El espectáculo que, con formato de tragedia, se empeña en presentar la Argentina amerita comprar abonos permanentes salvo, claro, que usted aún viva aquí; si éste es el caso, recuerde cuánto hace que le recomendé comprar cascos, augurando que lloverían piedras. Los dos acontecimientos más relevantes de la semana –el discurso de Alberto Fernández en el Congreso y el tiroteo mafioso a un comercio de la familia de Lionel Messi- son una mínima parte del iceberg de ese siniestro show, pero obligan a plantearse dos debates trascendentes y urgentes: cuánto más daño a la República y a sus instituciones estará dispuesto a producir el kirchnerismo y a tolerar la sociedad en su conjunto, y cómo debe pararse ésta frente a la inseguridad que, a esta altura, le ha hecho perder hasta el sueño.
Los medios de prensa y las redes sociales han hecho una minuciosa vivisección del cobarde, injuriante y falso mamarracho que leyó Alberto Fernández, lo cual me ahorra repetirlo aquí. Pero sí me referiré al flagrantedelito que cometió el Caracol. El artículo 109 de la Constitución, textualmente, dice: “En ningún caso, el Presidente de la Nación puede ejercer funciones judiciales, arrogarse el conocimiento de causas pendientes o restablecer las fenecidas”. ¿No fue eso lo que hizo al decir que Cristina Fernández no había tenido un proceso legal y que era injusta su condena, o cuando criticó la medida cautelar referida a los fondos hurtados a la Ciudad, ya que ambos procesos se encuentran en trámite? La causal de juicio político es innegable, y el pedido será formulado el martes.
A partir del miércoles, cualquier posibilidad de diálogo con el kirchnerismo quedó descartada. No se puede siquiera conversar con este hato de furiosos subnormales que, como ya quedó claro, buscan destruir la República, tal como la describe la Constitución. Buscarán refugiarse en diferentes bunkers para combatir desde allí, con la ayuda inestimable de las almas buenas y, sobre todo, de las quinta-columnas que habrán dejado en todos los estamentos del Estado, cualquier intento de cambiar este status quo que sólo nos llevará a seguir descendiendo, como país, al peor círculo del infierno. Nos toca transitar aún los nueve meses que faltan para el cambio de inquilino de la Rosada, y nada permite suponer que la violencia estará ausente durante la campaña.
El Caracol avisó que continuará con los juicios de persecución y venganza contra las Fuerzas Armadas y éstas, hartas de ser chivo expiatorio de una sociedad tan hipócrita, no estarán disponibles cuando suene la hora de la espada, indispensable para luchar, con la ley en la mano, contra la subversión en todas sus formas, se trate de pseudo mapuches, de viejos montoneros, de organizaciones terroristas (Sendero Luminoso, FARC, etc.) o de bandas de narcotraficantes (PCC, CV, etc.), incluyendo los “asesores” castrochavistas presentes en la Patagonia.
Para poder encarar eficientemente esa batalla, es imperioso que Juntos por el Cambio (JxC), por el método que sea (¿unas PASO no oficiales?), ponga fin a la novela turca que protagonizan sus pre-candidatos, unifique el discurso y defina ya mismo quién la representará en cada jurisdicción incluyendo, en la medida de lo posible, a los militantes de Javier Milei. El Frente de Todos (FdT) aún tiene las llaves de las mayores cajas del Estado y las usará para pavimentar, con un renovado “plan platita”, el camino hasta la elecciones, aunque ello signifique dejar tierra arrasada al sucesor de la emperatriz hotelera: simplemente, no tiene otras armas para competir por el cargo de Gobernador de la Provincia de Buenos Aires, crucial para la guerra de guerrillas que está planificando.
Desde 2015, cuando se decía que La Morsa era el jefe del narcotráfico en el país, he venido sosteniendo que los verdaderos dueños eran los Kirchner. Dada la patológica afición al dinero que padecen, es imposible que le hayan cedido el sideral negocio a un mero lacayo; y allí radica la base del drama que hoy está ensangrentando a tantas ciudades del país. Por ejemplo, la Hidrovía, principal ruta de trasiego de estupefacientes, está a cargo del Instituto Patria, el fanático think tank de la arquitecta egipcia.
A la luz de lo que aquí está pasando, me parece que se abre otro debate imprescindible. Cuando se pregunta en la calle por los piquetes, la unánime respuesta es que debe terminarse con ellos, pero sin reprimirlos; ¿se supone que abandonarán las calles por amor al prójimo, cuando en ellas los gerentes de la pobreza tienen una fenomenal arma extorsiva? En esta Argentina tan demente, por la estupidez garantista de Eugenio Zaffaroni, el ex miembro de la Corte acusado de evasor fiscal y de destinar sus propiedades a la prostitución, las cárceles son meras colonias de vacaciones: a los presos les pagamos un salario y les permitimos el uso de celulares y el acceso irrestricto a Internet y, con lo cual siguen dirigiendo sus negocios y la sanguinaria violencia con que los protegen.
Esta misma semana, el Presidente de El Salvador, Najib Bukele, ocupó los titulares en todo el mundo por el modo –criticado, como siempre, por las entidades de derechos humanos de los delincuentes- en que ha rescatado a su país del terrible flagelo de las maras, las organizaciones criminales que lo habían hecho alcanzar siderales cotas de muertes con sus asesinatos. Inauguró una cárcel de extrema seguridad y trasladó a ella a los primeros seis mil detenidos a los cuales, no sólo les aplica un régimen riguroso de aislamiento sino que las familias deben pagar su sustento. Su popularidad se eleva al 97% y, a pesar de su autoritarismo, ha salvado al país de las mafias.
Para combatir delitos graves (narcotráfico, terrorismo, trata de personas, lavado de dinero, contrabando de armas, corrupción activa o pasiva, etc.) y terminar con la complicidad de jueces, fiscales, funcionarios y policías, ¿por qué no imitar en alguna medida su proceder y construir establecimientos carcelarios federales en medio de la Patagonia, obligar a trabajar a los reclusos para pagar por sus uniformes y comidas e impedir sus comunicaciones? También habría que rotar permanentemente a los penitenciarios, para minimizar tentaciones y riesgos.