Las distintas mutaciones del peronismo a través de los años – lopezreguismo, menemismo, duhaldismo, kirchnerismo, ¿massismo hoy? -, han probado que trabajan siempre sobre la idea de asociarse e influir en los centros del poder “real”: las corporaciones gremiales de empresarios y dirigentes obreros.
Admitiendo “en off” sus mentiras, aseguran que de todas maneras conviene votarlos, para que los acuerdos puedan seguir funcionando dentro del cuarto oscuro donde unos y otros manejan sus intereses particulares.
Renuevan así sus vínculos después de cada fracaso –lo que viene ocurriendo por más de 50 años-, tejiendo siempre vínculos de subsistencia que les permitan sostener una Argentina cerrada que abjura de la competencia, el mérito, la buena fe y la eficiencia.
Algunos medios de opinión se pliegan también a esta farsa, porque a medida que los “cepos culturales” han probado la eficacia del sistema, quedan también alcanzados por ciertos beneficios que les otorga el mismo.
De este modo, un país afecto a la fantasía y el acomodo ha quedado convertido en un escenario propicio para alentar la supervivencia de personajes cuya ética y moralidad están cerca del subsuelo, y resultan ser quienes terminan sosteniendo la sartén por el mango. Personajes sin convicciones de ninguna clase que mantienen este contubernio a como dé lugar, instalando la más abyecta corrupción en los términos “acordados”.
¿Qué hay excepciones? Sí. Por supuesto. Pero apenas comienzan a gatear nuevas crías éstas adquieren las mismas mañas de sus ancestros putativos y la historia retoma fuerza, en un escenario donde casi todos dicen lo contrario de lo que piensan y hasta los más rígidos en materia de veracidad se ven obligados a no decirlo, porque comprenden que “esto es así” y no hay otra forma útil que permita trepar al poder y mantenerse en él.
Nuestra crisis es esencialmente moral, porque las fallas de la educación –hoy en estado de coma agudo-, impiden distinguir a una gran mayoría de la población la diferencia entre el bien y el mal, por carecer de instrumentos culturales necesarios para distinguirlo. Hemos leído y oído múltiples explicaciones al respecto, pero la realidad está a la vista: estamos apresados en el vórtice de una espiral descendente sin fin a la vista.
Quizá todas estas cuestiones tienen su origen en una exageración colectiva del amor propio y la soberbia de una sociedad, que, en muchos individuos, representa la vanidad de quienes temen dañar su eventual reputación (¿) y hacer el ridículo.
Balmes solía decir que se trata de una suerte de dioses a quienes agrada vivir a voluntad dentro de un templo magnífico “manteniendo al ídolo escondido en la misteriosa oscuridad de un santuario” (sic).
En todo caso, no sirve de nada seguir poniendo excusas para justificar lo injustificable –como murmuran muchos resignadamente-, sino recordar lo que señala Carver y hemos transcripto al inicio de estas breves reflexiones.
Ha llegado el momento de abandonar las excusas y poner manos a la obra. Cada uno en el ámbito de sus incumbencias.
A buen entendedor, pocas palabras.