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Norman Pérez, el maduro seductor: enamoró, drogó, robó y lo pescaron

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Su coto de caza eran tradicionales confiterías de Recoleta, Palermo o Belgrano. Con sombrero de fieltro y porte de galán que hacía acordar a los buenos años de Gerard Depardieu, sus presas eran mujeres de cierta edad a las que presumía solas. Tras un café y/o un licor, aparecía en acción un bombón con "burundanga", paso previo a desvalijarlas. El amor y el desamor antes de Tinder.
Su coto de caza eran tradicionales confiterías de Recoleta, Palermo o Belgrano. Con sombrero de fieltro y porte de galán que hacía acordar a los buenos años de Gerard Depardieu, sus presas eran mujeres de cierta edad a las que presumía solas. Tras un café y/o un licor, aparecía en acción un bombón con "burundanga", paso previo a desvalijarlas. El amor y el desamor antes de Tinder.

Aquel tramo de la avenida Santa Fe estaba lleno de peatones presurosos. Pero ella caminaba con pasos lentos, sin apuro. Y se detuvo ante la vidriera de la zapatería Liotti, fascinada por unas botas.

De pronto, oyó una voz a sus espaldas:

–Son duras. No se las recomiendo.

Quien dijo esa frase exhibía una sonrisa ladeada.

Era un hombre de edad incierta –podía tener entre 50 y 70 años–. Pero no había duda de su elegancia; vestía un traje gris, corbata con pañuelo a tono y un sombrero de fieltro del que se despojó, a modo de saludo.

Un golpe de ojo le bastó a la mujer para apreciar su parecido físico con el actor francés Gerard Depardieu. Y le devolvió la sonrisa.

Él, a su vez, le calculó unos 60 años llevados con hidalguía. También se fijó en sus manos. Era para conjeturar su estado civil. Pues bien, no llevaba anillo de bodas. ¿Sería soltera o divorciada?

Ese encuentro casual entre Candelaria (su apellido será resguardado en esta crónica) y Juan Manuel (así él se presentó) continuaría en una mesa de la confitería Queen Bess, donde ella despejó tal incógnita: era soltera nomás. Y vivía sola. Lo cierto es que exudaba un buen pasar.

El tal Juan Manuel se dijo viudo y dueño de varios inmuebles, cuyas rentas engrosaba con operaciones bursátiles. Esto último le interesó a ella, ya que en su casa –supo especificar con un tono confidencial– atesoraba algunos dólares para invertir. Y él, entonces, le aconsejó ciertos negocios.

Mientras lo hacía, la tomó de una mano sin que ella se resistiera. Recién se la soltó cuando el mozo les trajo la segunda ronda de café. Y después del último sorbo, él le obsequió un bombón. Semejante gesto de galanura la subyugó.

Al rato, tomados del brazo, abandonaron la confitería. En la avenida ya no había tantos transeúntes. Fue el último recuerdo que ella guardaría de ese lunes otoñal de 1996.

El asunto es que, ya durante el atardecer del martes, Candelaria abrió los párpados en medio de una nausea pertinaz. Estaba en su lecho, desnuda, entre sábanas revueltas. Y sin registro alguno de lo que había ocurrido allí en las horas precedentes. En ese instante se apoderó de ella un desasosiego casi dramático, agravado minutos después por otra sorpresa: sus dólares –unos diez mil– brillaban por su ausencia.

 

El galán de la tercera edad

El comisario de la División Defraudaciones  y Estafas, Víctor Tomassone, fue el encargado de investigar el caso, instruido por el juez Francisco Trovato. 

En rigor, éste había unificado en un mismo expediente otros 13 hechos similares, con los que pretendía lucirse para aligerar una denuncia en su contra por corrupción. En consecuencia, presionaba al policía.

A Tomassone lo asistía un oficial inspector, apodado “Gonzalito”, quien llegó a una conclusión: pese a que las víctimas divergían sobre el nombre a del sujeto, todas coincidían en su parecido con Depardieu.

–Es Norman Pérez, jefe –le adelantó al comisario.

Ese dato provenía de un soplón que había languidecido una temporada en el pabellón del penal de Villa Devoto que alojaba a los “estafetas” (como se les dice a los embaucadores). De hecho, allí a Pérez lo llamaban “Gerard”.

A continuación, Gonzalito extendió hacia Tomassone su prontuario, que incluía fotos de frente y perfil. Era un hombre de contextura robusta, cabello canoso, nariz prominente y boca recta con labios finos. Su currículum no tenía desperdicios.

Nacido el 4 de agosto de 1933, alguna vez fue taxista, hasta abocarse de lleno a lo que podría ser caratulado como “estafa de género”. Fue durante la década del ’70, cuando aún era un cuarentón pujante. Sería una injusticia no reconocerlo como un artesano en la materia. Un depredador herbívoro, ya que no lastimaba a sus presas. Por el contrario, su método era el enamoramiento seguido de fraude, con estilo y elegancia antigua, propia de los caballeros que ya no abundan. Nunca repetía sus identidades de fantasía ni el relato apócrifo de su vida, salvo la presunta viudez, lo cual para él quizás fuera una humorada secreta o, solamente, una verdad a medias ¿Acaso él no era, en definitiva, un “viudo negro”? Tanto es así que su arma era la “burundanga”.

