiempo pasó desde el inicio de producción en 1938 hasta que tuvieran que destinar la línea de ensamblaje al armado de vehículos de guerra. 

 

Cuando Bradley llegó al poblado se encontró con una fábrica semidestruida pero que seguía en condiciones de producir. Luego de liberar a 20 mil trabajadores esclavos –en su mayoría prisioneros de guerra y en menor número personas de los campos de concentración–, Bradley se vio tentado a hacer lo que cualquier otro habría hecho al encontrar una línea de producción bélica enemiga: detonar lo que quedaba en pie. Sin embargo, la necesidad llevó a que ordenara que se reanude la producción de vehículos para transportar a los soldados aliados de vuelta a casa. La guerra terminaba. Poco tiempo después esa zona de la Baja Sajonia quedaría bajo control británico. Antes de retirarse Bradley organizó un ayuntamiento y entre todos rebautizaron la ciudad con el nombre del castillo más cercano, una belleza construida en el siglo XIV: Wolfsburg

Y ahí no más comenzó nuevamente la producción en masa del KdF Volkswagen, solo que sin las tres siglas iniciales y con el escudo de Wolfsburg adornando los capós y los volantes. 

Bradley primero –y los ocupantes británicos después– podrían haber recurrido a la cancelación del símbolo del poderío fabril del Tercer Reich. Algunos historiadores se paran sobre las enseñanzas de Versalles y sus consecuencias en la crisis que desencadenó en la Segunda Guerra, pero el único político que machacó durante décadas sobre el abuso de la condiciones impuestas a los alemanes fue Winston Churchill, quien con justa razón consideraba que la ruina del pueblo alemán dispararía un rebrote nacionalista. Y no le pifió en el horóscopo. Para cuando la Baja Sajonia pasó a control británico el viejo zorro ya estaba en su casa pintando cuadros.

Sin embargo, sin importar cuál haya sido el motivo original, hay consenso en afirmar que, lo que posteriormente la revista Times bautizara como “el milagro económico alemán”, tuvo muchas variables entabladas en continuado por Karl Schiller, Ludwig Erhard y Konrad Adenauer traducidas en una batería de medidas económicas sostenidas en el tiempo que garantizaron un crecimiento del 7% anual durante tres décadas, sin inflación ni desempleo. Y ese período tuvo un enorme, gigantesco símbolo de época: el vulgarmente llamado Escarabajo, Käfer, Vocho, Fusca, Samba, Bug o como quieran. Pero su verdadero nombre se convirtió en marca y empresa. Y es que el Escarabajo, en realidad, se llamó siempre Volkswagen. El auto del pueblo. 

¿Hay algo más nazi que un objeto llamado “auto del pueblo”, un vehículo cuya fabricación fue ordenada por Hitler, producido en una ciudad fundada por Hitler en una fábrica creada por Hitler con mano de obra esclava de la guerra que desató Hitler? ¿Qué debería haberse hecho? Desde la comodidad del siglo XXI la respuesta es sencilla: sí, hacerles a los alemanes lo mismo que Hitler habría hecho con el enemigo. 

La cultura de la cancelación que tanto se ha impuesto en los últimos años a nivel global tiene un error de base: no hay nada más alejado de algo cultural que cancelar una obra o a un ser vivo. Sin embargo, se ha instalado y no ha llegado aún a ningún límite. De hecho, cuando creemos que no se puede ir más lejos aparece algún progre o algún facho y bate algún que otro Record Guiness. 

Comenzamos con escuchar la música de Michael Jackson con el volumen bajo para que el vecino no crea que somos pederastas y se abrió una puerta que no sabemos cómo volver a entornar. Como si mover la patita al ritmo de la batería de Ndugu Chancler y el bajo de Louis Johnson en Billie Jean no fuera un acto natural e inevitable que poco tiene que ver con que estemos de acuerdo con las acusaciones recibidas por el compositor. Luego hubo que cancelar a Roman Polanski, a Woody Allen y el listado comenzó a desmadrarse. Lo curioso es que si canceláramos todas las películas producidas por el único que recibió sentencia en juicio –Harvey Weinstein– tendríamos que quemar la mitad de la videoteca cultural de los últimos treinta años. 

