Se aproxima el 25 de mayo: fecha de la instauración del Primer Gobierno Patrio. Releer el célebre “Decreto de Supresión de Honores” inspirado por Mariano Moreno y votado por la Primera Junta, debiera ser un ejercicio habitual de todos nuestros gobernantes. No sólo porque es la primera norma de ética pública desde el nacimiento de la Patria, sino porque su contenido desborda de una actualidad abrumadora.
Tenemos un Presidente de la Nación que entendió que había una emergencia sanitaria. Pero no solo eso: creyó que la situación era tan grave que lo habilitaba a no enviar un proyecto de ley al Congreso. Es así como impuso y sostuvo, mediante sucesivos decretos de necesidad y urgencia, la cuarentena más larga del planeta.
Ahora bien, paralelamente, mientras las empresas cerraban para siempre, los trabajadores dejaban de serlo y los chicos no iban más a la escuela, la contracara de ese sacrificio -en gran medida innecesario- era la fiestita de cumpleaños de Fabiola en Olivos, y otros tantos divertimentos con señoras del espectáculo.
De esta manera, permitiendo la celebración de su “querida Fabiola”, el Presidente borró con el codo lo que había escrito con la mano, defecando sobre los principios que dijo sostener, cuando nos impuso restricciones propias de un despotismo pocas veces visto en democracia.
Dice el “Decreto de Supresión de Honores” que “Se avergonzaría la Junta, y se consideraría acreedora a la indignación de este generoso pueblo, si desde los primeros momentos de su instalación, hubiese desmentido una sola vez los sublimes principios que ha proclamado.”
Y es verdad, la Junta se hubiera avergonzado, pero Alberto no se avergüenza de haber incumplido sus propios decretos, poniéndose por encima de las normas que aplicaba al resto de los mortales.
Y como no se avergüenza, pretende reparar con dinero los valores republicanos y democráticos que ha pisoteado. Más aún, exige que la Justicia convalide tal aberración.
En el ejercicio de sus funciones, Alberto Fernández no es un ciudadano más, porque sus decisiones impactan de modo distinto que las de cualquier ciudadano de a pie. La igualdad entre gobernantes y gobernados implica que los primeros carezcan de privilegios innecesarios para ejercer su cargo. Pero de ninguna manera implica que los gobernantes sean iguales a los gobernados en materia de responsabilidad por sus conductas.
Dice el “Decreto de Supresión de Honores”: “¿Si me considero igual a mis conciudadanos, porque me he de presentar de un modo que les enseñe que son menos que yo? Mi superioridad solo existe en el acto de ejercer la magistratura, que se me ha confiado; en las demás funciones de la sociedad soy un ciudadano, sin derecho a otras consideraciones que las que merezca por mis virtudes.” Dicho de otra manera: Alberto Fernández no era más que otro ciudadano, a la hora de acatar las normas sanitarias por él impuestas. Pero dadas sus funciones, la responsabilidad por vulnerarlas, sin lugar a dudas, debe ser mayor.
Está claro, entonces, por qué resulta inadmisible la aplicación a funcionarios públicos de mecanismos alternativos para terminar anticipadamente con los procesos penales.
La inconducta de un primer magistrado puede afectar su credibilidad personal y también la del sistema republicano y democráctico. Lo primero ya ha ocurrido, en el caso que nos ocupa. Pero lo segundo puede evitarse, si el sistema adopta los mecanismos de sanción que reestablezcan el orden jurídico dañado.
Ahora bien, si Alberto Fernández no recibe una sentencia, precedida de un debate público en el marco de un proceso judicial, y todo termina a las apuradas, con una transferencia bancaria, el daño no recaerá solamente sobre la imagen presidencial. En efecto, el daño se extenderá sobre un sistema republicano y democrático incapaz de generar los anticuerpos necesarios para expulsar la enfermedad de la corrupción y el privilegio. Y ni que hablar del gobierno: estará terminado antes de tiempo, con la gravedad institucional que ello implica.
Concluyendo, es bueno y esperanzador rescatar el mensaje que los hombres de la Primera Junta dejaron impreso en el “Decreto de Supresión de Honores”, para los ciudadanos del futuro: “…es pues un deber nuestro, disipar de tal modo las preocupaciones favorables a la tiranía que si por desgracia nos sucediesen hombres de sentimientos menos puros que los nuestros, no encuentren en las costumbres de los pueblos el menor apoyo, para burlarse de sus derechos.”
Dejar de acostumbrarnos a la burla de los gobernantes es hoy nuestra obligación de todos los días.
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