Se trata de la mezcla de un depresor (el diazepám) y un espasmódico (la escopolamina) que provoca, primero, una suerte de hipnosis química no sin un arranque de euforia que, luego, muta en un bloqueo del control de la voluntad, dejando como único recuerdo una serie de flashes inconexos.

Las declaraciones de sus esquilmadas coincidían al describir la ingrata experiencia toxicológica que les tocó padecer: locuacidad inicial seguida por una creciente fatiga y pesadez, mientras la luz y los sonidos se desvanecen, antes de caer con lentitud en la nada misma.

El target etario de las víctimas fue, obviamente, variando con el tiempo, conforme a su propio envejecimiento. Pero lo más difícil de su oficio no era la conquista propiamente dicha, sino la elección de incautas que vivieran solas.

Eso, como es lógico, lo obligaba a malgastar palabras de amor y gastos de consumición en las confiterías, hasta dar con la víctima apropiada. Aún así, en sus épocas más prolíficas solía consumar de dos a tres golpes por semana, siendo sus ganancias más que satisfactorias.

Durante un atardecer primaveral de 1988, él merodeaba las calles de la Recoleta en plan de cacería cuando lo reconoció una antigua damnificada. Ella lo siguió a la distancia. Y al ver que ocupaba una mesa en la vereda de La Biela, avisó a un policía.

La siguiente escala del bueno de Pérez fue la comisaría 17ª. De allí, tras una desafortunada indagatoria en Tribunales, fue a parar a Villa Devoto. Esa vez permaneció tras las rejas hasta 1995.

Al año siguiente, Gonzalito le soltó a Tomassone:

–Gerard ha vuelto a las andadas, jefe.

Y Trovato libró una orden de captura contra él.

Ocaso de un seductor

Con gran discreción, Tomassone desplegó puestos de vigilancia en sus barrios de influencia; a saber: Recoleta, Belgrano, Palermo y la zona céntrica. Aunque sin resultados; el tipo parecía tragado por la tierra. El juez Trovato estaba furioso.

Fue, desde luego, una paradoja que, meses después, el juez cayera preso en Río de Janeiro a pedido de la Justicia argentina por un soborno.

En tanto, Gerard seguía activo en su espacialidad. Prueba de ello fueron otras tres denuncias en su contra, que se añadían a las 14 anteriores.

Recién en marzo de 1997, un cabo de la Policía Federal que prestaba servicios en el Hipódromo de Palermo asoció su foto de prontuario con la cara de un apostador que circulaba por el paddock.

Esa noche el pobre Gerard pernoctó en un calabozo del Departamento Central. Al día siguiente, en Tribunales, tres de sus víctimas lo reconocieron. Entonces, ya con la “preventiva” a cuestas, fue llevado a Villa Devoto. Allí se dio otra paradoja relacionada con Trovato: ambos compartieron el mismo pabellón.

En 1999, lo juzgó el Tribunal Oral Nº 25 de la Capital. Dicho proceso, en vista a los delitos en cuestión, tuvo visos de comedia.
El acusado simulaba ser un anciano quebradizo, cuya impostura incluía un temblequeo en las manos.

Casi todas las víctimas, para sobrellevar la exposición pública, cubrían sus fisonomías con gorras, anteojos de sol y las solapas levantadas. Aún así, ellas fueron impiadosas con él.

El testimonio de una de ellas –Margarita, de 58 años– fue memorable: “Yo caminaba en la calle y sentí un mareo. Él se me cruzó dos veces; al final, ya con una caja de bombones bajo el brazo. Y me invitó a tomar un trago. Yo pensé: ‘¡Ma, sí! Me tomo una Pepsi y sigo’. Él, entonces, me dijo: ‘Usted no se siente bien; algo dulce la va a recuperar. ¿No quiere comer este bombón?’. Y accedí. Pero después me ofreció un Tía María. ‘No tomo alcohol’, fue mi respuesta. En ese instante se metió el mozo: ‘¿Por qué no le acepta un Strega al caballero?’. Ya nos miraba todo el bar. Yo ya tenía la droga adentro, pero medio como que me había recuperado. ¡Así que me tomé todo, señor juez! El Strega, los bombones, la Pepsi y terminé redrogada”.  

Luego dijo que, en tales circunstancias, ella “perdió” seis mil dólares.

Otras declaraciones tuvieron el mismo tenor. Ello no evitó que Gerard fuera condenado a 16 años de prisión. 

Lo cierto es que esta vez el encierro apagó su fuego vital. Un intento de suicidio lo atestigua. Por esa razón, fue derivado al Pabellón Penitenciario del Hospital Neuropsiquiátrico Borda. Fue a fines de 2004.

Sin embargo, hay quienes sospechan que su amague de quitarse la vida fue también una simulación. Porque, apenas unas semanas después no le fue difícil desde allí poner los pies en polvorosa.

Ya en julio de 2007 fue apresado nuevamente. En aquella ocasión, su paso carcelaria fue breve debido su edad: tenía 74 años y ya no representaba un peligro para ninguna mujer.

Desde entonces, el rastro de Norman Pérez se extravió para siempre.  

 

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