Un divorcio definitivo en la cúpula oficial tendría efectos similares al default, que a duras penas acabamos de esquivar. Porque se extinguiría en forma inmediata la ya muy precaria gobernabilidad de la economía, la sociedad se sumiría en el caos, y, como en la guerra nuclear que viene agitando Putin contra Occidente, todos los involucrados terminaríamos en el peor escenario.
¿Por qué, a pesar de que ella también saldría perjudicada en caso de concretarla, la amenaza que blande la vice, imitando a su amigo Vladimir, es o parece ser creíble? Porque la gente más o menos “normal” teme lo que “los locos” son capaces de hacer cuando no se les deja otra salida, y suele concluir por eso que ante ellos les conviene aflojar, “darles la razón” como se dice, para no quedar sometidos a su lógica destructiva.
Conviene de todos modos hacer una salvedad importante, que en verdad son dos salvedades en una. Una cosa es que gente como Cristina Kirchner y el déspota ruso simulen locura, y otra que la padezcan realmente, porque en el primer caso van a recurrir al bluff, es decir, a jugar con la amenaza de la mutua destrucción hasta el límite, pero no van a hacerla efectiva, dado que también ellos hacen cálculos razonables sobre lo que les conviene, y les conviene ante todo sobrevivir, claro; mientras que en el segundo caso no existe garantía al respecto.
Aunque también es cierto que, cualquiera sea el caso, en el curso del juego de amenazas las cosas tienden indefectiblemente a salirse de control: intervienen errores de cálculo, la enemistad y desconfianza que se realimentan, más los que realmente están de la cabeza, no simulan nada sino que prefieren en serio incendiar el mundo antes que ceder, los Bonafini de este mundo digamos.
Así que una vez puesto en marcha, el bluff no tarda en volver realmente factible el peor escenario, la escalada puede desembocar en destrucción mutua aunque en el comienzo nadie haya pensado llegar a tanto.
¿Es eso lo que está sucediendo en el Frente de Todos? En los últimos días se sucedieron varios intentos de calmar las aguas, pero las aguas no se calmaron demasiado. En parte porque los fanáticos del bloque k insistieron en tirarle nafta al fuego, aprovechando para hacerlo los actos del 24 de marzo: pensada inicialmente por Néstor Kirchner como arma arrojadiza para combatir a los “enemigos neoliberales”, no deja de tener su gracia que ahora esa fecha se use para la pelea doméstica, tirándosela unos a otros por la cabeza en la interna, y con los peores modales.
Ojalá sirva la experiencia para que todos finalmente advirtamos que establecer un calendario patrio con fines divisionistas fue una pésima idea desde el principio.
Pero no es solo ni principalmente eso lo que está prolongando la crisis interna en la cúpula oficial. Influye, ante todo, que la señora se mantenga en estricto silencio, y no haya recogido ninguna de las manos tendidas por el presidente, sus aliados y los aliados de ambos. Entre los que destacaron los intendentes bonaerenses, particularmente alarmados ante la perspectiva de que una división del oficialismo les impida el año que viene conservar los cargos a los que se han atornillado.
Cristina, con su indiferencia, parece estar desplegando una estrategia propia de salida del callejón en el que está, y no solo haciendo una demostración de terquedad y obtusa indiferencia al riesgo.
Por un lado, apuesta a ser ella, no Alberto, una vez más, la que conduzca y moldee la esperada “reconciliación peronista”. Y lo está tratando de poner en práctica, para empezar, con una iniciativa en el Senado sobre el Consejo de la Magistratura que desafiaría una vez más a la Corte Suprema. Y que, aunque no prospere como proyecto de ley, lograría reunificar a todos los grupos en que se dividieron los senadores oficialistas al votar sobre el infausto acuerdo con el Fondo. Alberto tendrá que esperar a que ella haya podido revalidar su rol de conductora para que le atienda el teléfono.
Por otro, la señora espera todavía que en algún momento decante en la opinión pública la idea de que ella y su sector no tienen por qué compartir los costos de la gestión de Alberto, porque no habrían sido parte de sus principales decisiones, así que nadie debería disputarles el derecho a ser los conductores del peronismo en 2023.
Este es, sin duda, el aspecto más inviable de su apuesta. Y por eso, del que cabe esperar las peores locuras: no le alcanzó con sus cartas, tampoco con las renuncias de los ministros que le responden, ni del propio Máximo, ni le va a alcanzar con las votaciones divididas sobre el acuerdo con el FMI, entonces, ¿qué otra maldad contra la autoridad del presidente se le va a ocurrir?
Cualquiera sea, será seguramente más dañina para la gobernabilidad del país que pública y electoralmente ventajosa para ella. Por el simple hecho de que no hay una porción significativa de votantes, ni siquiera entre los más fieles kirchneristas, que esté dispuesta a disculpar sin más a Cristina, Máximo y su gente por lo sucedido en los dos últimos años.
Menos todavía, que quiera verlos cumplir el rol de oposición de su propio gobierno: en otros tiempos sectores peronistas pudieron concretar esa maniobra con éxito porque las demás expresiones de oposición no estaban en condición de hacer bien su trabajo; hoy en cambio está JxC bien afirmada en ese rol, y para los más enojados está disponible la oferta de Milei, por lo que hay poca cabida para más voces opositoras; menos todavía la de unos ñatos que han gravitado tanto en las decisiones de gobierno, y pretenden seguir disfrutando todavía tan dispendiosamente de las mieles del presupuesto público.
