La Argentina ya se cayó del buque en que un mundo, tan golpeado por las consecuencias de la criminal invasión rusa a Ucrania, pide desesperadamente aquellas cosas que podríamos vender si tuviéramos libertad para comerciar y competir y, por supuesto, las inversiones necesarias: alimentos, petróleo, gas, agua potable, minerales, tecnología agroindustrial, capacidad informática, etc.. Es imposible que esos capitales aterricen en este país enloquecido y suicida, que carece de seguridad jurídica, o sea, no pasará hasta que recuperemos la confianza perdida.
En un escenario global de exceso de dinero, quienes podrían venir observan, con indisimulado horror, las incongruencias que significan 50% de pobreza y 10% de miseria, economía con una informalidad de 50%, inflación de 100% anual y creciente, quince tipos de cambio diferentes, proliferación de cepos y prohibiciones, corrupción rampante y desmadrada, trabas a las importaciones esenciales, imposibilidad de remisión de ganancias, insólitas protecciones sectoriales para evitar la competencia, desprecio por la propiedad privada, demenciales sistemas impositivo y laboral, educación pública destruida, expansión geométrica del narcotráfico y la inseguridad, extensión de la violencia sindical extorsiva, multiplicación de planes sociales y, actualmente, la insólita conversión de Cristina Fernández en jefa de la oposición a su propio Gobierno y el golpe de Estado que está ejecutando, desde el Senado, contra la Corte Suprema de Justicia.
Mauricio Macri creyó que bastaba con sus racionales pero tibias políticas de sinceramiento para generar una lluvia de esenciales inversiones, olvidando que la confianza es de cristal y, cuando se rompe, su reconstrucción exige mucho tiempo y mucha perseverancia. En especial porque los dueños del capital, que conocen nuestra historia mejor que nosotros, recuerdan nuestra fama de defaulteadores seriales, que fuimos capaces de falsificar las estadísticas públicas y romper arbitrariamente contratos y concesiones, y que nuestro Congreso deroga sus propias leyes cuando el poder político así lo requiere. Quien se quema con leche, ve una vaca y llora, y llevan años quemándose con nosotros.
El oficialismo, atónito, se muestra incapaz de metabolizar una situación inédita en sus gestiones anteriores: el viento ha borneado y sopla decididamente en contra. La sequía mermará cosechas y recaudaciones por retenciones, la bola de nieve de las Leliqs y otros bonos ha crecido tanto que peligra su refinanciación aún a tasas siderales y lo obligará a seguir emitiendo para cubrir todo aquello que no capte del mercado, el loteo de ministerios y áreas de decisión paraliza la gestión, los precios internacionales de la energía que deberá comprar siguen elevados, la falta de dólares no le permite abrir la importación de insumos esenciales, carece de acceso a los mercados externos de deuda, crece la percepción de una fuerte recesión, el empleo privado no crece y los jóvenes lo abandonan. Qatar no se trasformó en el somnífero social que muchos imaginaban y, aunque la selección nacional pudiera llegar a la final, su efecto no durará lo suficiente para paliar tantas necesidades angustiantes.
Sergio Aceitoso Massa sigue haciendo equilibrio, utilizando la imparable inflación como piedra de honda contra el Goliat del gasto público. Pero está claro que la emperatriz hotelera, aún aterrada ante la probabilidad de verse obligada a asumir en directo la Presidencia y tomar el timón simbólico de este desastre, no se resignará a poner en riesgo su principal bastión electoral y futuro refugio para atravesar el desierto, obligándolo a abrir aún más la bolsa para financiar a la Provincia de Buenos Aires y permitirle a Axel Kiciloff continuar designando a miles de militantes y parásitos. Además, ella evita que sus quintas y cajas privadas dentro de la Administración (PAMI, ANSES, Aerolíneas, AySA, YPF, Hidrovía, etc.) vean recortados sus ingentes recursos.
Es cierto que tampoco contribuye a enviar señales tranquilizadoras una oposición que sigue exhibiendo impunemente sus bastardas disputas, sus injustificables festejos y viajes, y sus “sensualismos de camastro”, como diría Leopoldo Lugones. La ausencia de un público compromiso de los partidos que integran Juntos por el Cambio de respetar a rajatabla un programa de gobierno común, convirtiéndolo en vinculante y obligatorio para la fórmula que surja de las PASO (si es que el cristi-camporismo no consigue doblar el brazo a Alberto Fernández, que sabe que suspenderlas significará el definitivo certificado de defunción de su gestión), se está transformando en un duro pasivo. Mucho tiene que ver esa falencia, que permite suponer que la coalición ya se siente –estúpidamente, por cierto- triunfadora en las próximas elecciones, en el renovado crecimiento de la intención de voto de Javier Milei y su proyecto anarco-capitalista.
Aún estamos a tiempo de evitar ahogarnos y morir en ese proceloso mar de problemas e inconsistencias, con los cuales hemos convivido hace ya demasiadas décadas, y con todas las resistencias y hasta probablemente violentas manifestaciones, tanto en el terreno social cuanto económico, que deberá enfrentar quien se atreva a marcar el camino de esa redención común. Deberá tocar muchos intereses: empresarios acostumbrados a tener ventajas y cotos de caza exclusivos, sindicalistas eternizados y enriquecidos, fanáticos kirchneristas, narcotraficantes protegidos por el poder, policías, jueces y fiscales cómplices del crimen y, por supuesto, de los millones de empobrecidas víctimas de este populismo mafioso.
Pero necesitamos tomar colectiva consciencia de ese fenomenal y angustioso inventario y convencernos todos de la urgencia de nadar hacia una aún muy lejana orilla de simple normalidad. El esfuerzo que deberemos realizar es inconmensurable, y las correcciones necesarias insumirán varios períodos presidenciales consecutivos, pero vale la pena emprenderlo y mantener el rumbo contra viento y marea. La Argentina misma está en juego y, hasta ahora, vamos perdiendo por goleada.