Doña Erika, que ya frisaba los setenta, tenía el cabello teñido de caoba. Y se lo acomodaba a cada rato, casi como un tic. Lo cierto es que todo en ella parecía nervioso y triste. Razones no le faltaban: unas semanas antes habían matado a su único hijo. La anciana lo seguía llamando por su apodo infantil: “el Dany”, aunque tenía 39 años al momento de pasar a mejor vida. Además se refería a él como si en cualquier momento pudiese entrar por la puerta.
En el pequeño comedor del departamento de la calle Cochabamba 4337, en Boedo, había un puñado de fotografías enmarcadas del difunto: el Dany y otros tres sujetos sonriendo en París ante la torre Eiffel; el Dany, junto a esos mismos acompañantes, sonriendo en Londres ante el Big Ben; el Dany, otra vez con ellos, sonriendo en Nueva York ante la Estatua de la Libertad. Y el Dany, ahora solo, en los jardines del Taj Mahal. Esos eran los únicos vestigios que había allí del hombre asesinado.
Su madre las miraba embelesada, y comentó:
–El Dany conoció el mundo viajando con el señor Hugo.
Se refería al jefe de su hijo, pero no dijo nada más al respecto.
El fotógrafo Matías Campaya y yo estábamos en aquel lugar por cuenta de la revista “Gente”. En ese momento sonó el timbre y luego entró una mujer aún joven, pero levemente ajada y teñida de rubio. También lucía un rictus apesadumbrado, y fue presentada por la dueña de casa como la prometida de su hijo.
Esa condición debía significar para ella una suerte de amargura añadida, ya que su novio fue acribillado estando con otra mujer.
Pero ella no se mostró interesada en tocar dicho detalle.
En cambio, doña Erika fue directamente al grano:
–Lo mataron por esa cualquiera.
Y tras pronunciar aquella frase con un énfasis perturbador, buscó con la mirada la aprobación de la otra mujer.
A continuación evocó algunos recuerdos de la fatídica noche del lunes 2 de agosto de 1999. Y dijo que el Dany la había llamado antes de llegar para pedir que le hiciera milanesas. “Su plato preferido”, agregó, con una sonrisa cargada de melancolía.
Después de cenar, el hombre fue a su dormitorio. Aquella noche –según su madre– quería acostarse temprano y descansar. En eso sonó el teléfono. Y él se acercó al aparato. Pero sólo para oír la voz que salía del contestador:
–Amor, ¿estás ahí? Te quiero ver un ratito.
El Dany permaneció junto al aparato hasta que la llamada se cortó.
Doña Erika, semioculta en la cocina, no se perdía detalle del asunto, y tal vez haya suspirado con alivio al ver que su hijo regresaba al dormitorio. Es que ella veía con malos ojos el amorío del Dany con la vecina de enfrente, una chica de 16 años a la que todos llamaban Solange.
Pero el teléfono volvió a sonar. Y la suave voz de Solange emergió otra vez por el contestador:
–Amor, te compré un arito. Te lo quiero dar ahora.
Y a modo de remate, ronroneó.
Doña Erika, siempre desde la cocina, contuvo su furia al ver cómo su hijo se abalanzaba sobre el aparato. Esa comunicación discurrió entre palabras susurradas en voz baja. Tras colgar el auricular, el Dany le pidió a su madre que le planchara una camisa. Ella accedió de mala gana. Y lo vio partir.
Fue la última imagen que tuvo de él.
Pretty Baby
Horas después, ya durante la madrugada del martes, un automóvil negro con vidrios polarizados clavó los frenos sobre la entrada del hospital Durand. Y todas las puertas se abrieron al unísono, escupiendo de la cabina a tres de sus ocupantes. El cuarto, individuo canoso, bajó de un modo más esforzado. Se trataba de Hugo Anzorreguy.
El director de la SIDE se encaminó hacia la guardia escoltado por un tipo que, a pesar de la hora, ocultaba sus ojos detrás de unas gafas espejadas. Se llamaba Jorge Castro, pero sus colegas le decían, simplemente, “Ceballos”. Formaba parte de la custodia del Señor Cinco; incluso, en algunas ocasiones, le hacía de chofer, al igual que el hombre que ahora agonizaba con siete tiros en el cuerpo.
Porque el Dany –cuyo nombre era Daniel Rossini– hacía tres lustros que era agente en la SIDE. Allí le habían otorgado una identidad de fantasía y un DNI acorde con la misma. Pero en ese ámbito laboral todos lo conocían como “El Veintidós”, que en la numerología de la quiniela significa “el loco”.
Ceballos no tardó en detectar en un pasillo la acongojada presencia de doña Erika. También estaba la que hasta ese día fue su futura nuera.
Ambas reconocieron al custodio, puesto que solía visitar a Daniel en el domicilio de la calle Cochabamba.
Entonces un médico les comunicó que el paciente había fallecido. Y la anciana rompió en llanto.
