El rostro ha sido una obsesión de la
naturaleza humana y animal. Se afirma que si no existe una faz, no hay vida, que
es el espejo del alma. Los mitos, el teatro, los ritos, la representación
registran simulaciones de expresión. Los indios se pintaban de diversas maneras
la cara según las circunstancias, de guerra, de amor, de iniciación, para ellos
no bastaba con las líneas y gestos del cuerpo. Antiguamente los actores no
podían actuar sin máscaras, era vedado mostrar el rostro verdadero, hasta muy
entrada la humanidad. Tema literario, como el Retrato de Dorian Gray. Los
estudiosos afirman que no se puede hacer el amor sin mirar al menos una vez el
rostro de la persona que se posee. Podemos imaginar a la diosa hindú Shiva
danzando como Ram-Gopal, mostrando tantos rostros como reencarnaciones tenga
(metempsicosis llamaron a la transmigración de las almas, lo consigna Joyce en
su Ulises). Para Borges sería un laberinto, un juego de espejos, un túnel donde
nos internamos a buscar-Nos, y entonces ese laberinto comienza a girar
tempestuoso como un carrusel diabólico y podemos estar en medio del drama
esquizofrénico que Hermann Hesse describe con pasión en sus novelas, quien
afirmaba que el rostro es como una cebolla que oculta miríadas…
Rostros que nadie puede ver, que los ciegos sueñan y tocan.
Uno que es todos los caminos de tierra: Atahualpa Yupanqui. Un rostro, una llaga
que abre mil puertas. Que sea como la Vía Láctea. ¡Qué es un rostro! Mi faz no
es mía. Yo no soy el que soy. Narciso ha muerto. Dalí, y su rostro paranoico
crítico, haciendo de él una tela, con bigotes pinceles. Una risa es el
resplandor del alma, como recordó del griego Thomas Mann. Tal vez uno sin faz,
vacío como antes del primer día de la Creación. Acaso uno criminal, como si la
luz hubiera huido dando gritos por las calles, perseguido por Jack El
Destripador. O el inquisidor de Freud, que era toda la inteligencia y toda la
agudeza, sentando a todo el mundo en el sillón con solo mirarlo. O el de un
Belcebú llorando en tinieblas, como el de Gurdjieff. O el benévolo de Gandhi,
caído de sí en la ternura y la oración. O de un irreverente dignísimo y
desafiante, sin embargo de ruiseñor en una celda de inocencia, como el de
Mayakovski. O aquel terrible, de un héroe que murió con los ojos abiertos de la
pureza de la eternidad, como el de Jesús o Guevara. O el de un tirano, un
cobarde, muerto de miedo, la mayoría de terror en sí mismos. Odiados y que nos
odian por siempre. O el rostro de la amada, incapaz de ser mirado sino con
infinita piedad y suave dolor. El de un alienado, donde ya no hay nadie o hay
muchos que ya no son él. Que siempre hemos imaginado y jamás visto y que no
veremos nunca, como el de Dios mismo.
Pitagóricos, de esculturas sin ojos, muy iguales entre sí. O
tan bellos que contemplarlos da infinita pena dichosa. O carcomidos de la
guerra, de un dolor tal que se empozara el alma en un charco de sangre
tumefacta. O que de tanto verlos, no se ven. El de una mujer de la vida,
pérfido, que no cuenta sino en dólares sus miradas. Yo quiero ser llorando el
alma de un hermano, compañero del alma, ese de Miguel Hernández. El de un muerto
que nos susurra…en dulce paz, en éxtasis eterno. Cayendo cayendo uno que puede
ser el mío. Casca él, cascabel. Burbujas de un rostro, laberintos para perder
a-Dios. Mi cara, la con-cien-cia, se cae a pedazos, como inmemorial más-cara,
como cás-cara, se des-cas-cara.
El impasible de un empleado funerario. El de un prisionero…de
su rostro. El que un animal encontró. El de Adán…? Al que le caía barro.
Cerámica de sueño que lloraba. Uno inmóvil por siempre, la escultura de la
muerte ‘viva’, que nos mira. Con cuernos, como Moisés de Miguel Ángel. Los que
enrostran. ¡Ay, amor, me tortura tu mirada! De quién es el del hombre sin
rostro. Se lo Robaron. Se lo extrajeron como una película de crema, como un
papel de arroz al amanecer, como una capa de cera, de la vela que en ti me
espera. Rostros que pertenecen al sueño y que jamás saldrán de esa prisión de
imaginación subrreal. Impertérrito el de la esfinge. El que sabe que ganó la
partida final. Cara que no envejece sino con la muerte. Autorretratos: mirarse
en la tela el alma
Mauricio Otero