Ocurrió en General Villegas, una localidad agrícola situada a 450 kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires, la misma que describió el inolvidable Manuel Puig en su novela “Boquitas pintadas”. Sus habitantes aún conservan un vívido recuerdo de la protagonista de esta trama. Su nombre: Gladys Leal.
Ella había llegado de Junín en busca de mejores horizontes. Tenía 25 años y dos pequeñas hijas. Al principio recaló en la casa de su hermana Ana María. Luego, por intermedio de ésta, conoció a un solitario jubilado que le alquilaría una habitación de su hogar. Lo cierto es que don Virginio Juan Battistino, de 65 años, se deslumbró inmediatamente con ella. Y no tardó en proponerle matrimonio. La joven, sin pensarlo dos veces, le dio el sí. La boda se celebró pocos días después.
Desde luego, fue la comidilla del pueblo e inspiró un variado repertorio de comentarios. Los más filosos provenían de la propia familia del novio, que no veía con buenos ojos a esa mujer. Tanto fue así que sus hermanos Haydee y Nelson Battistino ni siquiera asistieron a la ceremonia. Ambos suponían que el encandilamiento de la muchacha hacia el sexagenario no se debía precisamente al glamour de éste sino a su buen pasar económico.
Por su parte, la familia Leal tampoco bendijo esa unión. Ana María sabía realmente los fines que perseguía la ambiciosa esposa. Y que tenía un amante: Ricardo Galdona, un jornalero de la zona.
El epílogo de tal enlace se produjo a los 36 días de haberse consumado.
Delicias de la vida conyugal
La noche del 2 de junio de 1995 fue particularmente fría. Y Gladys, como lo hacía habitualmente, preparó la cena. Esa vez el menú fue carne con papas y, para beber, una jarra con jugo de naranja recién exprimido. Pero antes de sacar la comida del horno, llevó a sus hijas hacia la casa de Ana María.
Regresaría a la media hora para atender diligentemente a su esposo. Después volvió a salir; ahora para ir con Galdona a una bailanta. Finalmente durmió con él. Y durante la mañana siguiente, al volver al domicilio conyugal, se toparía con un cuadro escalofriante: Don Virginio, a quien evidentemente la cena le había caído mal, yacía tieso entre el baño y la cocina, tenía los ojos desorbitados y una nube de espuma le asomaba por la boca.
La mujer entonces llamó a un médico. Y, simplemente, dijo:
–Doctor, mi marido está como descompuesto.
Esa inexactitud sería piadosamente remediada por el doctor Juan Rodríguez, al que semejante deceso no despertó dudas. De hecho, lo atribuiría a un simple paro cardíaco. Y emitió un certificado de defunción en tal sentido. Lo hizo en base a los dichos de la viuda y también por una pizca de negligencia propia, ya que llegó a esa conclusión sin ver el cadáver. Pero tampoco prestó atención a los comentarios de los camilleros, quienes aseguraban que Battistino exhibía un color demasiado amoratado como para una muerte natural.
Sus hermanos, sin embargo, comenzaron a desconfiar.
Ya en el velorio se respiraba un aire de sospecha. Los allegados del finado notaban que Gladys apenas podía sostener los ojos ante quienes le daban el pésame.
Y luego de las exequias, ella comenzó a descuidar su papel de desconsolada viuda, iniciando rápidamente los trámites de la sucesión en un Juzgado situado a 200 kilómetros de General Villegas. Con no menos rapidez, había empezado a convivir en la casa de la tragedia nada menos que con su amante.
Lo cierto es que las dudas sobre esa extraña muerte fueron creciendo en el seno de la familia Battistino. Fue entonces cuando nació la idea de solicitar una autopsia. El fiscal Natalio Mútolo, del Departamento Judicial de Trenque Lauquen, fue quien dirigió la investigación.
El cerco de la verdad comenzaba a cerrarse en torno a Gladys. Pero un inesperado mazazo final se abatiría sobre su destino: el testimonio espontáneo de su propia hermana. Ella, seguramente abrumada por la culpa, terminó por revelar el lado secreto de aquella virulenta noche. Estas fueron sus palabras:
“Gladys me dijo que el esposo tenía tos. Y que le habían recetado un remedio, que ella diluyó en un vaso con jugo de naranja. Incluso aseguró que, al revolver el medicamento en el líquido, se hizo una efervescencia como si fuera soda. Entonces, le dijo a Don Virginio: ‘Te lo tenés que tomar. Es fuerte, pero te lo tenés que tomar’. Y él se lo tomó sentado ante la mesa. Después ella cerró la puerta con llave y se fue con las nenas a mi casa. Y volvió a la suya para ver al viejo a través de una ventana; él ahora estaba tirado en el piso de la cocina; tenía convulsiones. Ella, finalmente, se fue al baile. Luego del entierro supe por su propia boca que ella no le había dado precisamente un remedio”.
La autopsia corrió por cuenta del forense Juan Rouaux, quien le anticipó al fiscal sus conclusiones con una frase por demás elocuente:
–El tipo murió como una rata.