Pero el problema principal para la estrategia de Cristina reside tal vez en otra cuestión, para ella más difícil de aceptar: nunca queda del todo claro dónde reside el desacuerdo con Alberto, cuál es la línea de demarcación entre lo que él y ella piensan y quieren, más allá de que claramente a ella no le gusten nada los resultados de la gestión que han venido compartiendo, y puede decirlo más libre de cuerpo que él.
Con el default esto quedó bien a la vista: podría creerse que los kirchneristas duros lo preferían antes que la opción de someterse a los dictados del Fondo, pero ni siquiera en esa postura resultaron creíbles. La razón la dejó ver la menos hipócrita de las senadoras cristinistas que votaron por la negativa, cuando reconoció que si hubieran faltado votos para que el acuerdo saliera del Senado lo habría acompañado. Son troskos de mentirita, antivacunas que se aprovechan del esfuerzo inmunológico de los demás, no auténticos rebeldes que se animen a desafiar el orden mundial; nunca lo fueron y ahora están más que nunca en evidencia.
De allí que la ruptura no sea un escenario tentador para ninguno de los contendientes. No hubiera significado solo ni principalmente un problema en términos de “los riesgos asociados con defender las propias convicciones”, sino el mucho mayor riesgo de que su común carencia de convicciones quedara a la luz: una falsa rebelde y un falso moderado es lógico que lo último que quieran sea que se les de la oportunidad de hacer lo que no tienen ninguna intención de intentar: llevar a la práctica eso que simulan; así en cambio, de la mano aunque a disgusto, pueden seguir pretendiendo que “el otro no los deja hacer lo que hubieran querido”.
La mentira que ahora Alberto y Cristina podrán seguir actuando ante sus seguidores, y ante los ciudadanos en general es, finalmente, la misma para los dos: “de haber estado solo, lo hubiera hecho mejor”. No sea cosa de que les demos la oportunidad de probarlo, porque ahí sí estarían en problemas.
Así las cosas, a menos que el diablo meta la cola, guerra nuclear no va a haber. Con el tiempo se apaciguarán las aguas en el oficialismo, y alguna fórmula precaria de paz va a permitirles convivir hasta el año que viene.
¿Será esa una fórmula suficiente para mantener mínimamente la economía en caja hasta diciembre de 2023?, ¿no será demasiado inestable una “paz armada” entre grupos que ya está claro que no se pueden ni ver? Puede ser, pero pensándolo en perspectiva, ¿cuál sería realmente la novedad?, si desde un principio el FdeT ofreció una convivencia forzada, agarrada con alfileres, entre gente con expectativas muy distintas, y que lo único que tenía en común era la precariedad de sus diagnósticos de la situación que enfrentaban y la expectativa irrealizable en soluciones mágicas. No nos va a ir bien pero tampoco mucho peor de lo que hemos tenido que soportar los últimos años.
Si optan por el “mal menor” de la convivencia forzada, aclaremos por si hace falta, lo harán no guiados por un sentido de la responsabilidad sino por un primario instinto de supervivencia. ¿Significará que podrán seguir conviviendo más allá del final del mandato, o apostar al menos a una opción electoral compartida? Es más bien difícil: el 10 de diciembre de 2023, tal vez un poco antes o un poco después, el FdeT pasará a mejor vida. Es la ventaja que los argentinos todavía tenemos frente a los rusos: para ellos no hay fecha final para el calvario que tienen que soportar.
De lo que se desprende otra ventaja no menor: mientras más cerca de las próximas elecciones suceda un eventual divorcio, el riesgo de un resultado catastrófico para todos va a ser menor. Aunque las chances electorales para quienes protagonicen la ruptura no serán mucho mejores que ahora. Solo que tal vez a esa altura eso ya no importe tanto, y lo que esté en juego sea, una vez más, la disputa sobre la identidad que tienen en común, la del peronismo.
Disputa que sería bueno sus dirigentes se tomen esta vez más en serio que en los últimos años, y en la que se planteen detenidamente algunas preguntas importantes. Por ejemplo, para ponerlo de nuevo en clave comparativa, ¿qué cornos queremos ser los rusos como colectivo, como proyecto de sociedad, cómo queremos ser vistos por el resto del mundo, como una amenaza potencialmente letal o como socios potenciales de alguna causa más o menos viable y provechosa?
¿No es una discusión en esos términos, acaso, lo que más teme Cristina? Perder las elecciones en 2023 no lo es, eso ya lo da casi por descontado. Su miedo más concreto es que le dejen de tener miedo, que su gravitación en el peronismo decaiga. Que es precisamente de lo que depende el éxito de una salida democrática. No solo ni principalmente de desplazar al FdeT del poder, sino de que el peronismo pueda repensar su rol en el presente y el futuro del país. Algo que no pudo hacer entre 2015 y 2019, y nunca podría haber logrado de la mano de Alberto y sus fórmulas de “convivencia y apaciguamiento”, que para seguir con las comparaciones globales, ya vimos en Europa del este adónde llevan, cuando hay que lidiar con liderazgos tóxicos con suficientes recursos de amenaza en sus manos.