¿Qué es la ciencia? Es el mejor método que tenemos hasta ahora para lograr el conocimiento de las cosas, y que puede aplicarse a todo tipo de ámbitos, desde comprender los ciclos de vida de las estrellas hasta desarrollar la vacuna para un nuevo virus.
Se basa en la observación y la experimentación, buscando encontrar patrones en forma de reglas o leyes, que puedan servir en última instancia para realizar predicciones sobre la base de evidencia, lo cual hace que esa hipótesis en particular se vea fortalecida. Uno de los más elegantes ejemplos de predicciones científicas fue gracias a los estudios del astrónomo Edmond Halley, quien, basándose en las teorías de Newton, y realizando cálculos sobre las apariciones de cometas a lo largo de varios siglos que aparentaban tener movimientos similares, declaró que el mismo cometa volvería en el año 1758. Aunque no vivió para verlo, su predicción se cumplió, y es por eso que dicho cometa lleva su nombre.
La ciencia va ligada en general a su aplicación práctica: la tecnología, mediante el uso de sus conocimientos para solucionar problemas específicos. La tecnología no es buena o mala de por sí, más que por los usos que les den las personas que aprovechan sus productos.
Tampoco la ciencia puede caracterizarse como intrínsecamente buena o mala, aunque sí puede haber “mala ciencia” cuando no se aplican sus principios de manera apropiada. Los conocimientos adquiridos mediante el método científico también pueden ser utilizados para fines perjudiciales, ilegales o inmorales.
Los verdaderos científicos deben estar siempre dispuestos a que sus ideas sean confrontadas y examinadas de manera repetida, siendo ésa la forma en que el conocimiento puede avanzar, ya que, en caso de pasar esas pruebas, su teoría se ganará mayor solidez, o en caso negativo, permitirá también aumentar nuestros conocimientos totales, al haber demostrado que una hipótesis parecería no ser cierta. Por eso un buen científico debe estar listo para desechar una idea que no se ha podido comprobar.
Gracias a millones de años de evolución nos hemos vuelto expertos en reconocer patrones en los fenómenos que nos rodean, ya que se convirtieron en habilidades críticas para la supervivencia de nuestra especie. Fue así como aprendimos que había ciclos en las estaciones del año, las migraciones de los grandes animales que constituían una importante fuente de alimentos o las épocas en que podían obtenerse ciertos vegetales, lo que permitió el desarrollo de la agricultura y con ella la civilización.
Todos usamos de manera intuitiva razonamientos científicos en nuestra vida cotidiana, en mayor o menor grado, para tomar decisiones. La ciencia moderna ha ido optimizando dichos procesos para hacerlos más confiables.
Pero esas mismas habilidades nos pueden conducir a engaños o ilusiones, cuando no se aplican correctamente los principios científicos para poder conocer cuáles ideas son las más valederas. Es así como surgen subproductos evolutivos como por ejemplo la pareidolia, que consiste en el fenómeno de reconocer rostros humanos u otras figuras familiares en imágenes no relacionadas, que casi todos hemos experimentado alguna vez, por ejemplo, en nuestra niñez al realizar nuestros primeros dibujos de rostros mediante líneas sencillas o buscando formas reconocibles en las nubes, y que suele aparecer en las noticias cuando un creyente afirma ver una imagen sobrenatural en un objeto.
Son entonces estos malos usos de la ciencia, de manera intencional o no, los que llevan al surgimiento de las llamadas “pseudociencias”.
¿Qué es una pseudociencia?
La palabra significa “falsa ciencia”, y se suele usar, generalmente de manera peyorativa, para intentar clasificar a aquellas prácticas, creencias o terapias que se presentan como conocimiento científico, pero que no cumplen con las condiciones del método científico formal. Al ser usado de manera despectiva, los cultores de dichas disciplinas rechazan generalmente que se les aplique esa denominación, prefiriendo adjetivos como “alternativa”, o “no tradicional ”, entre otros.
