Alberto Fernández decidió cerrar las clases presenciales tras debatirlo con sus principales asesores, como el jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, y la ministra de Salud, Carla Vizzotti, que no estaban de acuerdo con anunciar lo que ellos mismos habían declarado públicamente que no pasaría.
Vizzotti incluso ratificó después del anuncko presidencial que en las escuelas no se transmite el coronavirus de modo tal que deba clausurarse la educación en los primarios, secundarios y hasta en la universidad. ¿Por qué Fernández hizo entonces lo que hizo? ¿Por qué desairó a su propio ministro de Educación y amigo, Nicolás Trotta, que pocas horas antes de que su jefe dijera que debían suspenderse las clases había ratificado frente a 23 ministros provinciales de su misma área que lo que pasó no pasaría?
Las fuentes de Presidencia coinciden: Fernández desoyó a sus consejeros dándole la razón sobre este tema sensible, que ya generó conflictos con la Ciudad de Buenos Aires, y protestas de padres y alumnos que reclaman por continuar con las clases presenciales porque era un pedido insistente del gobernador bonaerense, Axel Kiciloff. Y, sobre todo, de su principal protectora y líder política, la vicepresidenta Cristina Fernández.
El Presidente jamás había sorprendido así a los propios: discutió fuerte con sus ministros más relevantes, desgastó a Vizzotti y Trotta al límite total de casi provocar una crisis con renuncias en el Gabinete, porque prevaleció en él, una vez más, la lealtad hacia su vice.
Kiciloff fue además el único gobernador del país que apoyó y argumentó a favor del cierre de clases en el AMBA. Ninguna otra provincia adhirió a la medida del Gobierno de modo total como el mandatario de Buenos Aires.
Fernández le hizo caso a Fernández. A pesar de que los costos políticos los pague él. Se abre así una crisis de consecuencias aún prematuras para saber su profundidad, y probalemente su final.
Para afuera del Gobierno. Y para adentro.