Fue una gran escena de la historia del delito en la Argentina, aunque entonces pasara desapercibida como tal. Su circunstancia propiciadora: un asado en el patio del fondo de la Comisaría 5ª de La Plata.
Corría apaciblemente una de las últimas noches del verano de 1995, y el calor climático, junto con el que irradiaba el carbón de la parrilla, hizo que los asistentes –un puñado de policías vestidos para esa ocasión de elegante sport– se volcaran a la refrescante ingesta de vino blanco.
Entre ellos había un hombre que no parecía ser un agente del orden. Los presentes lo trataban con suma deferencia. Cada tanto, se pasaba una mano por el cabello engominado. De contextura intimidante y varios kilos de más, lucía una camisa arremangada, la corbata floja y unas gotas de sudor le corrían por la nariz, levemente sonrosada por efecto del alcohol.
El tipo vaciaba una y otra vez su copa. Primero, con discretos sorbos y, después, de un solo trago, vociferando bromas que él mismo se encargaba de festejar, mientras su dicción se volvía más incierta. El resto de los presentes reía por compromiso.
Pero, de pronto se puso serio y, sin dejar de arrastrar la “erre”, dijo:
–A esa mujer me la tienen que limpiar. Si me quieren ver camarista y pedirme lo que quieran, me tienen que hacer ese favor.
Los policías se miraron unos a otros con azoro e incomodidad. Algunos, incluso, trataron de incurrir en otros temas. Pero él continuaba enfrascado en aquella obsesión, y la bebida lo fue poniendo aún más pesado.
–Ya saben, el que me la voltea tiene premio –insistió por última vez, al concluir la velada, no sin aclarar que tal “premio” consistía en 20 mil dólares contantes y sonantes.
Era nada menos que el doctor Amilcar Vara, quien tenía a su cargo el Juzgado en lo Criminal y Correccional Nº 7 del Departamento Judicial de La Plata.
Yla destinataria del “favor” en cuestión era la abogada Elba Témpera, quien por entonces patrocinaba a los familiares del albañil Andrés Núñez y del estudiante de periodismo, Miguel Bru, cuyos paraderos eran un enigma, tras haber caído en las garras de La Bonaerense.
La alianza entre la toga y la gorra
El 28 de septiembre de 1990, Núñez fue asesinado por personal de la Brigada de Investigaciones de La Plata, mientras era sometido a brutales torturas para que confesara el robo de una bicicleta. Así tuvo el siniestro privilegio de ser considerado el primer desaparecido desde la restauración de la democracia. O, al menos, el primero que logró trascender a la opinión pública.
En 1993 –y a pesar de que la Jefatura estaba al tanto de lo ocurrido con Núñez–, el expediente dormía el más profundo de los sueños, y la prensa ya se había olvidado del asunto. Hasta que Témpera asumió la representación de la familia del albañil.
Entonces, tuvo que vérselas con Vara. Con fingida pesadumbre, este sujeto apeló al sentido común:
–Si no hay cuerpo, no hay delito.
Y supo maquillar tales palabras con una expresión piadosa: su mirada apuntaba hacia un crucifijo de madera al costado del escritorio.
Vara declamaría esa misma frase al oído de Témpera en agosto de aquel año, esta vez refiriéndose a Bru. Días antes, este pibe de 23 años había hecho una denuncia por “abuso de autoridad” contra efectivos de la Comisaría 9ª de La Plata con motivo de un allanamiento ilegal. Ello motivó su arresto, seguido de su desaparición.
Pero volvamos al caso Núñez.
Por entonces, aún era un secreto que el máximo cacique de la Regional Lanús, Mario “Chorizo” Rodríguez, un pesado de fuste cuyo legajo chorreaba sangre, le había pagado 250 mil dólares a Vara para ocultar la responsabilidad en ese asesinato de tres subordinados suyos: el subcomisario Luis Ponce y los oficiales Alberto González y Pablo Gerez, quien, además, era su sobrino.
Lo cierto es que, horas después del crimen, el magistrado se dejó caer en la sede de la Brigada con un consejo técnico: “desaparecer el cadáver”. Y añadió su cita de cabecera: “Si no hay cuerpo, no hay delito”. Aquella vez, su expresión no fue nada piadosa.
Pero para su sorpresa, Témpera logró algunos testimonios cruciales; los de algunos detenidos en la Brigada durante la noche en que Núñez exhaló su último suspiro. De modo que a Vara no le quedó otra alternativa que procesar a una decena de policías. Un contratiempo subsanable.
Esa vez la ayuda fue obra de la Cámara de Apelaciones, presidida por el magistrado Horacio Piombo, que volteó los encausamientos con un argumento atendible: “Los testigos son delincuentes y, por ende, sus testimonios carecían de toda validez”.
Mientras tanto, el caso Bru atravesaba un derrotero casi idéntico, puesto que Témpera también había conseguido la declaración de algunos presos en la Comisaría 9ª, quienes afirmaron haber oído desde sus calabozos los alaridos del estudiante al momento de ser flagelado.
