Según el INDEC la pobreza en el 2° semestre del 2023 llegó al 41,7% de la población. Un nivel similar al del 2° semestre del 2020 cuando el confinamiento por la pandemia dejó exhaustos los presupuestos familiares. La pandemia hizo crecer la pobreza en todos los países, pero la Argentina muestra la atipicidad de que, superada la pandemia, mantiene la misma incidencia de la pobreza. Más paradójico aún es que la tasa de indigencia llegó a 11,9% de la población, superior a la que había en pandemia que fue de 10,5%.
Esta degradación social se dio en el marco de una creciente intervención del Estado. Por ejemplo, las transferencias monetarias asistenciales del Estado nacional se multiplicaron por 4 en términos reales entre el 2019 y el 2023. Según el Ministerio de Economía, en el 2019 las transferencias asistenciales representaban 0,7% del PBI, mientras que en el 2023 ascendieron a 3% del PBI. Esto demuestra el rotundo fracaso de la política asistencial basada en transferencias monetarias con la intermediación de las agrupaciones piqueteras.
De todas formas, la involución social es de larga data. Una forma de ilustrar este fenómeno es comparando la incidencia de la pobreza de la Argentina con la de países vecinos. Un informe del Instituto de Desarrollo Social Argentino (IDESA) sobre la base de información publicada por los institutos oficiales de estadística de cada país, observa que:
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En Argentina en el 2006 la pobreza afectaba al 27% de la población mientras que en el 2023 afecta al 42%.
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En Uruguay la pobreza en el 2006 afectaba al 25% de la población mientras que en el 2023 afecta sólo al 10%.
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En Chile la pobreza en el 2006 era del 29% de la población mientras que en el 2023 afecta sólo al 7%.
Estos datos muestran que el retraso social es un fenómeno propio de Argentina. Partiendo de una situación inicial similar en el 2006, cuando los tres países del cono sur comenzaron a transitar una gran bonanza internacional, en la Argentina la tasa de pobreza aumentó en un 50%, mientras que Chile y Uruguay la redujeron al 7% y 10%, respectivamente. En el medio no hubo ninguna catástrofe natural, guerra o invasión; los tres países comparten similares perfiles raciales y culturales y los tres enfrentaron el mismo contexto internacional.
Esto avala la tesis de que la alta y crónica tasa de pobreza en la Argentina es un derivado de malas políticas públicas apoyadas por amplios sectores de la sociedad. Entre las principales se encuentran los excesos de gasto público financiados con emisión monetaria y deuda pública, el uso del Estado para beneficiar intereses espurios, desdén por el profesionalismo y la eficiencia en la gestión pública, mala organización del sistema tributario y de la coparticipación federal, desorden previsional, aislamiento del mundo y perversas regulaciones laborales. Que una parte mayoritaria del sistema político haya sostenido, o al menos tolerado, estas malas políticas es la principal diferencia con Uruguay y Chile. En estos países, que fueron gobernados alternadamente por coaliciones de izquierda y de derecha, se sostuvieron políticas públicas mucho más consistentes y racionales.
Javier Milei tuvo la visión y la virtud de convencer a la población de que hay que romper con los consensos equivocados que sostienen malas políticas. Accedió a la presidencia sin caer en la tentación de repetir eslóganes “políticamente correctos”. Por el contrario, lo hizo planteando con énfasis y crudeza la necesidad de avanzar en una fuerte reorganización del sector público. Llegar al poder con votos provenientes de muy diversos estratos sociales y con un mensaje claro y sin ambigüedades sobre la necesidad de cuestionar consensos equivocados que sostienen la mala organización del Estado constituye una oportunidad inédita. Fenómeno que nunca se dio en los últimos 40 años de democracia.
La pobreza es un derivado de la perseverancia en aplicar políticas equivocadas. Por eso, no se revertirá con algún “milagro” (Vaca Muerta, litio, altos precios agropecuarios o algún otro hecho exógeno). Es imprescindible poner racionalidad a las políticas públicas. En este contexto, el aval de la población a las ideas disruptivas de Milei es una oportunidad. Ahora hace falta capacidad política y técnica de gestión en el Estado para instrumentarlas.