En “El knack y cómo lograrlo”, film de 1965, el knack es un clave. La llave de algo. ¿Pero cómo conseguirlo cuando no se la tiene? “Sueños de seductor”, pero sin el humor de Woody Allen. En “Leyendas de pasión”, Alfred ha cumplido con todas las reglas. Pero será insuficiente: Susannah ya está destinada a Tristan. En Amadeus, Dios ha elegido a Mozart, para la infinita desgracia de Salieri. Y en la política, ocurren hechos similares a los que pueblan la vida. A veces, a modo de fieles reflejos.
Salieri y Mozart. Patricia y Horacio
En una reciente entrevista a Patricia Bullrich, Luis Novaresio (ese maestro exquisito de la conversación intimista) le preguntó a su invitada. ¿Cómo te llevás con Horacio?
La respuesta de Patricia Bullrich podría sintetizarse en esta sentencia lacónica: “Me llevaba bien hasta que decidí ser candidata; entonces Horacio cambió conmigo”.
La tentación del valorar prematuramente todo precipita la sentencia básica: “¡Qué mal que estuvo Horacio!”. Sin embargo, más que el sentimiento de la condena, en mí se disparó el de la pena.
Veamos.
Uno se prepara toda la vida para un destino. Y lucha para alcanzarlo. Y cuando el día se aproxima, ¡zas! Ocurre lo inesperado. Abundan miles de historias con esa estructura narrativa. A los arbitrios de mi memoria acuden dos:
Un chico soñaba con ser futbolista y ganar un mundial. Se entrenaba con los pies. Pero también con la cabeza. Pasaba sus días ensayando los firuletes de la gambeta. Y sus noches febriles imaginando ser el autor de goles maradonianos. Entonces el día llegó. Debutó en la cuarta división del club de sus amores. Era su bautismo de fuego. Y lo sabía. Luego de lograr unas gambetas enrevesadas, el arco del triunfo se le reveló pleno. Y pateó. La colgó a 5 metros del travesaño.
Además, perdieron 1 a 0. Entonces se terminó la carrera que aún no había empezado. Su sueño no pudo ser.
En un capítulo de la mítica serie “Dimensión desconocida” de los 60, un señor gris, ya entrado en años, ama leer. Pero una esposa opresiva no se lo permite. A veces, lo arbitrario no es la memoria de los recordantes, sino el sello de tantas vidas tronchadas por sin sentidos. Pero de pronto hubo una especie de cataclismo nuclear. La ciudad quedó reducida a escombros y todos los habitantes murieron. Excepto Mr. Green y la gran biblioteca de la ciudad. La escena final duele. Mr. Green está en esa biblioteca ante una montaña de libros. Se percibe su éxtasis. Pero cuando se dispone a leer la primera hoja del primer volumen, la mueca del destino llama a su puerta. Sus anteojos caen inexorablemente hasta hacerse trizas. Está la sed de leer. Está el manantial de las letras. Pero no habrá instrumento. Todo era posible en aquella extraña dimensión desconocida.
Entonces, horas después, emergió a mi mente lo que probablemente veía incubando: “Amadeus. Salieri. Mozart”
Conviene ser prudente con las analogías. Y recordar lo obvio: acentúan las similitudes, pero oscurecen las diferencias. Lo que sigue es apenas un balbuceo analógico. Pero creo que trasmite alguna esencia de los infortunios de los destinos. Y de la política.
A continuación, transcribo un fragmento de “La sed de Salieri”, un texto que he escrito en 2013.
En la famosa obra Amadeus se presenta a un Salieri carcomido por la envida hacia el genio musical de un Mozart que contrasta con sus dudosas cualidades morales y existenciales. No interesa aquí discurrir sobre la verosimilitud histórica de ambos personajes. Sí, sobre algunos matices del drama que, según la obra, vive Salieri. Recordamos la trama básica del argumento: Salieri es un músico prestigioso y pertenece al privilegiado mundo de la corte imperial. Es además un ferviente creyente de la sabiduría y justicia de Dios. Su vida transcurre feliz hasta que aparece Mozart que es mostrado como un genio musical extraordinario, pero, también, como un individuo moralmente cuestionable. Cuando Salieri capta la dimensión cuasi-divina del talento musical de Mozart se sume en la desesperación. Lo cual lo lleva a increpar en oración al mismísimo Dios. En su alocución ante el altísimo, hay dos momentos de alto tono dramático: el primero es cuando le reprocha su deslealtad por haber elegido como su instrumento al inmerecido Mozart; el segundo, cuando, indignado y perplejo, lo inquiere: “¿Para qué me diste esta inmensa sed si, a la vez, me privaste del instrumento para servirte?”. Acaso existe una inmensa sed sobre la que, alguna vez, sospechamos y, ahora, ya sabemos que resultará insaciable. Entonces podemos recordar a Salieri para preguntarnos por qué existe tanta sed y, al mismo tiempo, tanto desierto. FFG, 2013.
Podría imaginar atendibles objeciones del lector: “Horacio Rodríguez Larreta, ¡no es músico!”; “Patricia Bullrich no es Mozart”; “en “Amadeus”, Mozart es a la vez un genio, pero también un libertino un poco tonto, acaso ingenuo, ciertamente frívolo”. Imagino entonces el interrogante:
¿Cuál es entonces la similitud que justifica la analogía?
La sed de Salieri. Su sueño de gloria. Su talento fríamente cultivado (porque, dicen los historiadores, Salieri, aunque careciera del genio de Mozart, era también un músico brillante).
