Mucho se habla sobre la violencia en el fútbol, los
barrabravas y el ambiente en general. Pero pocos, muy pocos, reconocen que el
virus está instalado en la sociedad. Basta con pararse en una esquina y escuchar
bocinazos, insultos, amenazas, saludos a las madres, tías, hermanas y demás
parientes, para comprobar que esto es así. Aunque prendamos la televisión y en
el noticiario nos muestren muertes, represiones, atentados, violaciones y otros
delitos, seguimos catalogando al fenómeno como algo ajeno a nuestras vidas.
Los violentos son los barras, los manifestantes, los
piqueteros, los ladrones, Bush, Bin Laden, las FARC, los judíos y los
musulmanes. Pero nunca está presente en nuestro círculo el debate sobre el
comportamiento agresivo, xenófobo, homofóbico e intolerante, presente en la
mayoría de los integrantes de la sociedad.
Actitudes como las de insultar exhaustivamente a alguien
que circula más lento que nosotros y no podemos pasarlo, de hacer referencia al
color de un empleado para descargar nuestros caprichos de querer todo rápido y
de una determinada forma, entre otras de una larga lista cotidiana, conforman la
punta de un gran iceberg sumergido en aguas turbulentas que sólo vemos cuando
nos hundimos en ellas.
Algo increíble y que deja en evidencia esta enfermedad son
los hechos que ocurren a diario en lugares de recreación en los que
“supuestamente” está todo armado para pasarla bien y divertirse. Son numerosos
los casos de muertes en recitales, estadios y boliches. Ni hablar de los heridos
de gravedad que concurren a los hospitales cada noche.
Graciela Catalán Álvarez, en una nota publicada en este
periódico(1), hace ya casi dos años decía que “como consecuencia de la
muerte del joven Matías Bragagnolo —ocurrida en el Barrio de Palermo Chico—
comenzaron a publicarse encuestas, relevamientos e investigaciones que
establecen que la principal causa de muerte de jóvenes de entre 15 y 24 años
es la violencia, cifra esta que en los últimos diez años viene creciendo y llega
a 900 casos por año (en su mayor parte de varones) y supera ampliamente el
número de suicidios. Asimismo, cada año la cantidad de adolescentes muertos
relacionados con agresiones y peleas triplica a los muertos en Malvinas, ya que
fallece un adolescente por día.”
Muchas veces las estadísticas, por más cifras que contengan
sus datos, pueden parecer frías. Pero cuando somos testigos de un hecho de
violencia, cuando estamos de cara al virus, nos terminamos de dar cuenta lo
vulnerables que somos a él.
Lo ocurrido el último sábado en un conocido bar de Martínez
(zona norte chic) no fue un hecho menor. Deja en evidencia que todos estamos
expuestos a esa violencia que vemos en las canchas o en los campos de batalla.
El siguiente relato es una crónica del bochornoso episodio
ocurrido el pasado sábado en un pub de la Av. Del Libertador al 14.400, en
Martínez.
En una locación donde se mezclaban caras que no parecían
superar los dieciocho años (muchas ni siquiera parecían ni arañarlos) con otras
que ya los habían cumplido hace rato, la gente se movía de un lado al otro,
algunos al ritmo de la música, otros al del pool y alguno que otro fuera de
ritmo. Hacia un costado, un reducido grupo de jóvenes se encontraba charlando y
disfrutando de la noche, cuando una persona de carácter algo más alterado se les
acercó y le empezó a gritar a uno de ellos. No se entendía muy bien lo que
decía, pero balbuceaba algo sobre la novia y las miradas que el chico
supuestamente le dirigía a ella. Tanto el que fue a increpar como su entorno,
tenían un perfil más robusto, frecuente al gimnasio y tal vez de los anabólicos.
Su vestimenta iba al tono con la anatomía de sus cuerpos. El primer encuentro no
pasó a mayores.
Un rato más tarde, el sujeto vuelve con algunos de sus
robustos amigos a “apurar” a los jóvenes. Eran aproximadamente siete yendo a
buscar a tres. Estaba claro quiénes querían pelear. El grupo más reducido se
limitaba a evadir las provocaciones y tratar de calmar las aguas, mientras que
los otros no paraban de gritar y hacer acusaciones sin fundamentos seguidas de
amenazas.
De repente, todo se calma. Los que gritaban dejan de
hacerlo y al rato desaparecen del lugar.
Cuando uno de los chicos del “grupo pacífico” se levantó y
alejó por un momento de sus amigos, aparecieron otros sujetos bastante alterados
que se dirigieron a los dos que quedaron en el lugar. Estos nuevos individuos no
habían estado presentes en los hechos anteriores pero seguían con la misma
pelea, con los mismos “argumentos” y las mismas amenazas. Pero esta vez, el
objetivo era forzarlos a salir del lugar. “-Te doy cinco minutos para que estés
afuera, no te quiero ver acá adentro porque te mato”, amenazaba uno de los
increpantes.
“-Yo de acá no me voy, vos no me vas a decir qué hacer a
mi”, respondía uno de los chicos. Ellos no se iban, se quedaban ahí resistiendo.
