Eugene Ionesco decía que “el hombre universal y moderno es el hombre precipitado, un hombre que no tiene tiempo, que es prisionero de la necesidad, que no puede entender que una cosa podría quizá no tener utilidad, ni comprende que, en el fondo, lo útil es lo que quizá sea una carga inútil y abrumadora”.
Si hay alguna sociedad a la que se puede describir con más precisión a través de estos dichos, es la nuestra.
Sobre todo, porque parecemos haber perdido el sentido de la vida. La vida buena, en armonía, en busca de la felicidad que proporcionan las cosas que se asientan sobre valores éticos y morales que no morirán jamás, por más intentos que hagamos por soslayarlos.
Vivimos inmersos en la peor herencia que nos ha impuesto - sutilmente a veces y “a voces” otras-, el kirchnerismo. Un movimiento iniciado por dos ambiciosos enajenados mentales – por diversas razones que dejamos al “expertise” de los psicólogos clínicos-, como Néstor y Cristina, quienes iniciaron, hace unos veinte años, una campaña política de “absorción” de todo lo que pudieron aprisionar –personas o bienes materiales-, mientras destruían a todos aquellos que no aceptaban sus imposiciones.
Entre quienes nos encontramos aquellos que nos preocupamos siempre por recordarle a quien nos oyese, que todo individuo tiene en su constitución genética la capacidad necesaria para madurar, perseguir su libertad y obtener finalmente una paz que lo convierta en un ser feliz.
Cristina, la espada flamígera aún viviente del pensamiento totalizador de “absorción a cualquier costo”, nos presionó cada día un poco más para someternos a sus arbitrios “imperiales” de dudosa moralidad y manifiestas malas intenciones, para convertirnos en objetos sin conciencia real de cuáles son las verdaderas razones por las que la delincuencia de todo tipo debe ser combatida ferozmente.
Nos hallamos así inmersos en una incertidumbre que nos carcome: el temer que estemos frente a la posibilidad de una condenación colectiva final, que nos ha infligido nuestra falta de convicción respecto de una sentencia de Philoxenos: “quiero que seáis hombres ricos que no necesitan nada. Porque no es rico el que tiene muchas posesiones, SINO EL QUE NO TIENE NECESIDADES”.
Ya conocemos desde hace un rato el alcance de la sentencia de los jueces que juzgan a la Vicepresidente por corrupción sistemática en el manejo de la obra pública en la Provincia de Santa Cruz: 6 años de prisión e inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos. Una mujer que junto con su marido incrementó su patrimonio en cifras siderales -que no resisten ninguna ecuación matemática “sana”-, y creó un imperio de obsecuentes sin cerebro que nos han traído hasta la que quizá pueda considerarse como la mayor desgracia histórica de la argentina.
El problema que afrontamos no es en realidad conocer más detalles de las imputaciones que le efectuaron con precisión microscópica los fiscales Luciani y Molas, encargados de la investigación, y el tenor de los fundamentos que tuvieron en cuenta los jueces al momento de condenarla, que se conocerán oportunamente, sino qué haremos de ahora en más: ¿seguir atrapados en nuestra “tolerancia inactiva”?
Porque de eso se trata el futuro que debemos afrontar; decidir, como el Hombre Gordo de una invocación de Thomas Merton: “si se mueve algo, yo soy quien lo mueve; y si algo se detiene, yo soy quien lo detiene. Si algo se agita, yo soy quien lo agita, y no hay ser que se vaya a mover si no le empujo”.
Imaginamos la reacción altisonante de la señora Fernández, que intentará con seguridad hacer una de sus consabidas defensas mediáticas imprecisas y grandilocuentes, utilizando un lenguaje “imperial” del que, sinceramente, estamos hartos y será un calco de sus habituales alocuciones atravesadas por un mesianismo francamente insoportable.
A buen entendedor, pocas palabras.