El islam radical tiene algo en común con el movimiento propalestino Boicot, Desinversiones y Sanciones, mejor conocido por su acrónimo BDS. Comparten el odio hacia Israel y transmiten una marcada judeofobia. Muchos activistas del BDS encubren su antisemitismo como antisionismo, en tanto se presentan como anti-Israel mas no como antijudíos. Sin embargo, ambas corrientes abogan de un modo u otro por la destrucción de Israel. Su desaparición haría igualmente felices a santurrones universitarios y yihadistas islámicos. Ambos grupos piden por la liberación de Palestina “desde el río hasta el mar”, lo que necesariamente implica el desmantelamiento forzado de la estatidad judía.
La voluntad por ver a los judíos desaparecer es patente entre los extremistas islámicos y la militancia propalestina. Por esta razón, pese a las muchas diferencias entre doctrinas, existe una misma disonancia cognitiva. Los enemigos de Israel predican por el boicot o su destrucción, y con todo emplean tecnología israelí. Aunque la comparación entre yihadistas y agitadores progresistas podría sonar desmesurada, ambos grupos comparten ejercicios mentales parecidos para justificar algunas contradicciones éticas ineludibles.
Comencemos por el BDS, pues está cosechando importantes éxitos a razón de la guerra en Gaza iniciada por Hamas. El movimiento llamó a sus seguidores a intensificar la campaña de boicot contra Israel; y enumera con este fin las multinacionales que supuestamente se benefician con el derramamiento de sangre. Por ejemplo, a más de dos meses del comienzo de hostilidades, algunas cadenas de ropa y comida rápida tienen dificultades para atraer consumidores en países mayoritariamente musulmanes.
Tal es la indignación que franquiciados en países como Egipto, Turquía y Malasia han tenido que desmentir cualquier afiliación con capítulos de las mismas marcas en Israel. No por poco, el conflicto israelí-palestino arroja importantes riesgos reputacionales sobre grandes empresas con operaciones en todo el globo. El BDS ofrece a sus seguidores gratificación moral inmediata bajo la premisa de que boicotear a Israel lo convierte a uno en mejor persona. Para lograr este efecto, el BDS brinda un listado con empresas y productos prescindibles o fácilmente reemplazables. A saber, si no le compro un café a Starbucks se lo puedo comprar a la cafetería del barrio. En lugar de comprar zapatillas en Puma, quizás puedo buscar en Adidas o en Nike.
Eso sí, el consumidor moralmente-consciente que asiente con el boicot es selectivo e inequitativo. Algunas cosas son más fáciles de reemplazar y hay otras virtualmente irremplazables. Siendo este el caso, Intel y Microsoft defendieron públicamente a Israel tras los ataques del 7 de octubre y salieron indemnes del embate boicoteador. Facebook y Google también: se apartaron de una conferencia de tecnología luego de que su organizador criticara a Israel. Pero los partidarios del BDS no llaman a boicotear semejantes gigantes. ¿Por qué?
La respuesta se hace evidente. Un boicot sincero haría menester evitar el uso de computadoras o dispositivos inteligentes. Los PC funcionan con Windows y software desarrollado en Israel, y la gran mayoría de ellos utilizan procesadores Intel diseñados allí también. De hecho, la última generación de los core se fabrica en Kiryat Gan, a casi sesenta kilómetros de Tel Aviv. Nadie está dispuesto a tirar su portátil por la ventana y ningún activista –por más moralista que se crea– está preparado para dejar Instagram o Google.
Enfrentados a esta contradicción, los partidarios del BDS sostienen que la necesidad justifica su acción. Reconocen la imposibilidad de desprenderse de la tecnología israelí porque es inseparable de los quehaceres modernos. Pero antes que conciliarse con su hipocresía, los activistas militantes se complacen en tomar las innovaciones del enemigo y volverlas en su contra. Presumen que Israel es una entidad colonial, de modo que su tecnología civil es el devenir de una ocupación militar. Como Israel es ilegítimo, sus logros son a costa de la injusticia contra el pueblo palestino. Por eso, siguiendo este planteo, la reapropiación de la tecnología israelí para fines propalestinos es un acto de desagravio; quizás incluso de reparación.