La diferenciación entre ciencia y pseudociencia es general nada más que un problema de definición, mientras que el foco principal debería estar en discutir acerca de sus fundamentos y efectos, más que en su clasificación. De hecho, entre ambas hay generalmente una frontera poco clara. Por ejemplo, hay campos del saber que pueden plantear aspectos aún no definidos, y que sólo el desarrollo de experimentos y análisis lograrán aportar los fundamentos necesarios para demostrar su veracidad o no. Fue así como nacieron muchas disciplinas científicas a la par de sus “hermanas” pseudocientíficas, como la alquimia y la química, o la astrología y la astronomía.
¿Por qué surgen las “falsas ciencias”?
Además de los factores que ya hemos comentado, hay otros aspectos psicológicos o sociales que hacen que, a pesar de que vivamos en la época de mayor desarrollo científico y tecnológico, aún persisten con fuerza tantas falsas ideas.
Tendemos a confiar demasiado en la precisión de nuestros sentidos y la propia experimentación, porque eso era muy útil para la supervivencia de nuestros antepasados, pero muchos de los conocimientos actuales parecen ir en contra de la intuición, llegando a extremos como la física cuántica, que plantea de manera científica conceptos que parecen más cercanos a la mística o la fantasía. Además, vivimos en una época en que la mayoría de los fenómenos cotidianos han sido estudiados de manera amplia y meticulosa, por lo que los nuevos descubrimientos parecen alejados del conocimiento general, y se dan en áreas altamente especializadas. En un mundo de noticias que se guían por la cantidad de clicks, siempre tendrá más notoriedad una publicación sobre una abducción extraterrestre que otra sobre la detección de las ondas gravitacionales predichas por Einstein. Es por este motivo que la comunidad científica debe esforzarse por contribuir a la divulgación general, de manera apasionada y mostrando el lado maravilloso de la ciencia.
Los medios de difusión actuales también hacen que toda la información parezca igual de importante. Prácticamente cualquier persona puede crear una página web o un perfil de redes sociales que parezca profesional, en lo que se ha comparado con una biblioteca sin el bibliotecario que nos puede indicar dónde encontrar la información útil. Cuando un enfermo consulta en el buscador de internet por su problema de salud, en general no conoce las formas de distinguir entre la información veraz de cualquier otra, y para eso se requieren los años de experiencia y formación de un profesional. Es posible prever un futuro en que los algoritmos puedan hacer diagnósticos mejores que los de un médico, pero seguramente falta mucho aún para eso.
De manera similar, la medicina actual ha cedido terreno fértil a las terapias alternativas, al volverse más dependiente de la tecnología y menos empática. Hoy un especialista médico nos debe revisar en minutos, sentado frente a su computadora, mirando nuestros estudios e indicando un tratamiento, mientras que por ejemplo un hábil homeópata sabe tomarse su tiempo para entablar confianza, hablar con su “paciente”, escucharlo de manera activa, todo lo cual produce una sensación de bienestar y puede potenciar el efecto placebo que tienen sus “terapias”.
Es frecuente que las falsas ciencias adopten terminologías o procedimientos propios de las ciencias más probadas, cambiando su contexto o utilizando los términos de manera metafórica. Por eso hoy todo en ese mundo alternativo es “cuántico” u “holístico”, siendo difícil para la persona no instruida poder reconocer la verdad entre tantas palabras similares. No puede existir una medicina “alternativa”; hay una sola medicina, aquella que ha sido probada mediante la experimentación y observación, y que es coherente con todos los otros campos del conocimiento (química, física, biología).
Sin embargo, el factor principal que influye en el sostén de las falsas creencias es el interés personal de los que las sustentan. Muchas veces es claro y obvio, como por ejemplo un sanador que vende sus servicios, una empresa que vende productos ineficaces; en otras ocasiones puede ser la búsqueda de notoriedad, como fin en sí mismo o en pos de beneficios secundarios, como ventas de libros, o lugares geográficos que buscan atraer turistas con sus particularidades míticas o fantásticas. Y finalmente está lo que se conoce como el “verdadero creyente”, que es aquella persona que cree sinceramente en lo que dice, a pesar de cualquier evidencia en el sentido contrario.
