Hace cosa de un mes, en diciembre de 2021, Alberto tomó una decisión difícil para su coalición y para lo que había venido siendo hasta entonces su política exterior. Participó de la conferencia internacional sobre democracia y derechos humanos con la que Joe Biden lanzó una fuerte batería de presiones sobre los regímenes autoritarios y sus políticas globales. La principal destinataria de esas presiones fue China, aunque también obviamente se criticó duramente a Rusia, Venezuela, Cuba y Nicaragua, todos hasta allí privilegiados amigos de Alberto.
Uno de los puntos con que Biden venía machacando contra los chinos, y con el paso del tiempo cobró mayor relevancia, es su pretensión de usar los juegos olímpicos de invierno, que se realizarán en Beijing en febrero próximo, como plataforma para promocionar su influencia internacional, y blanquearse de las críticas que recibe por violaciones a los derechos humanos en su territorio. Así que EEUU, junto a Canadá, Australia, Reino Unido y otros países declararon un boicot a los juegos.
¿Qué hace entonces Alberto Fernández? Para “compensar” su participación en la conferencia de diciembre, viajará a principios de febrero a China para la inauguración de los juegos. Una de cal, una de arena. Algo parecido a lo que intentó con Nicaragua, al permitir que su embajador participara de la reasunción de Daniel Ortega, y que se olvidara incluso de denunciar la presencia allí de un implicado en el atentado de la AMIA. Resultado: queda mal con dios y con el diablo, porque no resulta confiable para ninguno de los dos.
Pero no se detuvo ahí. Con la idea de hacer más presión, mientras enviaba a Santiago Cafiero a visitar a su par el secretario de Estado Blinken en Washington, nuestro presidente no tuvo mejor idea que agregar una escala en su viaje a China: pasará un par de días antes a visitar a Putin. Indiferente al clima prebélico que envuelve a Rusia y la OTAN en estos días, debido a las amenazas de invasión de las tropas de Moscú en Ucrania.
Alberto es así, cree poder meter la cuchara en cualquier plato y no le importa hacerlo en el peor momento. Cree que está manejando un tanque así que se mete hasta la cabeza en el barro con una catramina a cuerda. Imagina, por sobre todas las cosas, que si hace un gesto para un lado al toque tiene que hacer otro parecido para el lado contrario, y a eso lo llama equilibrio.
Tan es así que en los últimos días quiso incluso dar una lección al periodismo explicando su curioso multilateralismo. Según él en un mundo multipolar porque uno se lleve bien con China no tiene por qué llevarse mal con EE.UU, o con Europa y así sucesivamente, tan simple como eso.
Y está muy bien, siempre que se tenga claro en qué se quiere llevar bien con unos o con otros: si en cambio se hacen gestos contradictorios sobre todos los temas, por ejemplo derechos humanos, o energía nuclear y 5G, o el Fondo Monetario, entonces no se está haciendo multilateralismo, sino una ensalada.
Encima al error de coquetear con todo el mundo y no ser mínimamente confiable para nadie, que sufre también en el frente interno, el presidente y sus funcionarios suman una muy mala evaluación del problema que Argentina tiene que resolver más urgentemente.
Han echado a rodar en las últimas semanas la idea de que la negociación con el Fondo es “puramente política, no técnica”, simplemente porque la negociación técnica, que debió hacer avanzar el ministro Guzmán en los últimos dos años, no va para ningún lado, entonces se la quiere, en vez de mejorar, “superar” con una idea supuestamente “superadora”, convencer al gobierno de EEUU de que no le conviene dejar caer a Argentina en default ante el Fondo, porque eso significaría empujar al país definitivamente a la órbita china, y perder un buen interlocutor regional.
No hay muchas chances de que los funcionarios de Biden vayan a comprarse semejante buzón. Y lo que es seguro es que no van a hacerlo hasta el extremo de aceptar, y de inducir a otros gobiernos a aceptar, que no haya ninguna exigencia técnica que nuestro país deba cumplir para llegar a un entendimiento sobre sus compromisos con organismos internacionales.
La política siempre influye en esas negociaciones, sucede normalmente, pero las reglas de estos organismos están para cumplirse. Así que aunque más no sea algunas van a seguir imponiéndose en nuestro caso. Seguramente no las que todos saben que ni Alberto ni Guzmán están en condiciones de aplicar, por ejemplo reformas estructurales. Por eso han quedado de lado, y de lo que se habla, desde hace meses y meses, es de objetivos fiscales, monetarios y cambiarios mínimamente razonables. Esos no habrá forma de ignorarlos.
Y de todos modos pareciera que hasta el final nuestro gobierno va a insistir en que se los ignore, o tuerza hasta el extremo de que no valgan nada. ¿En serio puede creer Alberto que su amenaza de conducir al país al default generará reacciones salvadoras de último momento, y no más bien desistimiento y resignación? Parece que sí porque ahora mandó también a Guzmán a amenazar: “si Argentina cae en default el Fondo va a perder legitimidad”, dijo el experto en sarasa.
Para los funcionarios de EEUU, igual que para muchos funcionarios técnicos del FMI, firmar cualquier mamarracho con Argentina sería volverse cómplices del fracaso, y en cambio esperar a que el gobierno local choque con la pared no solo salva sus carreras políticas y prestigio profesional, sino que puede aleccionar a interlocutores que han demostrado ser por completo irresponsables, por tanto indignos de confianza, y encima no entienden bien el problema en que están, y tampoco las opciones que tienen.
Argentina no va a volverse socio más atractivo para China ni para Rusia por ser un caso perdido para las demás potencias, se volverá en cambio una compañía cada vez más incómoda para todas, y en todo caso una pieza menor de juegos que cada vez menos podrá controlar.