La política no dio descanso a lo largo de 2021, y parece que no piensa hacerlo tampoco en esta última semana, por más que la mayoría de los argentinos hayan entrado en el letargo de las fiestas y presten poca o ninguna atención a lo que hacen y discuten los gobernantes y la oposición en estas horas. Al contrario, pareciera que estos quieren aprovechar esa relativa falta de atención para apurarse a resolver temas particularmente complicados, con soluciones particularmente impopulares.
El cierre del año viene acompañado, así, de algunas discusiones bastante medulares para nuestro futuro político. Que pueden terminar de afectar el pacto de representación que la sociedad a duras penas sostiene con su dirigencia en los últimos tiempos, y que tambalea más y más cada vez que se tratan cuestiones que afectan la confianza de los votantes.
No estamos aún en un escenario de “que se vayan todos”. Pero convengamos que la idea no está del todo ausente, flota en el aire, alimentada por la sensación de frustración y el pesimismo generalizados. Que por momentos adquiere el tono de una verdadera pandemia de derrotismo colectivo: tan es así que “un país sin futuro ni líderes confiables” resulta una ajustada descripción de la Argentina de hoy para buena parte de sus ciudadanos.
Ese virus de la desconfianza se propaga rápidamente con cada manotazo que da el oficialismo para sobrevivir, a como de lugar, y con cada falta de reacción eficaz del lado de la oposición. Peor todavía cuando los manotazos encuentran más bien complicidad o colaboración, porque parte de la dirigencia opositora también aspira antes que nada a sobrevivir, y no es mucho más atenta que los oficialistas a los peligros de la desafección ciudadana.
El pacto fiscal que acaban de firmar casi todos los gobernadores (salvo los mandatarios de CABA, San Luis y La Pampa) con el presidente es explícito en cuanto a su finalidad: permitirle a las provincias seguir subiendo impuestos, como ingresos brutos, uno de los más nocivos para la actividad económica, o crear otros nuevos, como el de la herencia (que se debate también a nivel nacional, con lo cual no se sabe si es una carrera, a ver quién le gana de mano al otro, o piensan duplicar el cobro).
Algunos gobernadores, sobre todo los radicales, pero también Schiaretti y hasta Capitanich por el oficialismo, han dicho públicamente que no piensan hacer uso de esas libertades, que buscarán ajustar sus cuentas por otros medios y no cargarle el fardo una vez más a los contribuyentes. Pero no se entiende bien por qué ese compromiso es solo oral, y por tanto olvidable, mientras que el permiso de violarlo se lo llevan por escrito.
Lo que queda claro, y alimentará seguramente la desconfianza de los contribuyentes, es que enfilan para el lado contrario a lo que se habían comprometido en 2017: que irían paulatinamente disminuyendo las alícuotas de Ingresos Brutos y Sellos, cosa que en verdad muy pocos cumplieron. Y que aunque algunos no suban las alícuotas ahora, avalan a los que sí planean hacerlo y se reservan el derecho de imitarlos en el futuro, en caso de necesidad.
Para peor los mandatarios de la UCR hicieron alusión a un motivo bastante mezquino, y reñido con la justicia distributiva, para explicar la indisposición de la Ciudad de Buenos Aires a firmar el nuevo pacto: según ellos al distrito de Larreta “le sobra la plata”; algo en lo que ya había sido muy enfática Cristina Kirchner cuando el oficialismo nacional empezó a barajar la posibilidad de manotearle la coparticipación.
Larreta, por su parte, sigue insistiendo que no firma porque eso le complicaría el reclamo por la devolución de esos fondos. Aunque se sabe que hay otra razón de peso para no hacerlo: en CABA es donde más prendió hasta aquí el reclamo por bajar la presión tributaria, y que en las últimas elecciones expresaron, respectivamente, fuera del oficialismo local Javier Milei, y en su interna Ricardo López Murphy. Así que se entiende para Larreta no haya el mismo espacio para la ambigüedad que practican todavía con cierta soltura los gobernadores radicales.
Siguiendo con la tónica general “restauradora” y “antirreformista” que caracteriza a la gestión nacional, la bonaerense se ha venido planteando distintas alternativas para violar una de las mejores innovaciones introducidas en el distrito en tiempos de María Eugenia Vidal, el límite a la reelección de los jefes comunales, concebido para combatir la figura del “barón”, esos caudillos locales que desde 1983 a esta parte han dominado la política del distrito, se han mantenido en el poder a lo largo de décadas, igual que los jefes sindicales y los caudillos de las provincias más atrasadas del país, no precisamente porque sus gestiones sean impecables, y al contrario, han hecho mucho por convertir a la mayor provincia del país, en particular a su conurbano, en un monumento al fracaso de nuestra democracia.
La ley en cuestión, y en particular su reglamentación, tienen flancos débiles por los que se están colando los pícaros: unos cuantos intendentes del FdeT planean escaparle a la prohibición renunciando al cargo antes de cumplir la mitad de sus mandatos; otros empujan una reforma de la reforma, por medio de una nueva ley o de un fallo de la justicia, para empezar a contar el límite de una sola reelección a partir de 2023; y tanto unos como otros encuentran eco en jefes comunales de Juntos, o de otras fuerzas, que estiman en su caso no se justifica el celo prohibitivo, porque ellos sí están en condiciones de defender sus gestiones, y porque en otros casos ni siquiera aspiran a ser reelectos.
Todo lo cual revela, en última instancia, que lo que realmente está fallando en la provincia de Buenos Aires antes que nada es que los que gobiernan, en el nivel que sea y en nombre de quien sea, acepten que tienen que ajustarse a leyes generales, independientemente de los pillos o lo meritorios que sean o se crean.
El efecto inmediato, de todos modos, al menos en la esfera política, es más bien el contrario: la reforma se ha vuelto en contra de sus promotores. La ley de 2016 es motivo de escarnio para Sergio Massa, que ya no tiene mucho que perder en la provincia que vio nacer su Frente Renovador, así que tal vez mucho no se preocupe por el asunto, y para Vidal, que sí tiene aún un peso importante en el distrito, y está como gato panza arriba tratando de defenderlo tanto contra propios como contra ajenos.
Desprestigiar y debilitar a Vidal es vital para los restauradores y sus mandantes, los barones amenazados, porque no se trata solo de encontrarle la vuelta legal o judicial a las reelecciones. De lo que se trata ante todo es de que nadie con peso político los impugne ante la ciudadanía, nadie esté en condiciones o tenga interés en reivindicar la reforma de 2016, y le explique a los ciudadanos del distrito por qué que ella se cumpla es importante para sus intereses, para su capacidad de usar el voto para premiar o castigar a los partidos y sus caudillos, y lograr que alguna vez ese territorio deje de ser sinónimo de decadencia.
No es casual, por eso, que justo en estos días se esté alimentando desde la AFI y el oficialismo bonaerense un nuevo escándalo alrededor de la gestión de Vidal, ahora en relación con las denuncias contra el sindicato de la construcción de La Plata, que terminaron con el Pata Medina fuera del gremio y encausado. ¡¡¡“Lawfare!!!” , ¡¡¡“Mafia judicial!!!” denuncian los supuestos perseguidos por una gobernadora y una gestión que se atrevió a meterse con los mecanismos más turbios de la política provincial, y al menos a algunos de ellos los puso contra las cuerdas.