Los timbrazos se le colaron en el sueño. Y adormilado, Jorge Ledesma atinó a manotear el interruptor de la alarma del despertador. Pero el timbre continuaba acribillando el silencio de esa mañana. Entonces, los párpados se le abrieron de golpe, antes de saltar de la cama para encaminarse hacia la puerta. A través de la mirilla sólo pudo ver la cara del portero. Y abrió.
En ese preciso instante, sintió sobre la frente la fría superficie del caño de una Browning, mientras un puñado de siluetas invadía el departamento.
Por toda explicación, una de ellas le pasó por los ojos un oficio judicial; las otras fueron hacia el dormitorio, acompañados por el portero y un vecino, quienes, a los efectos de ese allanamiento, oficiaban de testigos.
Ledesma, aún atónito, llegó a creer que se trataba de un malentendido. No obstante, aquella idea se le disipó al ver que uno de los intrusos extraía del placard una bolsita de nailon con cocaína (alrededor de diez gramos); también encontraron unos sobres de papel glacé con más “merca”, una balanza portátil y una cantidad ínfima de marihuana.
Todo eso estaba repartido en diferentes sitios del inmueble. Lo notable fue que esos tipos vestidos de civil –que pertenecían a la División de Drogas Peligrosas de la Policía Federal– conocieran de antemano su ubicación.
También observaban con sorna la mesa ratona en la que había un espejo con rastros de polvillo blanco y una botella vacía de Johnnie Walker. Incluso, se permitieron una humorada al respecto. Ledesma forzó una sonrisa triste.
Quizás entonces haya evocado el carácter festivo de la noche anterior, y la buena predisposición de la mujer que permaneció allí hasta clarear el día.
Pero ese 9 de junio de 1997 no había empezado para él del mejor modo.
En ello pensaba cuando era trasladado en un Falcon sin identificación a una sede policial situada en la esquina de Azopardo y México. Allí fue alojado en un pequeño calabozo.
Hasta ese momento creyó que su desventura se resolvería en cuestión de horas. Semejante impresión se vio robustecida durante la mañana siguiente, al ser llevado a los tribunales federales de la avenida Comodoro Py.
En el quinto piso fue recibido por la jueza María Romilda Servini. Ella lo trató con una amabilidad casi maternal, incluso le ofreció un café. Aún así, no le tembló el pulso al firmarle la prisión preventiva.
Cuando Ledesma era llevado a la cárcel de Caseros, su único consuelo fue pensar en Milagros, la chica que había alegrado sus últimos meses.
Amar es nunca tener que pedir perdón
Ellos se habían conocido en el hogar de un amigo en común. Y el flechazo fue inmediato. Corrían los primeros días de marzo. Ledesma poseía una modesta pero próspera inmobiliaria con oficinas en la avenida Las Heras, a metros de Junín. A la vez, despuntaba su pasión por el teatro produciendo una obra de Beckett cuyo estreno era inminente. Y además, consumía mucha cocaína. Milagros también.
Ella acababa de cumplir 31 años, era madre de mellizos y se encontraba en medio de una ruptura matrimonial.
Durante esa noche no habló de otra cosa. Y él la oía con una expresión comprensiva, pero sin apartar la mirada de su escote.
Lo cierto es que la velada concluyó en su departamento.
La noche siguiente se vieron nuevamente. Y en esa oportunidad, el tema dominante volvió a ser la ríspida relación de Milagros con su esposo. No era para menos: ella lucía un pequeño corte en el labio inferior. La indignación de Jorge pareció reconfortarla, así como también la ingesta de cocaína y alcohol, rematada por una maratónica sesión de sexo. De ese modo mitigó su alicaído ánimo, llegando a fantasear con no volver a su casa. Pero tres impedimentos la frenaron: sus hijos, el hecho de carecer de empleo y su temor hacia al marido. Según ella, el medio de vida del tipo era turbio y sus amigos, gente peligrosa.
De allí en más, los encuentros entre Jorge y Milagros fueron diarios. Y no tardaron en urdir proyectos en común; por ejemplo, poner una inmobiliaria en la provincia.
Claro que la cocaína continuaba siendo entre ellos un factor importante. Dicho sea de paso, él adquiría regularmente una considerable cantidad (unos 25 gramos por vez) y vendía la mitad entre sus amigos para abaratar el costo. Ella lo acompañaba en esas “cruzadas” comerciales. Finalmente, disfrutaban del resto hasta bien entrada la mañana.
