La foto de la Argentina es dramática. 43% de pobreza. 8 millones de chicos pobres en todo el país, de los cuales más de la mitad tienen severos problemas de alimentación. Una inflación anualizada del 113%, con pronósticos de cerrar 2023 entre 180% y 200%.
Con estos datos, cuesta creer que un “outsider” como Javier Milei solo haya obtenido el 30% de votos en las PASO del último domingo. No porque el líder libertario sea precisamente la solución, sino porque la clase dirigente tradicional parece incapaz de resolver lo único de lo que tienen que ocuparse: que la sociedad viva tranquila y sin grandes sobresaltos. Nada más.
Todos fallaron, aunque el kirchnerismo con sus 16 años en el poder sea el dueño de las mayores responsabilidades. Pero también los 4 años de Cambiemos dejaron bastante que desear. De hecho, si hubieran hecho un gobierno apenas aceptable, Alberto Farnández hoy no sería Presidente.
Pero el estado de las cosas en 2019 parece Suecia si se lo compara con el desastre actual. Y lo que más enerva es que los que deberían defender a los sectores más desprotegidos se hagan los distraídos sólo porque gobierna el peronismo.
El silencio de la CGT y los distintos sindicatos es atronador e indignante. Sencillamente da asco. Y parte de ese asco derivó en el triunfo de Milei. Como un abierto desafío a lo que esté por venir con una nueva administración no peronista.
Pero en verdad, pocos se salvan. Genera un poco de exasperación recordar las multitudes presentes en las calles de todo el país cuando la Selección de fútbol ganó el Mundial y compararlo con la inacción actual. Aunque las cacerolas de 2001 tal vez hayan sido reemplazadas por la figura de un hombre ajeno a las estructuras partidarias.
Que Milei haya sido el precandidato más votado quizá fue necesario para sacudir la “modorra” que nos estaba (y aún lo está) envolviendo peligrosamente. Una bomba. Pequeña por ahora, pero bomba al fín.
En 2001, la crisis fenomenal que sufrió la Argentina fue canalizada por dos dirigentes impopulares pero de mucho peso, como Eduardo Duhalde y Raúl Alfonsín.
En rigor, lo que hicieron fue gestionar la debacle aplicando las mismas recetas de siempre, lo que permitió a la dirigencia poder reciclarse y cobijarse bajo la figura desconocida y desgarbada de un santacruceño extremadamente perspicaz para detectar las demandas sociales del momento.
En otras palabras, el “que se vayan todos” derivó nada menos que en el kirchnerismo, pero con la venia de una parte importante de la sociedad y de vastos sectores empresariales. Está claro que aquello no fue la solución.
Más de veinte años después, las enseñanzas de 2001 parecen haberse diluido. Porque tampoco el macrismo supo enderezar el barco. No sólo no se animó a enfrentar a los nuevos actores sociales protegidos por el kirchnerismo, sino que intentó seducirlos. Y se quedó a mitad de camino, “sin el pan y sin la torta”.
Y la nave se estrelló.
Y en ese choque, la sociedad castigó duramente a los autopercibidos sucesores de Duhalde y Alfonsín. Sergio Massa y Horacio Rodríguez Larreta son parte del mismo sistema: prolijos, buenos administradores en sus distritos, con llegadas a los empresarios, “lavaditos”. Y amigos entre ellos.
Por ahí ya no es. Con el alcalde porteño fuera de carrera, Massa puede mantenerse como candidato presidencial y ministro de una Economía destruida sólo porque este país es desopilante e insólito. Y que encima, su facción sea apoyada por un 27% del electorado y por los popes sindicales que soportan estoicos y en silencio una inflación de tres dígitos.
“El pueblo es peligroso porque es manejable”, decía William Shakespeare.
Nadie sabe cómo la Argentina todavía resiste a diario un deterioro moral, social y económico de increíble magnitud sin reaccionar, ni siquiera ante el crimen de una nena de 11 años, que en otro país hubiese provocado grandes protestas sociales.
Y en este devenir sumamente riesgoso, la República aún debe atravesar 70 días antes de las elecciones, y quizá 30 más hasta el balotaje.
Algunos memoriosos recordarán que se vivió una situación similar en 1989, con la crisis que se devoró al gobierno de Alfonsín. Pero hay una gran diferencia con aquel entonces: había un Presidente electo.
Hoy, no lo hay, y falta una eternidad para que lo haya.