Mientras el presidente afirma en un podcast que “no se puede vivir con una inflación del 100%” como si quien gobernara este desastre fuera Chespirito, el secretario de comercio interior, el inútil de Marias Tombolini, citó a una reunión a varios empresarios para imponerles un virtual congelamiento de precios hasta el 14 de agosto, el día de las PASO.
Dicen, quienes estuvieron allí, que Tombo los amenazó con lo que les pasaría si ganara eventualmente Milei o Bullrich abriera salvajemente las puertas a los productos importados.
El problema no es tanto lo que dice este panelista de televisión sino lo que dicen sus invitados: la mayoría de los que estaban allí van a votar -dicho por ellos mismos- por Larreta o por Massa.
Allí queda plasmado como un sello indeleble el gran problema que tiene la Argentina: el miedo.
Más allá de su carácter aparentemente cócoro y de “gallito de riña” que tiene la sociedad, en los hechos, cuando las papas queman, lo que aflora es un temor a perder (o incluso siquiera a competir) que contrasta fuertemente con aquella apariencia prepotente y, en algunos casos, hasta directamente mal educada que tienen los argentinos.
Mucho “pechito argentino” pero a mi rodéame de protecciones porque si no “viene el lobo malo de afuera y me come”.
En gran parte de esa pusilanimidad se apoyan movimientos como el peronista y otros que dicen que no lo son pero que comparten con él esa visión corporativa de mantener un Estado que “te protege del lobo” y deja que te vuelvas millonario cobrándole a la gente lo que te viene en gana (muchas veces incluso a cambio de bienes y servicios de pésima calidad) asiempre y cuando estes de acuerdo en convertirte en un vasallo suyo cuando el poder del gobierno está en juego.
La Argentina debe ser el país del mundo que mejor prueba lo que decía Adam Smith: que las condiciones del liberalismo, en teoría, son las peores para el empresario porque la competencia lo obliga a trabajar, a no dormirse con la inversión y a estar siempre atento a la satisfacción de la demanda del consumidor.
Al contrario, un esquema cerrado en donde una cohorte cercana al poder negocia con el gobierno ventajas mutuas, le da una espalda de protección a los empresarios que el liberalismo les quita. Y al gobierno, por supuesto, un arma de presión para mantener el poder.
Se trata de una de las más siniestras alianzas que puedan concebirse en un orden socioeconómico pero que, sin embargo, los populismos han logrado esconder bajo la idea de que ellos defienden al pueblo en contra de los intereses de los poderosos (entendiendo por ellos supuestamente a los empresarios)
Fíjense que situación curiosa que aún cuando son públicamente acusados de ser la última lacra de la sociedad, los empresarios están dispuestos, no solo a bancarse ese mote, sino a seguir votando a los que lo propagan porque aún así ese sistema les sigue conviniendo.
Si la perversión pidiera una manera fácil de ser explicada creo que no hay ninguna que supere a ésta.
Gran parte del cambio que el país requiere es el quiebre de este espinazo corporativo. Hay muchos de estos señores (a los que Macri quería meter en un cohete y mandarlos a la Luna, en una de sus primeras referencias al “círculo rojo”) que asisten a las charlas de Milei y de Patricia Bullrich pero que en el cuarto oscuro, a la hora de la verdad, votan por la continuidad del sistema implantado por el peronismo hace casi 80 años.
Así será muy difícil avanzar en el sentido que el país precisa.
José Luis Espert, ahora en JxC, explicó muy bien este desquicio en su libro “La Argentina Devorada”, en donde describe un sistema diabólico compuesto por funcionarios estatales (políticos), sindicalistas y empresarios prebendarios que, de a poco, construyeron un monstruo que (para ellos) tiene la virtud de volverlos millonarios (lo son la mayoría de ellos en esos tres estamentos), de protegerlos y de vivir de los recursos que le chupan al pueblo.
Por supuesto que, empezando por los políticos y los sindicalistas, todo lo hacen justamente llenándose la boca con la palabra “pueblo”, repartiendo amenazas a diestra y siniestra sobre las consecuencias nefastas que ocurrirán si las cosas cambian cuando, justamente, lo nefasto no es otra cosa que el sistema que ellos mismos construyeron y del que viven.
Los empresarios -en su mayoría- utilizan menos esa demagogia porque su poder no depende del voto, pero cuando alguien amaga con abrir la competencia tampoco faltan las referencias al “pueblo” que perderá sus empleos y sus puestos de trabajo a manos de los productos extranjeros.
Si esta hipocresía no cambia en la Argentina va a ser muy difícil llevar adelante el programa que justamente ayer JxC presentó públicamente como su propuesta de gobierno.