Hacía rato que la discusión ya había tomado alta
temperatura, la mayoría de la gente ya había advertido la situación, incluso
algunos se levantaron para calmar los ánimos. El personal del lugar parecía no
percibir nada, ni siquiera el tumulto y seguía parado como si nada pasara.
Incluso ya habían partido un par de manotazos y empujones del lado de los
agresores.
Los chicos no se iban. Más allá del orgullo propio y la
valentía, tenían otra razón para hacer caso omiso a las “ordenes” de abandonar
el lugar: afuera estaba el grueso del grupo que los amenazaba desde un
principio, más otros sujetos que habían llegado para unirse a ellos. Esperaban
en ronda en la vereda el momento en que la presa salga del lugar para atacarla.
Pasaba el tiempo y desde afuera la ansiedad y nerviosismo parecía transformarse
en más “bronca”.
Adentro, el reducido grupo de jóvenes vuelve a ser de tres
cuando el que se había ido del sector volvió y se encontró con el tumulto.
Directamente, se dirigió a ayudar a sus amigos, a sacarles a los agresores de
encima y esto terminó en lo que se veía venir. Empezó “la pelea”. Los que la
buscaban inicialmente se van encima de las —ya— víctimas. A uno lo agarraron a
los golpes, al segundo lo tomaron del cuello apretándoselo con el brazo y
anunciando que se lo iban a romper, al tercero lo logró separar el resto de la
gente. Sorpresivamente, uno de los agresores con notable ventaja física, cayó
arriba de una mesa. Ahí llegaron los patovas.
Tomaron a uno de cada grupo y los sacaron afuera. Mandaron
a uno para cada lado, pidiendo claramente que se alejen del lugar —léase
“peléense, pero en otro lado”—. El grupo mayor se reunió en la esquina derecha
del bar, mientras que el otro joven echado corrió para la otra y se alejó del
lugar. Todavía faltaban salir los otros dos y los agresores lo sabían, estaban
ahí para esperarlos. Una persona que no tenía nada que ver en los hechos,
aconsejó a los chicos que en cuanto puedan “desaparezcan del lugar” porque
afuera los estaban esperando un montón y los iban “a matar”. Los dos jóvenes
esperaron un rato y después de varias conversaciones por celular decidieron
abandonar el lugar para el lado contrario de donde estaba la pandilla. Llegaron
a la esquina y empezaron a correr.
Esta vez, la pelea no fue contra patovicas. Tampoco fue
entre pandillas. Fue un grupo de violentos que buscó su presa en reiteradas
oportunidades para hacer lo que parece satisfacerles, moler a golpes a otros.
Tanta “hombría” que demuestran a la hora de buscar el conflicto queda pintada
cuando nos damos cuenta que son más del doble —en cantidad, contextura física y
brutalidad— que su víctima. Este juego perverso parece estar organizado. El
“personal de prevención” hacia de todo menos prevenir la pelea que se anunciaba
desde hacía horas. A lo último era evidente que la mayoría eran conocidos de
los agresores y que no hacían nada por frenarlos, sólo mudar disimuladamente la
pelea de lugar. Esto resultaba evidente al ver la amable forma con que se
dirigían a los agresores en comparación a la que usaban con las víctimas.
Un dato a destacar es que dentro del partido de San Isidro
no hay boliches bailables y escasean los pubs. Estas particularidades lo
convierten en un lugar atractivo para vivir en el. Pero de nada sirve tener
pocos lugares de recreación nocturna si los pocos que hay causan graves
problemas y resultan una amenaza para la integridad física de sus propios
clientes. La negligencia por parte del gobierno y las autoridades que hacen
la vista gorda a estos problemas de la sociedad está siempre presente, sólo que
la notamos cuando hay víctimas fatales.
El caudillismo que podemos apreciar dentro de estos
lugares, en donde el caudillo es amigo del terrateniente dueño del lugar, es una
formula más que peligrosa que se repite cada noche en cada lugar. Los resultados
los muestran las estadísticas. Las mismas que hasta que no las vemos en persona
nos parecen simples números.
Esta historia no salió en ningún diario, no se comentó en
ninguna radio ni noticiario. No fue noticia porque las víctimas de la agresión
tuvieron la suerte de poder salir milagrosamente de una situación extremadamente
peligrosa y comprometida. Seguramente, si uno de ellos moría a golpes, si alguno
era brutalmente agredido y, en consecuencia, internado en terapia intensiva, el
hecho iba a ocupar algún recuadro de un diario y un minuto de radio y
televisión. También podríamos decir que el hecho de que esto haya ocurrido en
plena zona norte, en un lugar de elevado status social, haría reflotar
automáticamente el tema de la violencia en los jóvenes en la Agenda Setting
local. Pero no. Por ahora la violencia parece estar sólo en el fútbol, habrá
que esperar otra muerte para que la mudemos de lugar.
Mariano Gaik Aldrovandi
(1) https://periodicotribuna.com.ar/articulo.asp?Articulo=2172