La muerte de Fernando Báez Sosa se metió durante el último mes en cada casa del país. La coreografía espantosa de su asesinato se exhibió por televisión, desde distintos ángulos, hasta el cansancio. Todo el proceso judicial tuvo una amplificación mediática sin precedentes. La tragedia tenía todos los elementos como para convertirse en adictiva. Un joven, hijo de inmigrantes paraguayos, que fue a divertirse a un boliche de Villa Gesell fue asesinado a golpes de puño y patadas por un grupo de rugbiers de la localidad de Zarate, quienes hasta celebraron el ataque y se fueron a comer una hamburguesa.
Tanto la querella como la fiscalía pidieron prisión perpetua para todos los acusados porque “todos le pegaron, todos lo mataron”. La explicación se apoyó en una abundante cantidad de testimonios e imágenes para concluir: “atacaron por sorpresa, a traición, por distintos flancos y al unísono sin que tuviera ninguna posibilidad de defenderse”. La defensa rechazó la premeditación y habló de “que no está probado el hecho”. El defensor cuestionó lo que consideró un “linchamiento mediático” y habló de condicionamientos al tribunal.
Ahora serán los jueces los que determinen la responsabilidad penal de cada uno de los atacantes. Pero, aunque la condena adquiera la figura más dura, dejará impunes a los cómplices invisibles de este homicidio.
En el veredicto no se condenará a la cultura patriarcal y machista que propicia la solución a golpes de cualquier conflicto. Esa cultura que habla de la supremacía del más poderoso, el más fuerte, el más blanco, el de más plata. Algo que en Argentina se aprende en muchos hogares, en la calle, en el barrio y hasta en la escuela. ¿Los que siguieron este proceso con tanta atención, están seguros de que sus hijos o sobrinos no podrían vivir una situación así? Es tranquilizador pensar que nada de esto puede rozarnos.
Tampoco tendrá castigo la cultura del rugby que extendió por los clubes la idea de que para “hacerte hombre hay que pegar”. Y en grupo, porque el grupo te protege y se la banca. Y si querés pertenecer al grupo, tenés que aceptar humillaciones y vejámenes, porque después se la podrás aplicar a otro. Así la patota reemplazó a la idea de equipo. Y esa distorsión perversa no se limita a ese deporte: se acaba de conocer una grave denuncia de abusos en ritos de iniciación entre petroleros de Neuquén. Y hay múltiples ejemplos en las fuerzas de seguridad con derivaciones fatales.
No será condenada la idea de masculinidad que margina y tilda de “marica” a quien trata de evitar una pelea o dice no ante la violencia. El hecho de que ninguno de los acusados haya dicho basta, o impedido los golpes de sus compañeros es revelador de hasta donde ha calado en los hombres esa manera.
El racismo también logrará impunidad. Ese racismo larvado que se expresa en los cantos de las hinchadas, en el bullying en los colegios, en la discriminación en los trabajos y en las agresiones por la portación del color marrón en la piel. Que apareció en la agresión a Fernando.
Violencia extrema y en patota que, probablemente, reciba a los acusados, si las condenas los llevan a cárceles comunes. Porque todas estas lacras son una señal de identidad de las instituciones. Así se mueve muchas veces la policía. Así opera el servicio penitenciario, tanto los guardias como los presos.
A algunos hipócritas les parece bien que así sea. “Que se jodan”, dicen. Saben que, aunque delincan, estarán a salvo de esas vendettas. Siempre habrá un juez amigo que acepte un regalo o una invitación a Lago Escondido. Siempre habrá un juez amigo que los zafe.
Por esa razón, casi nadie sale mejor de un penal en Argentina y lo que dice la Constitución Nacional es letra muerta.
Sobre todas estas cuestiones no se discutió en los medios de comunicación masiva.
Es necesario que los responsables del homicidio de Fernando sean castigados, la justicia es lo único que puede mitigar el infinito dolor de Graciela y Silvino, pero esa condena será insuficiente si no contribuye a cambiar en algo a la sociedad.