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DEMOCRACIA PERSEGUIRÁS...
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 El domingo 10 de diciembre de 1983 amaneció cálido y luminoso, como las expectativas de millones de argentinos ante la asunción de Raúl Alfonsín luego de 7 años de dictadura militar. Ninguno de los miles de entusiastas que colmaron esa mañana la Plaza de Mayo se imaginó que, 20 años después, el sistema que daba sus primeros pasos ese día de diciembre estaría rengo, manco y casi tuerto.

 

 Alfonsín dejaría el sillón de Rivadavia en medio de un incendio en mayo de 1989, provocado en gran parte por la conspiración de la sempiterna mafia financiera, luego de defraudar a gran parte de aquellos esperanzados que lloraron al escuchar su oración laica del preámbulo constitucional.

 Sin embargo, lo que vendría después emularía los designios genocidas del Proceso hasta arrodillar a la república ante los acreedores externos, con el aplauso de una amplia mayoría.

 

De la obediencia debida, a la pizza con champagne

 

 La democracia alfonsinista nació embretada por el problema militar. Los personeros del Proceso debieron ceder terreno ante al fiasco Malvinas, por eso se reían ante el slogan que esgrimía el justicialismo de“luche y se van”. “Siguen rompiendo, y nos quedamos”, les arrojaron a la cara sus liquidadores Reynaldo Bignone y Llamil Reston, indicando a las claras que ellos seguirían ahí rompiendo, por las dudas. Cuando se efectuó el juicio a las juntas militares, los heraldos negros promovieron una campaña de presión mediante amenazas y detonación de bombas que sólo provocaron –felizmente- daños materiales. Aliados a lo más retrógrado de la Iglesia Católica, saltaron con los tapones de punta ante el proclamado laicismo alfonsinista y a la proclamación de la ley de divorcio. Para estos ultramontanos, la naciente democracia era garantía para la invasión soviético-cubana-sandinista, la sinagoga radical pornográfica, abortera, divorcista y laicista. O sea, el desembarco de los siete demonios rojos que empalidecerían a los mismísimos jinetes del Apocalipsis.

 Como ahora se sataniza impunemente a los piqueteros, estos sectores ultramontanos hicieron lo mismo en ese momento con la democracia. También la mafia agrofinanciera, que seguía amando a Martínez de Hoz, buscó ponerse de lado con la vampirización constante planteada por el FMI. Pese a los esfuerzos constantes de Sourruille en el Plan Austral en 1985, y el Plan Primavera en 1988, la hiperinflación pronto erosionaría el apoyo de los sectores medios y bajos al gobierno radical hasta hacerlo pedazos.

 Además, la torpeza del ejecutivo ante la crisis de Semana Santa, que con su monumental “la casa está en orden” mandó a casita a los miles de movilizados dispuestos a defender las instituciones democráticas. Así quedaba allanado el camino para el dictamen de las infames leyes de obediencia debida y punto final, recientemente derogadas. También ahí es cuando el alfonsinismo se retrotrae hacia el caparazón, se divorcia de las masas y se vuelve autista. El pueblo recogería el guante, y en las elecciones de septiembre el justicialismo renovador le propinaría una feroz golpiza. Era el principio del fin, pero el alfonsinismo optó por no darse cuenta de la gravedad del impacto.

 El que sí se dio cuenta fue el riojano Carlos Menem, quien aprovecharía el verano del 88 para promocionarse como el futuro candidato a presidente en las presidenciales del 89. Esta audacia provocó la hilaridad general, sobre todo en el nuevo gobernador bonaerense Antonio Cafiero, que ambicionaba la banda presidencial más que nadie.

 Contra todos los pronósticos, el caudillo riojano, aún con look Facundo Quiroga, se impuso en las internas del 8 de julio de 1988 y comenzaba a allanarse su ruta hacia la Rosada. Mientras esto acontecía, el radicalismo gobernante avanzaba a tientas y a los tumbos. Apenas comenzado 1989, el brutal ataque al regimiento mecanizado de La Tablada sacudió el sopor del verano y emplazó aún más al debilitado oficialismo. Hoy resulta más que claro que la brutal represión subsiguiente pretendió tapar algo muy grosso, como que el intento de copamiento estuvo incentivado desde algunos sectores del oficialismo. Por eso, Francisco Pancho Provenzano fue cosido a balazos luego de haberse rendido, precisamente porque sabía demasiado.

