El farsante que ha logrado engañar durante un tiempo a su audiencia, y de pronto comete un desliz, que desnuda sus trucos, se apura con toda lógica a emparchar la ilusión, tapar los resquicios por donde se le escapa la fe del público, usando lo que tenga a la mano, por ejemplo, dosis redobladas de artificios y simulación.
Si tiene suerte, quienes asisten al espectáculo dejarán pasar el momento de zozobra. Depende de lo rápido que el artista reaccione para frenar la bola de nieve del desencanto. Y de las ganas de creer que haya en la audiencia, su disposición a dejar pasar los defectos de montaje, para disfrutar del espectáculo.
No es esto lo que está sucediendo en estos días en la audiencia local frente a nuestro presidente. Así que él insiste, redobla la apuesta, se apura a mostrar otro truco, manotea palomas, galeras, globos y conejos. Pero lo único que consigue es que el abismo de la desilusión se ahonde aún más.
Convengamos, también influye que desde el comienzo, Alberto demostró ser un ilusionista bastante del montón. Con trucos que hacían agua por los cuatro costados. Lo probó suficientemente con sus profesorales exposiciones para justificar la cuarentena eterna, en esos “meses de oro” de su presidencia en que parecía disfrutar del monopolio de la palabra y la autoridad sobre nuestras vidas. Y lo usó para tratar de volverlo aún más monopólico, cameleando con filminas alevosamente trucadas, con comparaciones absurdas y pronósticos delirantes, mientras nos metía en una doble crisis, sanitaria y económica, aún más aguda de la que soportábamos.
Ya entonces, Alberto mandaba fruta, decía cualquier cosa, y nos dejaba en ridículo cada dos por tres, generando conflictos con gobiernos extranjeros que habían sido despreocupadamente agredidos en sus exposiciones, y como se trataba de la pandemia, de contagios y muertes, no estaban de humor para dejársela pasar. Un comportamiento patológico, en suma, no solo un show político berreta, que si nuestras instituciones sí dejaron pasar, y permitieron que siguiera avanzando, impune, fue porque muchos reflejos que digamos para frenarlo no tienen, lamentablemente.
A lo que estamos asistiendo en estos días es, finalmente, a los últimos coletazos de ese penoso espectáculo. Que algunos compraron o toleraron por desesperación y miedo. Y otros porque en serio creyeron que él era, además de un buen profesor y expositor, un gobernante auténticamente atento a criterios técnicos para tomar decisiones.
Como nada de eso se reveló cierto, sus fórmulas comenzaron a cansar bastante pronto: “como siempre digo”, “soy de los que piensan”, “busqué a los que saben”, “no llegué al gobierno para algo así” y tantas otras muletillas que usa hasta el cansancio se volvieron estímulos para el hartazgo y la incredulidad ya hace demasiado tiempo como para que sea mínimamente justificado que las siga usando.
El problema que tiene Alberto a este respecto es que no advierte que la varita ya no le funciona. Y el problema del oficialismo, que carece de alguien capaz de reemplazar a Alberto. No hay nadie que pueda hacer siquiera parcialmente el rol de vocero e ilusionista: en el gabinete son todos comparsa, y fuera de él, salvando a Cristina, Kicillof y Massa, todos con muy alta imagen negativa, nadie destaca.
Y este drama se contagia, lógicamente, a la búsqueda de candidatos para los comicios que se acercan: de allí que la única virtud que realmente ostentan los aspirantes que parecen tener más chances en estos días sea que son casi por completo desconocidos.
Es lo que sucede con Victoria Tolosa Paz y con Leandro Santoro, posibles cabezas de lista en provincia y ciudad.
Han pasado por algunos programas de televisión y dan bien, pero sobre todo tienen el mérito de que nadie sabe muy bien quiénes son, porque nunca han estado en roles destacados, no han sido legisladores ni funcionarios que dejaran alguna huella. No son, en suma, Sciolis, Lammens, Volnovichs, ni parecidos a ninguna otra de las muchísimas figuras que pueblan el oficialismo y, sean jóvenes o viejos, ya están quemadas, la gente los conoce demasiado bien.