¿Qué perjuicios puede provocar la “falsa ciencia”?
Parece inocente el hecho de que alguien lea su horóscopo semanal como un simple entretenimiento, pero la difusión de la falsa ciencia le quita recursos, espacio y tiempo a los conocimientos que tienen mayor sustento y evidencia, y que son mucho más útiles.
De manera más directa, pueden generarse daños por los propios efectos de las falsas creencias, por ejemplo al ingerir sustancias nocivas o cambiar los tratamientos probados para una enfermedad por una terapia alternativa sin eficacia, además del perjuicio económico que conllevan.
No deberían prohibirse las ideas, pero si alguien declara que es capaz de curar una enfermedad mediante un método novedoso, debe ser capaz de someterse al análisis de su eficacia mediante las herramientas que la ciencia tiene a disposición, y debe ser el Estado el encargado de velar por su cumplimiento.
Una mente entrenada en el pensamiento crítico y la aplicación del razonamiento basado en evidencia llevará a que esa persona pueda realizar mejores elecciones en su vida personal, desde comprar un nuevo teléfono celular hasta elegir un tratamiento para una enfermedad o reconocer las falacias de un político, además de comprender mejor el mundo en el que vive.
¿Cómo identificar la falsa ciencia y cuidarse de sus engaños?
Las pseudociencias suelen compartir características que las hacen identificables. La más común es que no son “falseables”, es decir, que sus premisas y postulados no admiten la posibilidad de demostrarse como equivocadas, mediante experimentos bien diseñados y controlados. No son coherentes con el resto del conocimiento que se acepta actualmente, siendo que, por ejemplo, postulan una cura mediante un mecanismo que se contradice con todo lo que se sabe en otros campos relacionados como la química o la física. En general están basadas en los postulados de algún iluminado o gurú, con principios dogmáticos e inmutables. Suelen responder los argumentos en su contra basándose en denuncias de conspiraciones infundadas o persecución.
Para reconocer fácilmente si estamos ante una pseudociencia, podemos hacernos las siguientes preguntas:
¿Qué dicen los expertos reconocidos y las organizaciones oficiales sobre el tema? Las teorías científicas llevan años para establecerse, y los campos del saber se han especializado, por lo tanto dependemos más que nunca de los expertos en cada área. Ellos también pueden equivocarse o tener malas intenciones, como cualquier persona, pero se encuentran dentro de un sistema que se auto regula. Por ejemplo, en el caso de una terapia alternativa como el dióxido de cloro, sería descabellado pensar que cientos de miles de médicos y enfermeros en todo el mundo se nieguen a aplicarla, por omisión u error, si tuviera los beneficios que se postulan.
¿Hay una explicación más sencilla y práctica para lo que se afirma, y que esté más de acuerdo con el resto de los conocimientos actuales? Preferimos vivir en un mundo más espectacular que nuestras experiencias cotidianas, y nos fascina pensar que hay significados ocultos y conspiraciones. Sin embargo, las explicaciones más sencillas suelen ser generalmente las más acertadas. Además, cualquier hipótesis debería encajar con el resto de todo lo que conocemos, o sería una idea totalmente revolucionaria, lo cual es posible, pero altamente improbable.
¿Qué otras motivaciones o intereses puede tener la persona que hace el anuncio?
Para ello, debemos reflexionar sobre los beneficios directos o secundarios que pueden llevar a esa persona a promocionar su terapia alternativa, o el verdadero sentido detrás de una declaración o una publicación.
Siguiendo el ejemplo de Carl Sagan, debemos tener la cabeza abierta, pero no tanto como para que se nos caiga nuestro cerebro.
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