A partir de los potentes escritos del estadounidense Murray Rothbard, el anarquismo de derecha o “anarcocapitalismo” ha adquirido un fuerte impulso a nivel mundial. Es fácil confundir esta ideología con el liberalismo, pero constituye una cosmovisión diferente.
Para empezar, es preciso señalar que el anarquismo es una variante o modalidad del extremismo. Condena todo Estado por igual. Mete en una misma bolsa a los Estados autoritarios y democráticos, deslegitimándolos. De esa manera, queda legitimada la violencia, incluso en el marco de una democracia. Por eso, el anarquismo ha sido sistemáticamente fuente de terrorismo a lo largo de la historia. También es por ello que muchas ideologías autoritarias se han imbricado con el anarquismo para potenciar sus fundamentos y ataques contra el sistema democrático.
Basta señalar que el principal ideólogo del autoritarismo de izquierda, Karl Marx, planteó una sociedad utópica sin Estado como producto final de la dictadura del proletariado y de la abolición de la propiedad privada (si bien es cierto que su concepto de “Estado” puede ser un tanto difuso o engañoso). Asimismo, el autoritarismo implica destruir la institucionalidad y transferir poder del Estado al partido. En la práctica, este último se transforma en un Estado en sí mismo, pero la visión anarquista puede percibir esto como un avance en la destrucción del Estado. Y cabe agregar que no hay peor enemigo para el anarquismo que una democracia liberal (o sea, con división de poderes y Estado de Derecho), porque ella logra crear un Estado legítimo, eficaz, sólido, eficiente, que es mucho más difícil de destruir.
Vemos así que el anarquismo es por naturaleza antiliberal, antidemocrático y una modalidad del autoritarismo. Si no se alía con autoritarismos orgánicos, deriva igualmente en una suerte de autoritarismo inorgánico, sin instituciones estatales formales, donde la función del Estado es sustituida por otras organizaciones (generalmente los sindicatos en el anarquismo de izquierda y las empresas en el de derecha).
Muchos liberales han visto al anarcocapitalismo como una suerte de “liberalismo potenciado”. Esto los ha seducido y llevado por un camino de naturaleza antiliberal. Así, acabaron, en la mayoría de los casos, apoyando a un gobierno autoritario como el de Trump en Estados Unidos. Este fue un punto de inflexión, en el que las naturalezas disímiles del liberalismo y el libertarianismo quedaron en evidencia.
Los liberales olfatearon desde el inicio el autoritarismo de Trump y se escandalizaron por sus ataques a la libertad de prensa, su deslegitimación pública del sistema democrático, su desconocimiento del Estado de Derecho y su intentona golpista del 6 de enero de 2021. Por el contrario, los libertarios se quedaron enganchados con su retórica antisistema, su discurso políticamente incorrecto, su plan de reducción de impuestos (por cierto, sin bajar gasto público y a costa de un abultado déficit) y su odio furibundo hacia todo lo que tuviera aroma de izquierda.
Existen algunos libertarios que pretenden ubicarse en un punto intermedio entre el liberalismo y el anarcocapitalismo. Suelen denominarse “minarquistas”, en el sentido de que solo consideran legítimo un Estado reducido a su mínima expresión, como agente de seguridad y justicia. Ha sido Robert Nozick el intelectual principal de esta corriente.
Sin embargo, este minarquismo acaba siendo, en la práctica, bastante marginal, tanto por sus contradicciones como por sus efectos prácticos. O bien cae en una incoherencia patente (o, cuanto menos, en una debilidad argumentativa) al afirmar que la coerción estatal es per se ilegítima y que los impuestos son un robo mientras acepta un Estado minarquista, o bien suele funcionar como transición, y acaba siendo un anarcocapitalismo encubierto. No son pocos los libertarios que se autodenominan “minarquistas” para el corto plazo y “anarcocapitalistas” para el largo. Es decir, desde esta perspectiva, el minarquismo sería una transición al anarquismo.
Más allá de lo anterior, el minarquismo tiene, en la práctica, efectos bastante similares a los del anarcocapitalismo en cuanto a deslegitimar la democracia y el Estado de Derecho, legitimando indirectamente la violencia (y, por ende, el autoritarismo). Pues hay una diferencia clave entre el “Estado mínimo” del liberalismo y el “minarquismo” libertario: mientras el primero acepta la legitimidad del Estado de Derecho democrático y lucha pacíficamente dentro de este por la reducción de su tamaño a niveles aceptables, el último le niega legitimidad a todo orden social que no sea “minarquista”. Desde luego, no se descarta aquí que algunos liberales minimalistas, seducidos por una moda lingüística, se autodenominen “libertarios minarquistas” confundiendo ambas corrientes.
En un contexto de fuerte estatismo, el liberalismo y el libertarianismo suelen llevarse bien porque coinciden en denunciar un orden económico opresivo y asfixiante para con la propiedad privada y la capacidad de ahorro y progreso de los ciudadanos. Incluso puede afirmarse que el discurso anarcocapitalista ha servido, en muchos casos, para difundir de una manera más simplificada, masiva y didáctica cierto espíritu antiestatista que ha legitimado y fortalecido al propio liberalismo.