No obstante, el expediente quedó también frenado en esa instancia. Aún así, la abogada se mostraba muy activa. Y eso desvelaba a Vara.
Fue cuando, durante ese asado, él no dudó en pedir su cabeza. Pero tal conspiración fue de corto aliento, dado que la misma se filtró en clave de rumor.
Muy solícito, el secretario de Seguridad, Alberto Piotti (aún no había un ministerio del área), puso un patrullero en la puerta del domicilio de Témpera, pero sin equipo de comunicaciones y, a veces, sin combustible.
A partir de entonces, la figura del juez ya estaba en boca de la opinión pública. Por ese motivo no le quedó otro remedio que excusarse de la causa Núñez Su reemplazante fue el juez Ricardo Szelagowsky (h).
Aquello hizo que él se sintiera muy vulnerable. Olfateaba algo funesto. Y no se equivocó. De hecho, sus temores se corporizarían por partida doble.
Por un lado, la Corte Suprema bonaerense desbarató el dictamen de la Cámara de Apelaciones con respecto a los sospechosos de la desaparición del albañil. Pero éstos se habían esfumado de los sitios que solían frecuentar. Así es que no hubo detenciones.
Por otro lado, Témpera presentó ante el nuevo juez al suboficial Daniel Ramos, uno de los procesados, quien había decidido "prender el ventilador" con un dato preciso: el lugar en dónde había sido ocultado el cadáver de Núñez.
Sus restos –calcinados– estaban dentro de un tanque australiano, en un campo de General Belgrano, cuyo encargado era un primo del oficial Gerez. En medio del procedimiento hubo una circunstancia reveladora, cuando un lugareño increpó al agente de consigna con las siguientes palabras:
– ¡Qué hacen acá! Este campo es del comisario Mario Rodríguez.
Szelagowsky ordenó aquella semana la detención de 12 policías.
Ya en 2013, el subcomisario Ponce fue condenado a perpetuidad por ser uno de los tres autores materiales del crimen; los restantes –Gerez y González– jamás fueron localizados. El “Chorizo”, por su parte, no fue importunado por la Justicia en relación al caso.
A su vez, el cuerpo de Bru jamás fue hallado. Pero dos oficiales de la 9ª –Walter Abrigo y Justo López– terminaron encarcelados de por vida.
En tanto, para Vara el hundimiento fue inevitable.
La vara de la Justicia
¡Pobre tipo! En el camino había quedado su sueño de ser camarista. Y a partir del desplome, su única meta era no terminar tras las rejas.
En semejante propósito, contó con la inestimable ayuda proporcionada por los peritos de la Corte provincial, quienes le diagnosticaron “un síndrome confusional con obnubilación de conciencia”.
¿Acaso sobre sus sienes revoloteaban las alas de la locura? Pues bien, de acuerdo con ese informe, su mal era “crónico, progresivo e irreversible”, un diagnóstico que lo convertía en “inhábil físico y mental”.
Pero su demencia era, en realidad, una impostura para torear las graves acusaciones que pesaban sobre él; a saber: “encubrimiento, prevaricato, abuso de autoridad y violación de los deberes de funcionario público” en 27 causas judiciales instruidas por él. Además, el atajo de la locura le proporcionaba una jubilación de cinco mil pesos-dólares mensuales por incapacidad.
Lo que se dice, una desgracia con suerte.
Pero atrás habían quedado sus días de gloria, que comenzaron a fines de los ’80, cuando algunos senadores radicales impulsaron su nombramiento para ocupar el Juzgado Nº 7.
Desde allí se convirtió en un íntimo de Piotti, pasando así a engrosar su lista de incondicionales luego de que éste fuera entronizado en la Secretaría de Seguridad. Pero Vara contó también con otra base de apoyo: la cúpula policial conducida por Klodczik y, en especial, los “porongas” –tal como en la jerga canera se les dice s los jefes) de las comisarías más bravas del Conourbano.
Así atravesó el lustro más provechoso de su existencia, sin imaginar que los crímenes de Núñez y Bru le jugarían tan en contra.
Tres años después, un jurado de enjuiciamiento lo destituyó del cargo, inhabilitándolo de por vida para ejercer cargos públicos, además de anular su preciada jubilación. El tipo pasó así a ser un muerto civil.
Ya durante la segunda década del siglo XXI, después de declararse que el asesinato de Núñez no tenía prescripción, el otrora magistrado siguió en el ojo de la tormenta, acosado por la consiguiente pesquisa penal. Una cuestión que podría llevarlo definitivamente a la cárcel. El tipo seguía fingiendo locura.
El 28 de marzo de 2014 parecía un día más para él. De hecho, durante la mañana, los vecinos lo vieron tomando sol en el jardín, con un libro apoyado sobre sus muslos. Ya a la tarde, el tipo seguía allí, en la misma posición, sólo que el libro se había deslizado entre sus piernas para terminar en el pasto.
Recién al caer el sol, su mujer lo llamó un par de veces desde la cocina sin que él le respondiera. Al rato, ella se dio cuenta de que acababa de enviudar. La parca lo había salvado a Vara de su posible condena.