Entre la penumbra, una silueta femenina se contorneaba solitariamente sobre una tarima al compás del tema “Tiburón a la vista”, el hit de Los Wawancó.
La pista de baile estaba vacía. En la barra, dos tipos bebían en silencio.
Al concluir esa canción, la mujer bajó del pedestal para caminar con desgano hacia ellos. Después, los tres se instalaron en una mesita del fondo; al rato se les unió la “madama” del lugar.
Los tipos comentaron algo antes de soltar una sonora carcajada. Esa risa hizo que, desde una mesa aledaña, un hombre se fijara en ellos; luego volvió a concentrarse en su vaso de vodka.
Era la madrugada del 8 de mayo de 1978, y allí, en la whiskería “Elsa”, de Necochea, no había otros clientes.
Las chicas del lugar le lanzaban miradas sugestivas. Pero él parecía no advertirlo, tal vez sumido en algún recuerdo. Se trataba de Milivoje Pesic, un marinero yugoeslavo que integraba la tripulación del Mavro Vetranic, un carguero anclado en el puerto de Quequén. Lo cierto es que estaba lejos de imaginar el cariz que tomaría la velada.
El primer signo del asunto fue auditivo: un griterío que provenía de la mesita del fondo. La discusión entre los dos tipos y sus acompañantes pasó a las manos, en medio de insultos y alaridos.
Fue entonces cuando Pesic decidió intervenir. Pero, de pronto, a mitad de camino, vio las estrellas, antes de que todo se le oscureciera. En realidad, un botellazo había estallado en su mollera y cayó de bruces.
Quien sabe cuánto tiempo tardó en recuperar la conciencia. La cuestión es que, al abrir los párpados, vio el cadáver despanzurrado a puntazos de la mujer que había bailado en la tarima. La otra, con heridas leves, gemía. Rápido de reflejos, Pesic puso los pies en polvorosa.
Ya clareaba cuando llegó al muelle. Y con premura, intentó alcanzar la escalerilla del barco, cuando varias manos lo tomaron por atrás, en medio de órdenes e insultos. Esposado por la espalda, lo arrojaron a un patrullero que lo condujo a la comisaría 1ª de Necochea. Esa fue la primera escala de su pesadilla.
Todo está guardado en la memoria
Todo indica que los policías querían resolver el caso lo más rápido posible. Y no malgastaban el tiempo. A tal efecto, lo tenían Pesic –aún esposado y ya con un ojo en compota– en una silla, ante unan lámpara que lo enceguecía.
Para que no se cayera del asiento, dos agentes lo sostenían, mientras el comisario Gerardo Arias –a quien esta trama le daría una módica celebridad– lo ametrallaba con preguntas. Por respuesta, el detenido sólo balbuceaba frases incomprensibles, ante las cuales el comisario insistía cada vez con peor talante.
En este punto, cabe aclarar que Pesic era políglota; sabía hablar en tres idiomas –inglés, francés e italiano–, además de su lengua natal. Sin embargo, no entendía ni una sola palabra en español. Así, con semejante obstáculo, transcurrió su interrogatorio, hasta que lo obligaron a firmar la confesión.
Su siguiente escala fue la cárcel de Azul, mientras el carguero Mavro Vetranic zarpaba sin él hacia Europa. Pesic quedó así librado a su suerte.
Al principio, el asesinato de la copera Mirtha Noemí Godoy, de 21 años, y las heridas a la “madama” Rafaela Villavicencio, de 42, tuvieron una escasa repercusión; sólo el diario “El Atlántico”, de Mar del Plata, se ocupó del tema, mientras la prensa nacional únicamente transcribía algún cable de agencia.
Pero, poco después, dos cronistas del diario Clarín –Emilio Petcoff y Enrique Sdrech– se interesaron en el asunto, luego de que se contactara con ellos el abogado Hugo Trogu, quien defendía a Pesic. Éste, de ascendencia yugoeslava, fue hasta entonces la única persona que, por razones idiomáticas, pudo comunicarse con el marinero.
Pero fue escasa la información que él fue capaz de proporcionarle, dado que la oscuridad en la escena del hecho y el golpe que lo dejó sin sentido hizo que, con respecto a la secuencia del crimen, su amnesia fuera total. O casi.
Ocurre que, en medio de las horas muertas del encierro, el pobre Pesic se devanaba los sesos para tratar de reconstruir aquella maldita circunstancia. Y súbitamente, tuvo –diríase– una revelación. Entonces, sobre un papel dibujó dos rostros; eran los de aquellos dos sujetos que vio en esa whiskería de mala muerte durante la noche de su desgracia.
Petcoff escrutó con ojo clínico una fotocopia de ese identikit tumbero, antes de pasárselo a Sdrech. El doctor Trogu los medía con una expresión expectante. Luego, les contó que el fiscal de la causa, Eladio Bermúdez, no tomó en cuenta este elemento de prueba, sin siquiera sumarlo al expediente.
Días después, en Necochea, Petcoff se dejó caer en la whiskería Elsa. Allí entabló un diálogo trivial con la madama Rafaela.