Los extremismos son, en última instancia, irracionales, pero tienen la ventaja de que simplifican la realidad, reducen todos los problemas a una causa única y “venden” una sociedad utópica. Por eso, son más fáciles de explicar y difundir, lo que hace que tiendan a crecer en tiempos de crisis y desesperación. Empero, a la larga, siempre acaban destruyendo instituciones, concentrando el poder, engendrando violencia y deteriorando el tejido económico-social.
Desde luego, si ha de crecer el extremismo, es preferible que se divida entre un extremismo de izquierda y uno de derecha, en vez de que todo el espíritu antisistema se concentre en un solo radicalismo potenciado. Siguiendo las ideas de la “ventana de Overton”, dos fuertes discursos de extrema izquierda y extrema derecha acabarán contrarrestándose mutuamente. Así, la “ventana” de sentido común (una suerte de promedio entre las ideologías o posturas vigentes) acabará estando en el centro del espectro ideológico, es decir, en las ideologías democráticas (entre las cuales se ubica el liberalismo). He aquí otra posible “función social” del auge reciente del discurso libertario.
Es cierto que sería preferible que todos los discursos se ubicaran en torno al centro (como ocurre en las sociedades más prósperas y estables). De esa manera, tendríamos un sentido común democrático sin riesgo de autoritarismo antisistema. Pero, en momentos de fuerte crisis e inestabilidad, en que el auge de algún fanatismo parece inevitable, es mejor que los extremismos se compensen en vez de que exista uno solo y que las ideologías democráticas queden descolocadas y ajenas al sentido común ciudadano.
En países con hegemonía de extrema izquierda, como por ejemplo Argentina, el auge del discurso libertario ha generado un corrimiento hacia el centro de la “ventana de Overton”. Ahora bien, en sociedades con una fuerte tradición centrista y democrática, como Estados Unidos, el efecto ha sido llevar el espectro del sentido común más hacia la extrema derecha. Esto ha convertido a los demócratas de centroizquierda con tendencia al centro, como Obama y Biden, en un blanco fácil para campañas de demonización, que los pintan como bolcheviques sin absolutamente ningún fundamento para ello.
En fin, en tiempos de crisis y en contextos altamente estatistas, puede haber una cierta cooperación y funcionalidad entre liberalismo y libertarianismo. Empero, no se debe perder de vista que son ideologías de naturaleza diferente, que se sostienen en fundamentos distintos y que llevan, a la larga, a resultados o productos disímiles.
Para el libertarianismo, la libertad se define como ausencia de coerción y esto lo lleva a enfocarse en el desmantelamiento dogmático y rígido de las instituciones estatales, sin ningún particular respeto por la democracia. Para el liberalismo, la libertad se define como poder de decisión, y esto lo impulsa a priorizar la construcción y defensa de delicadas instituciones democráticas y liberales, que posibiliten y protejan una distribución sustentable de la capacidad de elegir.
Si la ausencia de coerción fuese sinónimo de libertad, una persona en una isla desierta debería ser más libre que un suizo moderno. Apuesto que son pocos los libertarios que, entre ambas opciones, escogerían vivir en la isla. Es un caso similar al del extremismo de izquierda, que canta loas a la revolución cubana cuando dicha isla se ha convertido en un mar de pobreza que muchos visitan turísticamente, cual zoológico humano, pero nadie se muda a vivir allí. Las utopías de los extremismos son así: solo funcionan en la imaginación, mas no en la realidad.
Para el libertarianismo, cuanto menos Estado, mejor. La solución a todos los problemas está determinada de antemano, sin necesidad de discusión o análisis empírico sobre los efectos prácticos en la situación específica (allí reside su dogmatismo, propio de todo extremismo). Para el liberalismo, si bien la ausencia de coerción estatal suele ser favorable a un mayor poder de decisión, se necesita un orden institucionalizado para efectivizarla y puede haber excepciones. Es decir, en ciertos casos, se hace necesaria una intervención activa del Estado para resguardar el poder de decisión de los ciudadanos, incluso en la esfera económica. Ejemplos de esto último son las regulaciones de defensa de la sana competencia y antimonopolio, la evitación de conflictos de interés e incentivos negativos, así como la defensa del consumidor y la transparencia y confiabilidad de la información que este recibe.
En gran parte, la crisis financiera internacional de 2008 estuvo originada por una desregulación indiscriminada y dogmática del sistema financiero de Estados Unidos, motivada por un espíritu libertario en auge (canalizado este último principalmente, aunque no exclusivamente, a través de Alan Greenspan, ex presidente de la Reserva Federal entre 1987 y 2006). Como vemos, el libertarianismo no solo puede deslegitimar la democracia y ser funcional al autoritarismo, sino que también conduce, a la larga, a políticas económicas fallidas.
En fin, ¿se dejará engañar el liberalismo respecto del discurso libertario? ¿Seguirá este último provocando desregulaciones excesivas y alimentando populismos autoritarios de derecha? ¿O acaso el liberalismo aprovechará el renovado clima antiestatista para fortalecerse y consolidarse como la ideología de la libertad, el Estado de Derecho y la democracia?
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