Ello tenía su asidero de razón, ya que la muerte de Battistino fue por tras una ingesta de estricnina. Nada menos que diez gramos, los cuales le confieren a este crimen un record que merecería figurar Guía Guiness: la mayor dosis de envenenamiento registrado en la historia policial argentina.
Luego, siempre con su estilo frontal, el doctor Rouaux supo evocar la dinámica de aquel fallecimiento: “Primero, la víctima siente un desasosiego. En paralelo, aumenta el ritmo de la respiración. Después hay una serie de convulsiones, en las cuales tienden a juntarse los talones con la nuca, aunque, obviamente, sin lograrlo. Y finalmente, se da una relajación. En ese instante, el individuo es conciente de su propia agonía”.
Gladys Leal fue detenida pocos días después. El 28 de noviembre de 1997, los integrantes de un Tribunal Oral de Trenque Lauquen la declararon culpable de “homicidio agravado por el vínculo” y con “uso de veneno”. La sentencia fue a “reclusión perpetua”. Desde entonces está alojada en el penal de Bahía Blanca.
El corazón delator
–Gladys, ¿Qué sintió al escuchar la condena?
– Se me nubló todo.
Estos cuatro vocablos los pronunció en agosto de 2003, en ocasión de ser entrevistada para el programa “Historias del crimen” (Telefe), conducido por Darío Villarruel y quien esto escribe.
Según los investigadores, Gladys Leal había ideado un frío plan para acabar con la vida de su flamante esposo. Pero, al parecer, se trataba de una homicida algo impulsiva. De otro modo no se explica que haya dejado tantos rastros de su culpabilidad.
Primero le habría pedido el veneno a un pariente que era peón en un campo. Ante la negativa de éste, acudió a una farmacia. En el cuaderno de registro, ella puso con su puño y letra un nombre de fantasía: “Susana Traverso”, tal vez en homenaje a la ya apagada vedette.
Sin embargo, también tenía un Plan B para ver muerto a Battistino: encargar el crimen a un tercero. Entonces no dudó en ofrecerle sexo y dinero a un albañil del pueblo para que éste despene a su marido. Y el broche de oro de su inexplicable campaña para levantar sospechas fue haber vendido las alianzas de su boda a los pocos días del hecho.
No obstante, ella no escatima ocasión para proclamar su inocencia:
–No sé realmente lo que pasó. Pero nos cortaron lo que teníamos con Virginio. Quiero decir que cortaron todos nuestros proyectos. Porque fue muy poquito el tiempo que viví con él.
–¿Usted estaba enamorada de su marido?
–No estaba lo que se dice enamorada. De hecho, el sabía lo de Ricardo, y lo aceptaba, ya que por su edad no podíamos tener sexo. Pero estábamos lo más bien juntos. Sin embargo, nos cortaron todo.
–¿Cómo que les cortaron todo?
–A Virginio lo envenenaron. Él no se envenenó solo…
–¿Y quién lo habría envenado?
–No tengo idea. Por eso digo que se tiene que seguir investigando.
–¿Battistino tenía enemigos?
–No, que yo sepa.
– ¿Entonces porque lo querían matar?
–No sé. Pero alguna razón habría…
La estadía carcelaria de Gladys no había cambiado sus costumbres. Tal como lo hizo cuando estaba en libertad, se dedicaba a las tareas domésticas, pero, claro, dentro de su pabellón. Tampoco padecía la soledad afectiva del encierro, puesto que mantuvo una relación sentimental con un violador que cumplía una condena en el sector masculino del penal. Fruto de dicha unión había nacido un varoncito, que por entonces tiene cuatro años y era criado por los padres de su pareja, mientras que sus dos hijas vivían con los suyos.
En tanto, la viuda se obstinaba en aferrarse a una esperanza: que la Justicia le cambiara la carátula de su condena por la de “prisión perpetua”, por lo que – beneficiada con el “dos por uno”– hubiese podido recuperar la libertad en apenas unos años. Su abogado trabajaba con ahínco sobre ese punto, a pesar de que ya había agotado casi todas las instancias legales.
– ¿Qué siente cuando se refieren a usted como “La envenenadora de General Villegas”?
–Es nada más que un título.
–¿Pero le molesta ese título?
–Para mí esto es un dolor que cargo todos los días.
La muerte de Virginio Juan Battistino aún sigue siendo en su pueblo un recuerdo lacerante. Como símbolo escenográfico del hecho, su hogar continúa en pie, pero abandonado a merced de las ratas. La Municipalidad, sin embargo, se niega a poner veneno.
Algo bueno para este pasquín! Felicito a Ragendorfer por la manera en que cuenta las historias. Eso si que es un oficio: el oficio de escribir...y encima hacerlo bien. Felicitaciones de nuevo.
Muy bueno Miguel , faltaría relatar nuevamente la matanza en la Estancia de Villegas ,La Payanca , con tu Pluma , ese relato seria Fantastico . gracias .