 Meses después, a finales de mayo, la ola hiperinflacionaria monitoreada por sectores empresariales afectos al cavallismo provocarían el derrumbe anticipado de la esperanza alfonsinista. Chau Alfonsín, hola Menem.

 Pero pronto se desvanecerían las expectativas nacionales y populares que acompañaron al riojano el 8 de julio, cuando convocó a cogobernar a los mismos de siempre. El desembarco de la Bunge & Born en los albores del mundo globalizado del fin de la historia, fue el principio del travestismo político entronizado por el ex émulo de Facundo Quiroga. Ahora los políticos, disconformes en su papel, pretendían ser empresarios mientras que estos jugarían a ser políticos. Personajes sumamente emblemáticos como María Julia Alsogaray o José Luis Manzano, pasarían al bronce frases célebres como “la libertad es un venenito” o “que quede claro, señores, yo robo para la Corona”, mientras las joyas nacionales de la abuela eran rematadas a precio vil.

 El festín depredatorio duró diez años, demasiado pero contó desgraciadamente con amplio apoyo popular. Bajo las fotos de Perón y Evita, Carlos Menem liquidó en una década las conquistas sociales logradas por estos, y destruyó (como se vio anteriormente en otro análisis) el tejido social argentino y la cultura del trabajo. Hasta Martínez de Hoz se sintió reivindicado por el proceso de privatizaciones llevado adelante por su mejor alumno Domingo Felipe Cavallo, el cordobés de la Fundación Mediterránea que en 1982 nacionalizó la deuda externa privada.

 Como “el poder es un viaje de ida”, según las sabias palabras del genial Tato Bores, Menem sobrevivió dos períodos constitucionales a pesar de dos atentados mafiosos, el crimen de su hijo Junior y otras casualidades permanentes, pero no pudo aspirar a un tercer mandato consecutivo. Vencido pero no resignado, dio un paso al costado en diciembre de 1999 y le cedió el bastón al oscuro radical conservador Fernando De la Rúa, el antiguo intendente de la Capital Federal.

 

Del aburrido al Pingüino

 

 La Alianza empezó bien, pero, como en las leyes de Murphy, terminó de la peor manera. En lugar de transformar la historia y revertir la pesada herencia menemista, el delarruismo optó por continuar la misma política pero por medio del consenso. A principio ciertamente lo tuvo, pero a medida que pasaba el tiempo el grueso de la población se percató que había ingerido otro batracio. Y bien grande, ya que luego de la renuncia del vicepresidente Alvarez cayeron en la cuenta que el aburrido De la Rúa era la versión atildada del sultán de Anillaco. Como parafreseando a su compadre y odiado Alfonsín, la economía delarruista también se fue de madre. Machinea fue un bombero que pretendió apagar el creciente incendio con un cuentagotas, entonces apareció el correligionario López Murphy que pretendió ajustar hasta el deseo. Duró sólo diez días, y De la Rúa convocó a Domingo Cavallo para que le eche nafta al incendio. El resto es historia conocida, y aún se putea a causa de los capitales fugados y fagocitados por la voracidad de las entidades bancarias.

 La debacle de diciembre de 2001 no fue otra cosa que el fin de la larga anestesia de gran parte del pueblo argentino, hastiado de atragantarse con sapos de distinto pelaje pero de igual procedencia.

 El brevísimo interregno de Rodríguez Saá y el más prolongado de Duhalde sirvieron para demostrar a las claras el profundo desprestigio de la clase política a los ojos de sus representados.

 Pero con el advenimiento de Néstor Kirchner, y el ocaso (esperemos que definitivo) de Carlos Menem, se asistió a un fortalecimiento de muchos impresentables que dos años atrás, nadie daba ni un centavo por sus cabezas.

 Quizá esta es la principal contradicción de estos 20 años de régimen democrático, la total desconexión de los representados con sus supuestos representantes, que es virtualmente ignorada por los segundos y mientras que los primeros no se animan totalmente a buscar otras formas de hacer política. De ahí, el intento de desprestigio al fenómeno piquetero es una muestra más de esta dicotomía primordial.

 Ojalá que se subsane a tiempo.

 

 Fernando Paolella

 

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