El gasto público continúa siendo el eje central sobre el cual se ha buscado imponer la totalidad de los modelos económicos en la historia del país. Mientras la Argentina mantuvo una férrea disciplina fiscal, en aquellos años de oro de la generación de 1880, pudo competir por un puesto entre las seis o siete potencias económicas mundiales.
Sobrevinieron, a posteriori, el quiebre del patrón oro y el advenimiento de gobiernos que, a través de una supuesta 'mejora en la distribución del ingreso' crearon las bases de un populismo clientelar y produjeron un deterioro creciente. Este deterioro fue sumergiendo a la nación en una pobreza estructural nunca vista antes: somos hoy un país infinitamente más empobrecido que hace 130 años.
El grueso de la ciudadanía no ha advertido tal escenario, y pretende seguir viviendo por sobre el estándar que le determinan sus posibilidades.
La clase dirigente -a través de las décadas, sus integrantes han sido los únicos ganadores- solo privilegian su status de casta, en contraposición con el resto de la ciudadanía que paga con miseria y/o impuestos el enriquecimiento desmedido de la primera. Se mantienen al margen de las crisis porque, conforme ha quedado expuesto, nunca son golpeados por ellas.
El marcado deterioro que padecemos se ha intentado menguar apelando a los enormes recursos naturales de los cuales ha sido dotada nuestra geografía, aunque éstos van disminuyendo ostensiblemente con el correr de los años.
Por su parte, la Universidad Católica Argentina (UCA) publicó estadísticas durante el último año, en las cuales se expone que la pobreza había ascendido al respecto a su anterior medición.
En rigor de verdad contando pobreza, indigencia y planes 16 años de populismo nos han dejado un porcentaje de ciudadanos empobrecidos que ronda el 70% de la población
Las estadísticas se dan a conocer, pero pocas veces se explican.
Ese porcentaje de 'nuevos pobres' son 'viejos pobres' -convertidos en invisibles por la gestión anterior. En efecto, la técnica utilizada por el kirchnerismo consistía en colocar a millones de personas quince o veinte pesos por encima del límite de pobreza; con ello, ante la mínima variación económica, bajaban de categoría. Esta era apenas una de las formas de sostener el relato.
Y otro tanto ocurría con el empleo. Se creaban cooperativas y pequeñas pymes deficitarias, con una figura 'empresarial' como mascarón de proa. Tales núcleos eran sostenidos por la vía del combo subsidios/emisión monetaria -que funcionaba como un seguro de desempleo, incorporando recursos humanos sin calificación, ni preparación. Sus integrantes prácticamente ni trabajaban, ni aprendían oficio alguno. En rigor, se trataba de empleo de baja calificación y que comportaba un carácter pseudoprivado -respaldado exclusivamente por fondos públicos.
Derrotado el gobierno anterior, llegaron a término los subsidios, y terminó corriéndose el velo que ocultaba la cruel realidad: la de millones de individuos sin empleo pero que, a fin de cuentas, jamás habían trabajado antes. Eran beneficiados con 'salarios' financiados con la altísima carga tributaria interpuesta por el Estado Nacional. Engrosaban también esos haberes una política de retenciones excesivas y otras yerbas, de las que el populismo suele echar mano para hacer aparecer lo inviable como un logro del gobierno, y construyendo la ilusión de que se 'crearon miles de puestos de trabajo'. Ni más ni menos, otro cuento para adormecer a la ciudadanía.
Es factible disminuir la pobreza de forma drástica, aunque no sin antes cumplir con una premisa sustancial e insoslayable: déficit cero.
Algunas voces derrotistas se levantarán, proclamando que tal cosa no es posible. Pero habremos de recoger el guante, e incluso probar que ello es factible toda vez que pueda dotársele voluntad política. La clave consiste en llevar a cabo una profunda reforma que nos transforme en un país verdaderamente federal.
Repasemos la historia; allí rastrearemos la causa de nuestros males.
Hacia principios del año 1900, el gasto público provincial representaba solamente un 5 o 6% (que la Nación financiaba). Ello importaba una gran responsabilidad de los mandatarios provinciales sobre sus presupuestos, conforme el grueso de la recaudación provenía de sus conciudadanos. A su vez, el mismo esquema se replicaba en los municipios.
Entonces, la regla del gasto era determinada por los habitantes de los municipios y de las provincias -en rigor, sus votantes, quienes administraban indirectamente los recursos locales. Y ello era así, a raíz de que el control era directo, y los excesos fácilmente detectables: la ciudadanía conocía la variable recaudación y el modo en que ésta se comportaba en la ecuación ingreso-egreso.
El problema surgió hacia 1932, cuando las provincias cedieron sus potestades tributarias a la Nación.
A partir de ese momento, el gobierno federal comenzó a fijar tanto las bases imponibles como las alícuotas a pagar por los contribuyentes. Así las cosas, el Estado Nacional convirtiéndose en un voraz recaudador, que coparticipaba recursos a las provincias, echando mano de una intolerable discrecionalidad.
De este modo, se arriba a la instancia histórica actual, en la que la Nación financia –vía centenares de impuestos- un promedio de 65% del gasto público provincial.
Tras lo cual queda expuesto, desde esta perspectiva, que la República Argentina es un país unitario.
Mientras tanto, los políticos siguen proponiendo discusiones estériles y antinómicas (peronistas-radicales; liberales-estatistas; derecha-izquierda, etcétera); la problemática de fondo pasa desapercibida. La dirigencia no participa a la ciudadanía del verdadero y sustancial debate, necesario para dar lugar a una verdadera revolución: ¿qué queremos ser? ¿un país unitario, o un país federal?
Hemos de convenir en que, en su retórica, el conjunto de la dirigencia política se llena la boca para declamar federalismo. Pero, en la práctica, a nadie de esa corporación le interesa implementarlo realmente, por temor a perder poder y control sobre la 'caja'.
Es perfectamente factible implementar una descentralización fiscal, de manera gradual. En una primera fase, será preciso reducir el IVA en cinco puntos porcentuales (a los efectos de motorizar una caída inmediata de los precios, estimulándose el consumo en el proceso); y repartir el 16% restante en un porcentaje a determinar (podría ser del 50%) entre Nación y las provincias.
Cada provincia, asimismo, podrá modificar esa alícuota del IVA a percibir localmente, ya fuere para competir con otras jurisdicciones, o bien recaudar más en caso de necesitar recursos extraordinarios.
Es posible aplicar idéntico criterio para diversos impuestos internos y otros que el Gobierno Nacional viene percibiendo desde hace años (y que debería devolver a las provincias; ejemplos: impuestos a los combustibles, Ganancias, etcétera), procediendo lentamente a la eliminación de organismos redundantes o declaradamente innecesarios.
Tras el paso de décadas, ha quedado cabalmente demostrado que un Estado Nacional 'elefantiásico' no garantiza ni mejores servicios, ni óptima salud, ni educación, ni transporte. En igual sentido, tampoco ha probado eficiencia alguna en la tarea de contralor de las distintas áreas; la corrupción, en tal esquema, ha sido moneda corriente en los incontables capítulos que versan sobre el 'Estado benefactor omnipresente'.
Aunque, si lo observamos bien, el Estado sí ha cumplido holgadamente desde su rol benefactor: ha puesto lo suyo para convertir en multimillonaria a la clase dirigente.