En la vida de Salieri todo iba bien. Era el preferido. Era el reconocido. Era el talentoso. Pero, de pronto “lo impensado puede ocurrir” (tomo prestada la magistral sentencia entrecomillada que le escuché decir hoy al querible conductor Eduardo Battaglia).
Digámoslo sin eufemismos: La existencia de Mozart es la desgracia de Salieri. Íbamos bien hasta que apareció Mozart. Íbamos bien, pero ¡apareció Patricia! Horacio Rodríguez Larreta se preparó toda su vida para ser presidente. Como el chico que soñaba ser goleador. Y se entrenó para eso. Acaso como nadie. El gran gestor. El gran hacedor. El gran dialoguista. Y la gloria ya estaba cerca. Esperando a la vuelta de la esquina. Se acercaba el día en que, simplemente, había que hacer el gol. Como el mítico zapatazo del “Chango” Cárdenas en el Centenario, en 1967. Para gloria de La Academia. ¿Habrá alguna vez soñado Horacio, hincha de Racing, ser el “Chango Cárdenas? El Celtic de Glasgow parecía invencible. Como Mauricio. Para emular aquel batacazo del Centenario había que doblegar a una muralla casi invencible. “Matar al Padre Mauricio”, como le dicen. Sí, simbólicamente. Claro. Pero también en las urnas. No hay poder inexpugnable cuando se pone la energía para doblegarlo. Quizás Horacio se dijera eso, mientras se aprestaba a enfrentar a Mauricio Macri.
Pero, cambiemos el tono: “Apareciste tú, Patricia” Y nada fue como la idílica canción de “Cacho (Castaña) de Buenos Aires”. O, sigamos cambiando el tono: “No contaba con Patricia” (parafraseando al “Chapulín Colorado”, con un giro de sentido)
¿Se dirá Horacio aquello de Mario Benedetti?: “Cuando creíamos que teníamos todas las respuestas, de pronto cambiaron todas las preguntas”. Es decir: “Justo cuando terminé de doblegar el poder de Mauricio, me apareció el de Patricia”.
Volvamos entonces a la analogía de referencia. Un momento de paroxismo de Amadeus es cuando Salieri descubre que Mozart no corrige las partituras. Al respecto, en la sinopsis de la película se dice: “Ni una sola corrección. En esta escena de la película puede observarse cómo Salieri, como cualquier músico profesional, es capaz, mirando las partituras, de escuchar en su interior la música que está escrita. La idea dramática o trama de la película muestra el contraste entre Salieri, cuya vida entera está dedicada a la música y sólo parece que alcanza la mediocridad leyendo partituras; y Mozart, un jovenzuelo un tanto arrogante, alocado y desvergonzado, y, sin embargo “amado por Dios”. Es decir, según Salieri, Mozart es capaz de componer sin aparentemente el menor esfuerzo, una música incomparable, grandiosa, “divina” (…) Y en cambio, él, que dedica todo su tiempo a la música y reza para pedir a Dios que le ayude en su arte, no consigue más que una música mediocre. A Salieri esto le parece muy injusto. Y le llena de envidia”.
Quizás, en el marco de la analogía, sea innecesario llegar tan lejos con las adjetivaciones.
Seguramente sería más justo no hablar de envidias sino de reconocimiento hacia el otro. Como en esa fascinante metáfora sobre el poder expresada por Hegel en “La dialéctica del amo y del esclavo”. Existe un momento mítico en que las miradas se encuentran y cada uno se sabe quién es quién.
¿Patricia Bullrich “ataca” a Horacio Rodríguez Larreta? Ciertamente, sí. Al fin y al cabo, ellos compiten por ganar el poder y Bullrich se define como una luchadora. ¿No sería lógico que lo confrontara?
Pero ese no es el problema para Horacio. El verdadero drama para Horacio tal vez subsista como algo inadvertido. Es que Patricia Bullrich ejerce un “liderazgo taoísta”: actúa sin intervenir.
Porque el poder que irradia Patricia Bullrich no deviene de gritos, estridencias o chicanas.
Simplemente, sucede. Su parecer surge de su ser. Como la melodía majestuosa brotaba del alma de Mozart. Y eso era lo que exasperaba a Salieri. Porque, ¿cómo luchar contra algo cuyos efectos se nos aparecen como reales, pero su origen se nos revela inasible?
Últimamente se lo ve a al jefe de Gobierno porteño acentuando su autoridad. Está bien que lo haga. Si quiere ser presidente no está mal que intente mostrarse como decidido. Pero se nota que está inflando el pecho. Acaso el mismo lo confesó sin quererlo: “Lo mío es trabajo, trabajo y trabajo”.
En cambio, en Patricia la autoridad fluye. Emana desde el interior. Como la música de Mozart. Para desgracia de Salieri. Aunque (aclarémoslo una vez más, para que no se malinterprete el alcance de la analogía): Patricia no es Mozart. Aunque Horacio tampoco es Salieri. Aunque Salieri tampoco era un mediocre, sino un talento sin brillo (como sí era el talento de Mozart). Aunque a Horacio también lo asista el talento de la inteligencia práctica, del buen hacer, de la gestión excelente. Del trabajo focalizado. De la eficiencia transformadora. Aunque tanta virtud no le alcance a Horacio. Porque hoy la música del poder parece estar cerca de Patricia. Aunque no sea Mozart.