Esa dinámica se prolongó durante más de tres meses. Todo entre ellos parecía ir viento en popa. Pero durante una madrugada de junio, el humor de Milagros experimentó un inesperado vuelco, y comenzó a chillar:
– ¡Soy una hija de puta! ¡Soy una hija de puta!
Parecía envuelta en un ataque de nervios.
Al rato, ya calmada, se negó a explicar a qué se refería.
El 8 de junio ocurrió el último encuentro entre ellos. Ella se mostró más solícita que nunca, como si tuviera una necesidad compulsiva e inaplazable de satisfacer a Jorge en todo. Pero él, ya tieso por la droga, le susurró al oído:
–Dejémoslo para otro día.
Milagros lo miró. Sus ojos tenían un extraño brillo. Ya se sabe que al día siguiente Jorge fue detenido.
Ya en Caseros, los días para él fueron transcurriendo con una lentitud exasperante. Por las noches, extrañaba a esa mujer.
Al mes, logró enviarle una carta a través de un emisario. La respuesta le llegó por esa misma vía.
El tipo, un preso con salidas transitorias, le contó a Jorge que Milagros rompió en llanto al recibir la misiva, antes de garrapatear algunas palabras de amor en una servilleta; además, en una apresurada posdata, adujo no tener su DNI para entrar a la cárcel.
Jorge quedó convencido de que sus vidas se volverían a cruzar. Aunque, desde luego, no imaginaba en qué circunstancias.
Otra vez en la vía
Fue en septiembre cuando a Ledesma le rebotaron un pedido de excarcelación. La mala nueva le llegó en el locutorio del penal por boca de su abogado, Darío Borda, junto con un dato perturbador:
–En la causa hay un agente encubierto.
Tras el estupor inicial, el preso quiso saber:
– ¿Quien carajo es?
–Ni idea –fue la respuesta.
A partir de ese instante, Ledesma alternó su tristeza por la ausencia de Milagros con otra obsesión: identificar a quien se había infiltrado en su vida. Tal interrogante lo desvelaba.
Pues bien, el asunto saltó a la luz durante el juicio oral, realizado a fines de 1998, cuando esa persona apareció en el estrado. No era otra que Milagros.
Ledesma entonces supo que la traición no se consumó ya comenzado el lazo amoroso sino que el plan policial de “engarronarlo” fue previo al instante en el que conoció a la delatora. Un procedimiento muy en boga por entonces.
Con anterioridad –según pudo averiguar el doctor Borda–, ella ya había entregado, con idéntico método, a otros consumidores incautos a los que, por necesidades “estadísticas”, se les fabricaba causas por “tráfico”.
En el caso puntual de Ledesma, los policías de “Toxi” –tal como se les dice al personal de Drogas Peligrosas– estuvieron al tanto de sus movimientos durante los tres meses previos a su arresto. A tal efecto, Milagros se reunía dos veces por semana en un bar del barrio de Flores con el oficial que coordinaba la “pesquisa”. En rigor, ella no pertenecía a la Policía Federal. Pero a cambio de sus “servicios”, el esposo gozaba de “zonas liberadas” para delinquir.
Ante el Tribunal, la declaración de Milagros fue escueta:
–Tuve una relación sentimental con el acusado, y solamente cumplí con mi deber de ciudadana al denunciarlo por comercializar estupefacientes.
Ledesma fue condenado a seis años de prisión. Y recuperó la libertad a mediados de 2002, al cumplir los dos tercios de la pena.
De allí en más, Milagros fue para él una especie de recuerdo fantasmal. Hasta el 19 de septiembre de 2004.
Ese lunes, Ledesma caminaba por una calle de La Paternal. Y se detuvo en un paso a nivel sobre la calle Garmendia.
A lo lejos se escuchaba el silbido de un tren, justo cuando un Clío negro frenaba a su lado. Entonces, vio de soslayo el perfil de su única ocupante. Era nada menos que Milagros.
Él quedó petrificado. La cara de ella, en cambio, se contrajo en un rictus de pánico. Y ya con la locomotora a metros, hundió un pie en el acelerador.
Al atardecer, la pantalla de Crónica TV emitió los detalles de semejante fatalidad.