Hace tres lustros que Rosario atraviesa niveles extremos de violencia urbana. A partir de 2009, una ciudad que hasta entonces había tenido una tasa de homicidios similar a la de la media nacional, comenzó a duplicar e incluso a triplicar esos indicadores.
Para la que alguna vez fue la "capital nacional del peronismo", no sólo por su protagonismo en la resistencia contra el golpe de 1955, sino también por su impronta industrial que integraba a sus hijos e hijas por medio del trabajo y de la producción, no fueron gratuitas las décadas de políticas económicas reprimarizantes. Allí están los saqueos del ´89 y el estallido de diciembre de 2001 para atestiguarlo.
El crecimiento y la bonanza económica posterior, con ostensibles mejoras en los ingresos y en el consumo de las mayorías sociales, no lograron torcer -sin embargo- las desigualdades estructurales en el acceso a los servicios básicos, al trabajo con derechos, a la vivienda y al hábitat digno, entre otras conquistas de la etapa de plena vigencia de la movilidad social ascendente de la Argentina de mediados del siglo XX.
En Rosario conviven Luxemburgo y Kosovo. La ciudad hija del complejo agro exportador más potente de Latinoamérica, y la ciudad que sale en las crónicas policiales.
Aún cuando es incorrecto -y resulta injusto- relacionar mecánicamente pobreza o exclusión con delito, no menos cierto es que las estructuras delictivas complejas que se organizan alrededor del narcotráfico y de otras actividades ilegales, en las que los ganadores suelen pertenecer a otros círculos sociales, encuentran en ese caldo de cultivo brazos para que maten y mueran por sus negocios, y ofrecen a cambio -a quienes muchas veces no tienen nada que perder- identidad, poder, reconocimiento, prestigio, plata y posibilidades de consumo.
En suma, un "proyecto" que –aunque cruel y efímero- otras instituciones ya no ofrecen ni siquiera a modo de promesa remota.
Además -hay que decirlo- no hay forma de explicar la situación sin dar cuenta de la imbricación de las estructuras criminales con el Estado.
Desde el ex jefe de Policía Hugo Tognoli hace una década, hasta los dos oficiales encarcelados hace unos días por integrar la banda de "Los Monos", la historia de la violencia criminal que azota a Rosario es también la historia del autogobierno de la Policía de la provincia de Santa Fe. Autogobierno que para existir debe ser consentido por la política. Por cobardía, por desidia o eventualmente para su usufructo.
El período ventana que se abre con la mayor presencia de fuerzas federales en Rosario debe servir para llevar adelante una profunda reforma de la policía provincial.
Para que, a futuro, la política santafesina -contando con una fuerza de 22 mil hombres y mujeres a disposición- deje de mendigar de a 100 gendarmes o prefectos para tener algún manejo de la calle.
Los premios, los castigos, los ascensos, los traslados y la gestión cotidiana de la fuerza deben estar en manos del poder civil elegido por el pueblo.
Ese impulso reformista debe alcanzar también a un servicio de justicia con -por ejemplo- bajas tasas de esclarecimiento de algunos de los delitos más graves, como los homicidios, y a una política que necesita ser transparentada en sus formas de financiamiento.
La pregunta es si el gran acuerdo que se requiere para encarar exitosamente esos cambios, con la necesaria concurrencia de las fuerzas políticas con representación parlamentaria y de los tres poderes del Estado santafesino, puede concretarse habiendo resistencias al interior de esas fuerzas y de esos poderes.
Y la respuesta es sí. Porque, parafraseando a Marechal, de todo laberinto se sale por arriba. O, en este caso, por abajo: Rosario es también su comunidad, que -pujante, movilizada y solidaria- espera que la cuiden y que la convoquen a una gesta que restañe sus heridas.
Pero para eso, la política –si es que quiere ser parte de esa tarea- debe dejar de hablarse a sí misma para recuperar su dimensión colectiva y reparadora.