En los distintos centros urbanos del país, en particular en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, deambulan y se afincan en la vía pública personas sin destino careciendo la mayoría de vivienda, trabajo, asistencia médica, espiritual y quizás vínculos familiares, que no solo son la cara del sufrimiento humano, sino que además muchos de ellos constituyen amenazas reales a la tranquilidad y seguridad pública. Terminan siendo marginales.
Cada tanto aparece algún hecho de sangre o de inseguridad relacionado con el protagonismo de alguna persona que vive en la calle, pero a diario vemos cómo la degradación de la persona (drogas, trata, indigencia, promiscuidad, prostitución, etc.) transita frente a la indiferencia de las mayorías, pero que en definitiva termina repercutiendo en nuestras vidas.
Es obligación del Estado dar respuesta en protección de los Derechos Humanos y el bien común, por cuanto los derechos de las personas en este sentido devienen de una concepción de la persona humana hecha a imagen y semejanza de Dios, y por lo tanto su dignidad es portadora de derechos naturales, que los conocemos como derechos humanos.
Estos derechos son anteriores a la construcción de los Estados y, por lo tanto, éstos deben garantizarlos en su integralidad. Asimismo, las Constituciones modernas, en este caso la Constitución Nacional y la Constitución de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, programáticamente reconocen estos derechos en forma amplia, pero los distintos gobiernos han hecho a lo largo de los años oídos parciales o sordos a estas responsabilidades.
Es por ello que deviene necesario emprender acciones al respecto para evitar que se siga profundizando esta situación de necesidad moral y humana, llegando a la actualidad a la indiferencia del dolor ajeno por parte de los ciudadanos lo que termina actuando como búmeran al poner en peligro la propia seguridad ciudadana.
Debemos empezar a ver, pensar, considerar y sentir nuevamente lo que resulta necesario al prójimo y dar respuesta a ello, por parte de los distintos gobiernos municipales, provinciales y del orden nacional, en particular el Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
La situación de calle de muchas personas, en ciertos casos puntuales que deben también ser oídos y objeto de respuesta por parte del Estado, afecta a los vecinos en forma directa, en su tranquilidad, seguridad, patrimonio, limpieza y, en casos extremos, puede llegar a poner en riesgo sus vidas.
Chocamos acá con un hecho incontrovertible: la escasez natural de los recursos. La naturaleza -dice Santo Tomás de Aquino- en muy pocas cosas ha provisto al hombre suficientemente (Ver Suma contra Gentiles, Club de Lectores de Librería Acción, libro III, p. 225). Las necesidades son ilimitadas, pero los medios para satisfacerlas son escasos, por definición de la ciencia económica. La economización de los medios no elimina la escasez, pero sí dispone los medios del mejor modo posible dada esa escasez. Luego, es imposible, físicamente, que haya siempre de todo para todos. Por ello, expresarse de modo tal que parezca que toda persona tiene derecho a recibir mágicamente toda clase de bienes y servicios suena tentador pero irrealizable.
El principio básico es que es un atentado contra la dignidad humana el suponer que la persona tiene derecho a recibir todo sin la mediación de su trabajo y esfuerzo, como si fuera un animal sin inteligencia y voluntad. Sin dudas, surge aquí la cuestión acerca de qué hacer con aquellos absolutamente incapacitados para cuidar de sí mismos y que no están atendidos por la familia o alguna sociedad intermedia.
Un derecho implica una capacidad jurídica de hacer tal o cual cosa -o no hacerla-, pero una capacidad de hecho de realizarla. La tan declamada “igualdad de oportunidades” debe entenderse con cuidado. Todas las personas deben ser respetadas en sus derechos, y en ese sentido, la igualdad ante la ley implica necesariamente la igualdad de oportunidades jurídicas para todos. Pero, si “oportunidades” entonces significa cualquier hecho fruto de la diversidad de talentos humanos y/o de la escasez natural de recursos, entonces, otra vez, la “igualdad de oportunidades” es literalmente un imposible que no puede ser necesariamente fuente del derecho.
Soy consciente del natural desacuerdo que habrá con la negativa a aceptar una expresión tan generalizada, pero los filósofos sólo se arrodillan ante la verdad. Las oportunidades, fruto de la natural desigualdad humana accidental y de la escasez de recursos, son por definición desiguales, lo cual no quita que una sociedad respetuosa de los derechos del hombre brinde mayores oportunidades para todos. Pero “iguales” oportunidades, más allá de la igualdad ante la ley, implicaría que deben ser iguales la salud, las fuerzas, los talentos, la inteligencia y los patrimonios o las fortunas de todos los seres humanos más allá de su igual naturaleza.
Desde luego, nada de lo que digo contradice que, dado el destino universal de los bienes y el derecho a la vida, sea inmoral y hasta antijurídico que existan grandes áreas de la población sumidas en una miseria absoluta (sin asistencia del Estado superaría el 50% la pobreza en la actualidad). Una buena política económica -que en gran parte emerge naturalmente del respeto a los derechos del hombre- implica una progresiva extensión y crecimiento de la cantidad de recursos para toda la población y, como dije, mayores oportunidades, consiguientemente, para todos. Este es un punto central del humanismo cristiano: la elevación del nivel de vida de toda la población – lo cual no significa un igualitarismo absoluto.
En definitiva, los ciudadanos nos merecemos respuestas concretas y comprometidas de parte de los funcionarios y la política para evitar la ocupación de la vía pública por personas sin horizonte, que generan situaciones de peligro para ellos y para terceros. El Estado no puede permanecer ausente y menos aún los funcionarios, trasladando la responsabilidad del cuidado y protección de los “sintecho” y personas con ciertas discapacidadedes en situación de calle a la solidaridad y el compromiso ciudadano de los vecinos. La función de velar por el respeto y la seguridad de las personas es irrenunciable y obligatoria del Estado para garantizar la igualdad de oportunidades real a la comunidad toda. La marginalidad y la inseguridad son un dolor evitable si se hacen las cosas correctamente sin mirar para otro lado.