Hay que tener cuidado con lo que se desea pues se puede cumplir, pero para mal. Cristina Fernández de Kirchner y su troupe de “camporeros” desteñidos, o grupo juvenil devenido en post montoneros sin la experiencia de los nenes “Montos” de los 70, creyeron que la derrota de 2015 había sido una injusticia. Por eso, la suerte de 2019 para ellos fue una revancha legítima: el poder les pertenecía.
Sin embargo, como dice el viejo dicho: “Nunca segundas partes fueron buenas”. Se está cumpliendo a rajatablas. No pegan una desde que asumieron, la alegría duró lo que un suspiro de tres meses y luego cayeron las siete plagas de Egipto, comenzando por una pandemia inimaginable.
El trono del poder suele sentir bajo las ancas del nuevo gobernante el peso de su talento, o la pesadez de su gordura superflua; presiente si el miembro del hombre o la vagina de la mujer tienen lo suficiente para aguantar los huracanes que traen desgracias, los ventarrones que cambian de rumbo de repente, los saltos a los que exponen los pozos de aire cuando se cae en picada.
Todos los que llegan a aposentar las nalgas en él creen de antemano que ese trono es el lugar de la más inmensa felicidad y que a partir de ese momento solo habrá loas y mieles, elogios y reconocimientos, subordinación extrema, poder de dominación sobre quienes osen desobedecer. El uso del poder tiene el don de hacer creer históricamente que el Estado es el gobernante, y que el gobierno es propiedad de una persona.
Las experiencias gubernamentales en Argentina siempre fueron un aprendizaje frustrado porque, aún con muchos años de ejercer el poder, se puede caer en la debilidad de creer que se lo puede manejar de taquito, y no se dan cuenta de que para ocupar el trono hay que saber varias cosas, entre ellas que es el pueblo el único amo y señor que se yergue sobre los presuntos soberanos.
Los sucesivos gobiernos de los Kirchner tuvieron diversa suerte, como también fue diversa y más corta la suerte de Carlos Menem. La suerte acompañó un tramo de la existencia de Néstor Kirchner, lo bendijo por cuatro años. Desde entonces, los dos mandatos siguientes de su mujer fueron de mala suerte por el declive notorio de la economía y los pésimos gobiernos que hizo montada sobre el fanatismo juvenil que alimentó con el manual fraguado y tergiversado de Juan Perón.
El paréntesis de cuatro años con Mauricio Macri en la presidencia fueron un respiro insoportable para el kirchnerismo sin poder, con todos sus funcionarios desfilando desde los tribunales hasta las cárceles, y la amenaza creciente de lograr el encarcelamiento de la Reina Cristina. Pero ella rezó, imploró a ángeles y demonios, prometió al universo que si volvía al poder lo haría “siendo mejor”. El submundo cayó en la tentación de creerle y le concedió el gran deseo de volver, encubierta, embebida del poder real, tras una recuperación política casi milagrosa.
Hábilmente instituyó a su peor enemigo, Alberto Fernández, como presidente de la nación, un premio que embelesó tanto al hombre que más críticas públicas había vertido en su contra, que fue incapaz de decir “no”. Y allí comenzó a soportar un castigo divino, sin imaginar hasta qué punto estaría sujeto a la humillación en venganza por sus dichos. El hombre elegido para pagar su impertinencia es un incapaz administrando el gobierno, y ella jamás lo sospechó.
CFK nunca se había dado cuenta de lo mala que era eligiendo candidatos u hombres para actuar en la función pública. La vanidad tiene el arte de poner un velo y cegar a quien decide: se equivocó con Julio Cobos, que le jugó en contra; se equivocó con el bello Amado Boudou cuando lo designó vicepresidente de la nación; se equivocó con Axel Kicillof como ministro de economía y después como Gobernador de la provincia de Buenos Aires, se equivoca al creer que su hijo Máximo Kirchner va a ser presidente del Partido Justicialista y de la Nación.
La arquitecta egipcia de otros tiempos ya no puede construir una pirámide que resista desde sus cimientos un proyecto personalista. Cuando se llega a ese extremo conviene pensar bien que hay que retirarse. Soberano modelo propone Marcelo Longobardi al irse cuando está en la cima del éxito. Esa actitud es solo para personas inteligentes, aunque no se compartan las ideas. Desapegarse del poder, cualquiera sea su rango, es para los grandes.
Pero la actual vicepresidenta en ejercicio de la presidencia de la nación aquí -mientras su delegado presidencial oscila entre la estupidez y el afán de poder ser, aunque sea un ratito, en la reunión del G-20 y del Medioambiente-, no se dio cuenta de que su regreso al poder se hizo sin los únicos que sabían gobernar y cómo hacer platita para la política. Los despreció, no quiso mirarlos, ni hablarles, estando todos en cana.
Ella creyó que, al cambiar el staff de los viejos políticos amigos de su marido muerto por un grupo de jóvenes inexpertos, alcanzaba para sostener el nuevo poder que el universo generoso le había dado por tercera vez.
A horas de asistir a una derrota electoral de la cual no zafará ni con un software ruso de última generación, viene a la memoria la foto de los responsables del fracaso de las PASO, la de ella bajando la cabeza y mirándose los pies porque de todos era la única consciente de que ese desastre hacía retroceder sus planes por lo menos 30 casilleros.
Hora de empezar el repliegue de las fuerzas propias si se quiere salvar la dignidad y la vida de millones de personas expuestas al hambre y a la decadencia por culpa del gobierno que ella armó. Ya no sirve la famosa frase: “Roban, pero hacen”, o aquella otra que ha perdido todo sentido: “El peronismo siempre vuelve para arreglar los entuertos que dejan otros gobiernos”.
No hay vuelta atrás: el actual, que debe durar indefectiblemente hasta 2023 porque así lo manda la Constitución Nacional, es el peor gobierno que pudo tener la República Argentina en los últimos doscientos años.