El renunciamiento de Mauricio Macri a una candidatura presidencial, y la consecuente libertad para la presentación de candidatos del PRO, constituye en sí mismo un signo elocuente del comienzo del abandono del verticalismo político para la designación de postulantes, como -en cambio- continúa vigente en la alianza oficialista Frente de Todos, que dependen de la voluntad y el capricho de Cristina Fernández de Kirchner.
La manifestación de este cambio sustancial viene a corroborar que es posible en el mundo de la política funcionar dentro de un esquema de poder horizontal, donde el sistema democrático fluye de un modo más ecuánime y permite el libre juego de la competencia sin necesidad de ingresar en una lucha despiadada o soportar injustas designaciones a dedo.
La autora de esta nota expuso en su libro “Poder Femenino: el liderazgo político en el siglo XXI” la hipótesis de una fuerte transformación en la forma de ejercer el poder, eludiendo hasta destronar paulatinamente al viejo sistema que requería de liderazgos carismáticos basados en el verticalismo, para reemplazarlo por otro horizontal en el que el diálogo, la negociación y los consensos fuesen los instrumentos para dirimir las opiniones internas y arribar a decisiones de común acuerdo. Cuando esta no se alcanzara, la confrontación estrictamente democrática tendría su última palabra y convocaría a la unión de todos detrás del ganador.
No es sin embargo este resultado el que respalda la antigua frase “el que gana gobierna y el que pierde acompaña”, tan atada a la antigua usanza como deshilachada por aquella otra frase que incitaba a “pasar con la ambulancia a recoger a los heridos” para generar un polo opositor.
El poder horizontal no se limita a la cuestión de las candidaturas, es una forma de ejercer el poder otorgándole a los seguidores de cualquier fuerza política la posibilidad de aportar criterios y acciones a un líder que escucha, aprueba y reelabora con el fin de darle carnadura a la participación política real.
La idea de horizontalizar el poder político, cualquiera sea el lugar en el que se lo ejerza, corresponde a una mirada más actualizada de la realidad, capaz de darle lugar a los renunciamientos en favor del conjunto, y favorecer también a aquellos que con genuina voluntad se sienten en condiciones de ofrecer una opción a la sociedad. Al interior de un agrupamiento partidario se convierte en un mecanismo legítimo para discernir las proyecciones personales mediante diálogos previos, acuerdos y resoluciones consensuadas.
Es de público conocimiento que los liderazgos carismáticos caducaron en el mundo entero, si bien fueron la referencia inevitable durante el siglo XX. La mayoría del electorado, entonces, esperaba que ese líder haya sido ungido por el óleo de Samuel y se convirtiera en el salvador del pueblo. El liderazgo carismático en sus principios siempre aportó imágenes de hombres y mujeres que, dotados del sentido del habla y la comunicación, terminaron ensalzados por las masas. Ni el líder carismático ni las masas existen en la actualidad, y si persisten son simples rémoras de tiempos idos cargados de la violencia que aporta la militancia fanática. Ese líder tenía una mirada masculina.
Hoy, gracias a los cambios provocados por la revolución tecnológica y las nuevas generaciones humanas que confían más en sí mismas que en la magia que pudieran exhibir los políticos, se cree más en el talento para hacer bien las cosas, gestionar con efectividad y comunicar correctamente los planes que tienen previstos. El líder, en estos casos, no lleva corona ni un aura de elegido por la divinidad, seduce con la eficiencia y considera a la multitud como ciudadanos que piensan y saben lo que quieren, y son difíciles de convencer con un simple discurso apasionado y mentiroso. Este tipo de líder conlleva una mirada femenina, a diferencia del anterior.
Esta última concepción sobre el poder político nace de Hanna Arendt, de su libro “La Condición Humana”. Para ella “el poder es la capacidad humana de actuar concertadamente y en tal sentido es propio de toda la comunidad. La “autoridad” es el poder que ejercen unos pocos con el reconocimiento de aquellos a quienes se les pide obedecer (las normas) y que, no obstante, no necesita del miedo ni la coerción. La fuerza o violencia se utilizan cuando la autoridad fracasa”.
Por esa razón, Hanna Arendt considera que “en sentido estricto, el poder solo puede ser realmente efectivo si incluye el consentimiento de los gobernados”. Y aclaro: de todos los gobernados, no solo de una parte.
El poder vertical, representado por una pirámide cuya cúspide es ocupada exclusivamente por un líder carismático, funciona realmente cuando prima un conjunto de conceptos ideológicos inamovibles, férreos, cuyo objetivo principal es “hacer una revolución”, excusa que no es necesariamente a favor del crecimiento de un pueblo. De todos los ejemplos que hay a la vista esos emprendimientos dieron en su mayoría resultados obtenidos mediante la violencia, las guerras civiles, la dominación de la población y el sufrimiento por el desborde de la pobreza. El ímpetu por combatir normas económicas medianamente razonables fue el motivo de las caídas de esos proyectos y el sometimiento de las poblaciones, además de conculcar derechos civiles y libertades ciudadanas. En ello estuvieron involucrados desde los imperialismos comunistas o los mal llamados socialistas, hasta los populismos de mediados del siglo XX hasta la segunda década del siglo XXI, causantes de la desintegración de varias sociedades.
Esas ideologías dieron fundamento a gobiernos autoritarios en todas sus expresiones, privilegiando con falacias solo a algunos sectores de la sociedad con la intención de sojuzgarlos y sostener en el poder vigente a un puñado de dirigentes enriquecidos por sus lugares de privilegio.
Esos dirigentes exhiben la misma cualidad: nunca renuncian a sus poderes, buscan eternizarse en los cargos, se rodean de obsecuentes y alimentan muy especialmente a una corona de seguidores obtusos premiándolos, sin que tengan mérito, con cargos que permiten hacerse del dinero necesario para solventar el ejercicio de la política. La vida de esta franja de opresores tiene un solo destino: la corrupción, y si el país en que se anclan lo permite, puede ser que al final, y después de muchos años de gobernar, terminen su carrera política, enjuiciados, como corresponde.
Pero el verticalismo está en caída también por el hecho de que la participación política se expandió hacia una franja mucho más ancha de la sociedad; las personas se interesan y participan, se autoconvocan para reclamar lo que consideran justo y se niegan a ser arriadas por un dirigente político. Tienen pensamiento propio, hacen uso de su capacidad de elegir a quien los representen, discuten y se informan permanentemente. Son seres activos en las nuevas formas de comunicación, sin importar la edad; exigentes en cuanto a las potencialidades de los candidatos; no tienen planes sociales que los condicionan y si los aceptan es porque les conviene.
Tal vez sea demasiado pronto para otorgarle al verticalismo un certificado de defunción, porque las mañas políticas se sostienen duramente en el tiempo. No obstante, puede decirse que se ha iniciado un nuevo camino hacia otras formas de ejercer el poder en el mundo, con líderes más humanizados que en otros tiempos, sin dioses que participen de las elecciones.
El tiempo de estadía en el poder también se está achicando y eso facilita las alternancias que, en algunos casos, resultan beneficiosas y en otras poderosamente negativas, según la cara con que se las mire.