No pretendo defender a nadie con estas líneas, sino preguntarme cuándo me toca a mí de forma total –a nivel trabajo en medios ya me ha ocurrido y lo acepto– o trasladarle la pregunta a usted, estimado lector. Podrá decir que está tranquilo porque no hizo nada malo en su vida, lo cual primero es difícil de creer, pero se olvida de que estamos en una nueva etapa de la cancelación: como ya nos quedamos sin sujetos que hayan cometido actos reprochables, pasamos a cancelar a sujetos que dicen cosas reprochables. Pero como no hay ley contra el habla, la reprochabilidad queda a criterio del receptor.

Hay varios puntos que justifican que hayamos llegado a este lugar pero hay dos que son cruciales: la falta de confianza en la Justicia y la proliferación de las redes sociales. Sobre el primer punto diré algo que era un latiguillo de los profesores de Derecho Civil hace tiempo: el que gana siente que se hizo Justicia; el que pierde, no. Pero además hay una sensación de ansiedad, de todo ya, de necesito Justicia ya. Y como el Estado se ha corrido de ese lugar también, se vuelve a la ley antes de la ley: la Justicia por mano propia, habitual en los territorios conquistados por los norteamericanos y por los argentinos. Hoy lo vemos nuevamente en el sur, pero en las grandes urbes ocurre del mismo modo a través de las redes sociales. 

Pero lamentablemente hay un punto más que no es menor: la Justicia existe o no si me cae bien o mal el acusado, o si me cae bien o mal la víctima. 

Hace unos días, el periodista Jorge Lanata dio a entender que la secretaria del intendente de Avellaneda había recibido su vacuna porque tiene “un lindo culito”. En la señal TN sometieron a Lanata a un debate con la editora de Género, una figura que hoy existe en todas las redacciones. El planteo estuvo interesante hasta que le dijeron a Lanata que la chica tiene que dar miles de explicaciones pero ninguna sobre su culo. Lanata se cansó, sonrío, pidió disculpas y se acabó. Si el periodista hubiera tenido ganas de pudrirla del todo, habría respondido “si vos, yo o cualquiera con experiencia, o un licenciado en Ceremonial y Protocolo, o un Comunicador Social se hubieran presentado para ser secretarios de la intendencia, ¿los habrían tomado? No, tomaron a una piba de 18 años sin experiencia. Eso se resume en “culito”. El que la cosificó es el que la tomó, y el que la sigue cosificando es el que corre el eje de la discusión que es por qué fue vacunada: porque antes fue cosificada. O quizá Lanata habría zafado si en vez de “culito” hubiera dicho “por ser hija de algún amigo del intendente”. Ahí nadie le habría dicho nada porque en los medios está lleno. 

Lanata zafó porque tiene el lomo curtido de quilombos serios. Y porque no tiene que sufrir la alienación provocada por el micromundo de las redes sociales, donde una horda de totales desconocidos habrían salido a hostigarlo –como lo hicieron en ausencia– por decir lo que decían ellos mismos hasta hace un par de años. O que todavía dicen en la intimidad. ¿Realmente creemos que el objetivo es que Lanata aprenda a hablar y pensar como ahora corresponde hacerlo públicamente? ¿Realmente creemos que el objetivo es que alguien hable y piense como corresponde? Si cuando la víctima de la cosificación o el maltrato es del bando opuesto, todos la tratan de ebria, mal vestida, fea, histérica o lo que sea. 

En la antigua grecia tenían dos sanciones graves para sus ciudadanos que lejos estaban de reeducarlos, sino que se buscaba penarlos. Una era el destierro: el penado perdía su condición de ciudadano y era expulsado de la ciudad librado a su suerte. Cualquiera que hiciera lo que quisiera de él fuera de la ciudad no sería perseguido. La otra era aún más grave: la muerte civil. El peor de los castigos. La persona no era expulsada, pero se le quitaban todos los derechos que, en definitiva, lo convertían en persona. Era un muerto en vida literal y jurídicamente. Un ser vivo sin garantías, ni voz, ni voto. Inexistente en cuerpo presente. No es que la ciudad dejaba de protegerlo, sino que desconocía de su existencia y cualquier persona podía matarlo o convertirlo en embutido sin que nadie hiciera nada para evitarlo. 