Anzorreguy sólo atinó a pronunciar una frase de ocasión:
–Su hijo, señora, era un gran muchacho.
En ello había una cuota de verdad: Rossini había vivido a lo grande.
No sólo los viajes por el mundo alegraron su existencia sino también su pasión por la velocidad. Tanto es así que solía andar al volante de un Renault Megane Cabriolet cuyo precio equivalía a sus ingresos de tres años. También acostumbraba a despuntar su inclinación por la cocaína y el buen champán en La Diosa, un lujoso tugurio de la Costanera regenteado por Jorge Lucas, quien era el jefe de Contrainteligencia de la SIDE. Allí Solange hacía un numerito de strip-tease. Y Rossini no tardó en enamorarse perdidamente de ella.
Aquel habría sido su primer paso hacia el infortunio. Y el último, haber acudido a su encuentro en la noche de ese lunes.
Durante los primeros minutos de la madrugada siguiente, el vehículo del espía atravesó una calle de Caballito antes de frenar debajo de la autopista 25 de Mayo. En ese sitio intercambiaron regalitos y arrumacos. Es muy probable que tales menesteres hayan incidido en que Rossini no advirtiera la presencia de un Fiat que se detuvo a metros del Megane. Ni de una camioneta azul que a su vez permanecía estacionada en una esquina. En cambio, sí se percató de la sorpresiva irrupción de una Honda Civic. Pero no tuvo tiempo de reaccionar. Y fue fusilado desde por lo menos tres líneas de fuego; entre ellas, la de una ametralladora Uzi.
Solange no sufrió ni un rasguño.
Una testigo la vería manipulando una pistola junto al hombre muerto.
Era la nueve milímetros de Rossini
La ley del ajuste
Jorge Castro, alias “Ceballos”, quedó profundamente conmovido por lo que ocurrió. También lo sacudía un ramalazo de temor. Y no tuvo dudas de que la lolita había sido la entregadora de Rossini.
Ella saldría bien librada del asunto. Y con una sólida argumentación:
–Agarré su arma porque quería cuidársela. Él amaba su pistola.
Esa fue su frase más destacada en su declaración testimonial ante el juez Jorge Baños. Y la repitió en su hogar, durante una entrevista para la cobertura del hecho de la revista “Gente”, antes de posar para las fotos con la actitud de una diva. En esa ocasión también negó tener vínculos con la patota de calle de la comisaría 10ª. En este punto giraba una de las hipótesis de la SIDE.
Rossini había sufrido tres detenciones realizadas por personal de aquella seccional. También recibió “aprietes”. El más común era revisarle cada tanto el auto. Los policías buscaban droga, pero jamás se la encontraron. Lo cierto es que corría el rumor de que el Dany había estado relacionado alguna vez con el narcotráfico y la prostitución.
Sobre Ceballos circulaban versiones similares. De hecho, a pesar de sus modestos ingresos se movilizaba en una imponente 4x4 japonesa y poseía una vivienda de 250 mil dólares en Ramos Mejía.
Tal vez en la tarde del 2 de septiembre, al cumplirse un mes del crimen, haya evocado al amigo muerto. Quizás entonces recordara con nostalgia las correría compartidas. Y también los secretos en común. Es posible que, ya al filo de la noche, mientras se dirigía a la rotisería Irupé, situada a unas cuadras de su residencia, haya revivido esos asuntos. Y no es descabellado suponer que sintiera otro ramalazo de temor.
Aún así, con voz firme pidió un pollo a las brasas. Y se puso a esperar.
Probablemente siguiera inmerso en sus cavilaciones cuando ingresaron al local otros dos clientes. Ellos pidieron una tarta. Y cuando el rotisero giró para buscarla, los tipos extrajeron sus armas. Todo indica que el agente de la SIDE creyó que se trataba de un asalto, ya que en ningún momento amagó con desenfundar su propia pistola. Sin embargo, esos supuestos ladrones tampoco vociferaron el anuncio que suele escucharse en estos casos. Y sin más trámite, apuntaron sobre la sorprendida silueta de Castro.
El local, entonces, se convirtió en un infierno. La víctima, cosida por cinco balazos, quedó despatarrada en el suelo.
Fue notable que la causa fuera caratulada como “homicidio en ocasión de robo”. Y que no se hablara mucho más del asunto.
Fin de fiesta
Unos meses después, doña Erika se mudó del departamento de la calle Chacabuco, y nunca más se supo de ella. La novia oficial de Rossini contrajo enlace con un cabo del Servicio Penitenciario. Y Solange terminó ofreciendo su numerito de strip-tease en un “night club” de Miami.
Las ejecuciones de los dos agentes jamás fueron esclarecidas.
Alguien ya lo habrá dicho. A veces mil palabras valen más que una imagen.
Escribe IGUALITO que el fallecido. Interesante......
Muy buena sintaxis.Apretada,austera,atormentada por la precisión. Por momentos,fusiona el vértigo del thriller y el distanciamiento nihilista del policial negro.