Salvando las distancias, la misma dinámica es propia del integrismo islámico y los grupos terroristas. Los creyentes que suscriben con alguna corriente extremista, sobre todo dentro del espectro religioso sunita, asumen que nunca hubo mejor época en la Tierra que durante los tiempos del Profeta Mahoma (y sus sucesores inmediatos). Esta creencia arroja una aversión hacia la introspección y cualquier tipo de innovación intelectual, sea política, religiosa o filosófica. El islam radical de hoy es indescifrable sin revisar el desarrollo histórico del mundo musulmán, pero basta decir que la acogida de la tecnología moderna – seguramente desarrollada y fabricada por infieles – contradice el supremacismo islámico de los yihadistas.
El yihadismo contemporáneo se arraiga en la prominencia histórica que ha tenido la jurisprudencia islámica ortodoxa sobre otras perspectivas más reflexivas o progresistas. Durante los inicios del colonialismo europeo, los creyentes necesitaban explicar la brecha entre la presumida supremacía moral del islam y la tangible superioridad tecnológica y militar de las potencias de Occidente. Precisaban una excusa suficientemente convincente para permitirles probar y adoptar las formas de Europa. Querían imitar a los infieles, pero hacerlo con la conciencia tranquila.
Algunos pensadores llegaron a la conclusión de que las innovaciones europeas acaecieron gracias al islam, restándole así agencia o mérito propio a los europeos y sus ideas. Se sugirió que los logros científicos del mundo árabe sentaron la base para el avance occidental. También se postuló que el medido enajenamiento de los europeos con la Iglesia y sus jerarquías eclesiásticas probaba su afiliación con el islam, una comunidad religiosa descentralizada. Aunque los europeos no lo supieran, sus inventos arrastraban una deuda con el islam. Por otra parte, hay quienes acusaron a Occidente (y luego a los judíos) de conspirar contra los musulmanes para explotarlos económicamente y dividirlos por medio de ideologías seculares.
Este trasfondo resume la disposición que tienen los apologistas del islam radical para sacar provecho de la tecnología de sus enemigos, cosa que han sabido hacer muy bien. Avalan el uso de herramientas confeccionadas por no musulmanes siempre y cuando sean útiles para defender al islam. Las armas estadounidenses o israelíes sirven en la guerra, y las redes sociales de judíos y compañía sirven para hacer proselitismo y reclutamiento. En este sentido, dañar al enemigo con sus propias tecnologías casi que se convierte en un acto de consagración divino. Aquí aparece una dimensión religiosa para legitimar el uso de tecnología moderna que de otro modo sería problemática para los fieles más intransigentes.
Esto no ha pasado desapercibido entre los juristas islámicos. De hecho, los doctos de religión aún se enfrentan a desafíos intelectuales a efectos de conciliar aspectos de la vida moderna con la interpretación de la ley islámica. Paradójicamente, dado que en el islam no existe una autoridad central que monopolice doctrinas y diga que está bien y qué está mal, quienes justifican la apropiación de tecnología no islámica para expandir el islam son a menudo llamados moderados.
Estos “moderados”, en verdad radicales desfachatados, llaman a boicotear todo lo que corrompa o contradiga la virtud moral del islam, como la Navidad, la cultura y las artes. Y si bien los juristas prohíben a los musulmanes comerciar con Israel o trabajar para empresas que lo apoyen, no tienen mayor problema en utilizar tecnología o dinero israelí ellos mismos. Yusuf al-Qaradawi, quien fuera hasta su muerte en 2022 el predicador sunita más popular del mundo, prohibía a los fieles visitar Jerusalén, pero celebraba cuando estos cometían ataques suicidas contra civiles en la ciudad santa.
El boicot hacia Israel es inconsistente y rebuscado. Sean de izquierdas o de movimientos islámicos, los militantes propalestinos exceptúan del boicot todo aquello que les conviene y no pueden reemplazar. Su propósito no es presionar a Israel para crear un Estado palestino, sino más bien socavarlo económicamente para ulteriormente contribuir a su desintegración. Aunque lo refuten o ignoren, los partidarios del BDS tienen algo grande en común con la yihad islámica.