Hace unos cuantos años (2014), el unitario británico Black Mirror abordó este tema en un especial de Navidad llamado White Christmas que se convirtió en uno de los íconos de la serie junto con San Junípero y Hate in the Nation. Allí los ciudadanos tenían instalados unos chips que les impedían ver a personas que habían sido bloqueadas de la vida social. La modernización de la muerte civil griega. Sin llegar al extremo tecnológico, está ocurriendo. Se cancela al que no me gusta, se cancela a un político que no es de mi agrado, se cancela al vecino, se cancela a un pariente, se cancela a un exnovio/a, se cancela a examigos, a ex compañeros de trabajo, se cancela todo lo que me molesta o incomode para la construcción de una realidad perfecta, en la que todos son como yo quiero que sean. O lo que es peor: para acomodar nuestras propias historias para que se adapten a la construcción que brindamos hoy y así se han cancelados a personajes históricos que molestaban en biografías. ¿Motivos? Se me ocurren miles, desde la negación de que existen otras realidades hasta la masificación de una moralina estúpida que está a un ayatollah de distancia de convertir a la sociedad en una teocracia de las buenas costumbres. 

Y todo como si en la vida real tuviéramos el botón de block que utilizamos en Twitter. Lamento pincharnos el globo, pero somos pocos, muy poquitos los que usamos redes sociales en proporción al resto de la población. Y muchos menos los que pululamos por la red del pajarito

Para dejarlo en claro: el relato que hago al inicio de este texto sobre Wolfsburg podría ser tomado por unos como una justificación del nazismo por mi parte, mientras que otros estarían pidiendo que se arroje una bomba atómica en la Baja Sajonia y se confisquen todos los escarabajos del mundo para ser incinerados en una pira monumental. Que no queden rastros del nazismo, algo que ni sus combatientes hicieron aunque alguno que otro lo pensó. De hecho, John Foster Dulles, colaborador de George Marshall, creía que la mejor forma de que los alemanes no volvieran a joder era devolverlos a la edad media. Pero eso habría significado borrar la historia. 

¿Y saben cuál es el principal problema de borrar la historia? Que no quedan registros de que algo salió mal para saber por qué salió mal. 

Vernerdì. Cosificame y llamame Marta.

 
 

21 comentarios Dejá tu comentario

  1. Ahora digamos algo de la cancelación y la cultura de la cancelación. No debería sorprender que nuestros comunicadores sean esclavos mentales de la secta progre, de otro modo es inexplicable que semejantes nabos se hayan encaramado como lo hicieron para saquear los fondos públicos de casi todos los países de occidente. La queja por la cancelación o es la excepción. El problema no es la cultura de la cancelación, el asunto como siempre son los motivos y los argumentos. ¿Está bien o está mal quitarle el registro por un tiempo a un conductor extremadamente irresponsable y peligroso? ¿Está bien o está mal cancelarle las libertades a un violador o a un asesino y meterlo en la cárcel? ¿Está bien o está mal inhabilitar de por vida a un funcionario público o a un empresario probadamente ladrón incumplidor e irresponsable? ¿Está bien o está mal cancelarle el privilegio de ejercer el comercio a alguien que estafa a sus clientes o que no cumple las normas de seguridad? Como es evidente, el modo de aplicar cualquier sistema de justicia es advertir a la población que determinadas conductas y acciones que se consideran crímenes o delitos no van a quedar libradas a la venganza del damnificado sino que el Estado se va a encargar de aplicarles las merecidas condenas. Eso también es cultura de la cancelación y es imprescindible para la existencia de cualquier comunidad organizada de cualquier tamaño a partir de la manadita de un paseador de perros. El problema es cuando viene una secta delirante, de esos que pregonan que no hay hechos sino interpretaciones, y esos mismos ineptos delirantes pretenden atribuirse privilegios de casta y nos vienen a querer aplicar impuestos y condenas basadas en sus interpretaciones y creencias como las que ellos tengan sobre nuestra clase social, raza y género. Hay que decir las cosas como son, porque los cancelables son ellos, los que mienten como una religión, y deberían dejar de ser interlocutores válidos para cualquier debate son los que nos vienen a decir que no hay hechos, y que la interpretación la ponen ellos. Ellos saben lo cancelables que son, porque nadie mejor que ellos conoce sus intenciones, por eso se anticipan a cancelar a los demás. Hay mil ejemplos, como cuando la golpista acusaba a todos de destituyentes.

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