Ella chorreaba simpatía, hasta que el periodista le exhibió la fotocopia con los retratos. Su interlocutora palideció y, esgrimiendo una excusa, dio por terminada la conversación. Notable.
A la mañana siguiente, fue Sdrech quien acudió a la comisaría 1ª. Allí fue atendido por el propio Arias, quien, con sumo beneplácito, se ufanó de su celeridad en esclarecer el crimen de Mirtha Godoy.
Pero, al serle exhibido los retratos, su actitud cambió. Y, de mala gana, sólo cinco palabras salieron de su boca:
–¿Quién carajo le dio eso?
La entrevista concluyó así.
La serie de artículos que a partir de entonces ambos publicaron sobre el crimen de Necochea hacía foco en el entramado delictivo que subyacía en este caso, a través de una variada gama de actividades mal vistas por el Código Penal, en las cuales se deslizaba el largo brazo de policía local. Una hazaña periodística en medio de la última dictadura. Sin embargo, no por eso varió la situación procesal de Pesic. Y el juicio en su contra fue fijado para el 3 de julio del año siguiente.
La ley del garrón
Para entonces, el caso estaba en la boca de todos. Tanto es así que la opinión pública se dividía entre quienes sostenían la inocencia de Pesic y quiénes no, mientras los diarios derramaban ríos de tinta al respecto.
El juicio oral –presidido por el doctor Guillermo Vallejo– apenas duró cuatro audiencias; las suficientes para sellar el destino del acusado. Entre los periodistas, claro, estaban Petcoff y Sdrech.
En una de sus crónicas, este último describió este proceso de un modo palmario: “Es un circo donde declararán 29 personas, y la única que no tiene antecedentes penales es Pesic”.
Petcoff, a su vez, escribió: “Sería injusto que algunos testigos del caso no figuren en la historia universal de la mendacidad”. Por cierto, no exageraba.
Había uno –que se presentó como “ratero y folklorista”– a quien no se le movió un solo músculo del rostro al declarar haber visto desde el baño el momento “en que Pesic, muy mamado, atacaba a las mujeres con un cuchillo”.
Otro sujeto de avería, apodado “el Fisgón” –porque su fetiche consistía en espiar los movimientos del salón desde los agujeros del techo–, sumó a los dichos del testigo anterior un detalle: “En el momento de abalanzarse sobre las mujeres con un cuchillo, el acusado tenía el miembro erguido”.
Por su parte, la señora Villavicencio se mostró reticente, aduciendo que “creía reconocer” a Pesic como el victimario.
El acusado la miró fijamente. Y ella se volteó hacia él para decirle:
–Vos sabés que yo sé lo que pasó aquella noche.
Y se retiró sin que hubiera ninguna otra pregunta para ella.
Todos, además, coincidieron en que, al momento del ataque, los tipos que bebían con las víctimas ya se habían retirado. Y que tal vez eran turistas, ya que nadie los conocía. Ni los identificaron en los retratos que les exhibió el defensor. Y los jueces tribunal no se interesaron mayormente en ellos.
Algo, a los ojos de Petcoff y Sdrech, resultaba más que evidente: todos los testigos estaban enlazados en un mismo patrón narrativo, como si hubieran sido entrenados –quizás por la policía– para encubrir al autor (o autores) del asesinato de Godoy y las lesiones de Rafaela.
La clave –pensaban– estaba depositada en esas dos figuras fantasmales. Sea como fuere, el 6 de julio, Pesic fue condenado a 16 años de prisión.
La conexión sevillana
El tiempo para él fue transcurriendo lentamente. Mientras tanto, muchas voces clamaban (vanamente) por su inocencia. Un incordio menor para la Justicia de aquella época, sometida al poder militar, a pesar de la presión del Vaticano, del gobierno Yugoeslavo y de las Naciones Unidas.
Pero, de pronto, algo pasó: a comienzos de 1983 cayó en la ciudad española de Sevilla una banda de 30 argentinos por tráfico de cocaína. Entre ellos había dos hampones de de poca monta: Carlos Alberto Farnos y Juan Hankel, oriundos de Necochea. Sus fotografías salieron en el diario El País.
Eran los tipos del dibujo de Pesic.
Antes de que aquello tomara estado público, el gobernador bonaerense, Jorge Aguado, le redujo la pena a la mitad, antes de conmutársela por “buena conducta”. Pesic partió de inmediato a su país.
Mientras tanto, en un juzgado ibérico, Farnos y Hankel confesaban con lujo de detalles sus autorías en el crimen de Godoy.
De inmediato se solicitó desde Buenos Aires su extradición. Un trámite inconcluso, ya que ambos se fugaron de una alcaidía sevillana. De Hankel no se supo nada más.
Farnos, en cambio, se convirtió en el “culata” preferido del sindicalista Gerónimo “Momo” Benegas, a quien acompañó desde fines de los ’90 hasta, por lo menos, bien entrada la primera década del siglo XXI. Desde entonces, su rastro se extravió para siempre. Vueltas de la vida.
Yo era pibe cuando esto pasó. Como siempre, un lujo leer sus notas.