¿Qué podía faltarle a Alberto Fernandez, no? Durante años fuimos testigos de su inoperancia y de su falta de palabra; de su palabrerío inútil y de su insoportable soberbia. Pero, más allá de que había dado muestras de ser violento, nadie sospechaba que detrás de ese personaje oscuro y segundón se escondía un golpeador… Un golpeador de su propia mujer.
Sí habíamos sido testigos de cómo este energúmeno la había “golpeado” virtualmente al pretender endosarle la responsabilidad por la famosa “fiesta de Olivos” en la que el matrimonio presidencial -en plena pandemia y contraviniendo todos los protocolos y reglamentos que el mismísimo presidente le imponía con rigor al resto de los argentinos- festejaba el cumpleaños de Fabiola en la residencia de los presidentes.
Pero no se sospechaba que Fernández, en la intimidad de su convivencia, repartía golpes reiterados a su mujer mientras, públicamente, se presentaba como el “primer feminista”.
Solo por simple retórica, me pregunto qué pensaría Fabiola Yáñez cuando escuchaba a su marido hacer esas manifestaciones públicas cuando, probablemente, al regresar a su casa, lo que le esperara fuera una paliza.
Contrastar aquellas arengas demagógicas contra la realidad que ahora aparece desnuda no hace otra cosa que invitarnos a reflexionar sobre la conformación moral (si es que se le puede llamar así) de todo el kirchnerismo y de lo que ese engendro instaló en la Argentina durante 20 años.
En efecto, la violencia ha sido una característica arquetípica y distintiva del kirchnerismo. La prepotencia y el llevarse por delante, incluso por la fuerza, todo aquello que lo contradijera fue el sello que definió (y aun define) a esta fuerza para-delincuente.
¿Qué son -si no violentos- Tailhade, Larroque, Cabandie, Donda, Di Tullio, Mendoza…? ¿Qué otra palabra le cabe a la propia Cristina Fernández de Kirchner o al mismísimo Néstor Kirchner? ¿Que podemos decir de Insfrán, que mostró todo su sadismo en la pandemia? ¿O de Capitanich, el rompedor serial de diarios delante de las cámaras de televisión? ¿Qué queda para Mayans, Quintela o Pablo Moyano y Luis D’Elía?
La violencia es inherente al peronismo. El kirchnerismo no vino sino a reafirmarla y a utilizarla para materializar el robo y el desfalco de las arcas públicas.
La violencia nació con el propio Perón que invitó a utilizarla para conseguir los objetivos de dominación totalitaria que perseguía. El peronismo no existe sin violencia, sin fuerza y sin prepotencia. El peronismo, sin pelos en la lengua, admite que no renuncia a conseguir sus objetivos por la via del terror y del ejercicio violento de acciones callejeras. La violencia es un ingrediente que hace a la naturaleza embrionaria del peronismo.
El reguero de políticos y de simpatizantes peronistas que abusan de sus mujeres, pegándoles o sometiéndolas sexualmente, aparece poco menos que cotidianamente en las noticias.
Ese comportamiento demuestra que no es posible escindir las conductas que se tienen en privado con los métodos que luego se aceptan en la política. Es completamente natural que hombres que les pegan a sus mujeres luego vean con total naturalidad que la idea propia puede imponerse a los sablazos si no es aceptada mansamente.
Si uno lo advierte toda la soberbia armada de los ‘70 (tan afín al kirchnerismo, obviamente) no se basaba en otra cosa más que en eso: “o aceptas mi yugo sin rebelarte o te mato”.
El brulote de Fernández no es otra cosa más que un nuevo capítulo en el largo historial que une al peronismo con la violencia. Sé que muchos me dirán que no tengo derecho a ensuciar a todo un movimiento por el comportamiento de un hombre.
El pequeño detalle reside en que no estamos hablando aquí de un hecho aislado en el que, de casualidad, alguien que resultó ser peronista utiliza la violencia como parte de su conducta habitual.
Aquí estamos hablando de la historia del peronismo: Fernández no es un hecho llamativo y aislado sino la confirmación de que la naturaleza violenta hace a la esencia misma del peronismo y de que mientras la sociedad no tome debida conciencia de eso y le siga permitiendo al peronismo utilizar la violencia como medio válido para dirimir disputas, la Argentina no tendrá paz… Y sin paz no tendrá ni desarrollo ni un nivel de vida digno, por la sencilla razón de que nadie compromete emprendimientos serios (que es en donde se origina un estándar de vida afluente) en un lugar donde reina la violencia.
Admito que las cuestiones de género y de la violencia domestica contra mujeres tiene una “prensa“ que no necesariamente tiene la violencia política, al menos hasta que ésta estalla en las calles. Pero cometeríamos un grave error si creyéramos que ambos fenómenos están separados. Cuando uno analiza la historia del peronismo, encuadrar conductas como las de Fernández en un patrón violento no cuesta demasiado trabajo.
Obviamente no todos los peronistas le andan pegando a sus parejas todos los días. Pero la naturalización de la violencia que hace ese movimiento no existe en otros sectores del pensamiento, salvo, claro está, en la izquierda radical.
En estos casos el principio de la unidad de criterio se ve con toda nitidez: es difícil que una persona que -más allá de los disimulos que les permita la sanata del lenguaje- admita la viabilidad de la violencia como opción válida para imponerse en una discusión política no termine siendo, él mismo, un violento doméstico. Quizás algunos frenos que respondan a otras características puedan reprimir sus deseos de aplicar la violencia en sus cuestiones privadas, pero no habría que sorprenderse si un violento público es también un violento privado.
En esto el peronismo ha desarrollado su costado hipócrita a todo vapor. En general, todos los colectivos que se identifican contra la violencia de género tienen alguna vinculación con el peronismo e incluso con la izquierda, es decir, los sectores sociales y politicos más violentos.
Los dirigentes del peronismo, con Fernández y Fernández de Kirchner a la cabeza, han hecho de esta cuestión un tema nacional llevándolo hasta el ridículo de intentar cambiar el idioma que se usa en las declaraciones oficiales y en los textos originados en el Estado.
Esa también es una forma de violencia: la mentira y la impostura de decir una cosa y hacer otra no puede calificarse sino como el ejercicio violento de la mendicidad.
Nada nuevo hay bajo el sol. No habría razones para estar asombrado. Es la sociedad argentina la que debe tomar una decisión respecto de aquellos que están dispuestos a utilizar medios violentos para obtener lo que quieren. No sirve de nada sonrojarse porque nos enteramos de que Fernández le pagaba a su mujer si seguimos aceptando los bloqueos a empresas, las tomas de calles, el corte de rutas, los paros extorsivos, el sabotaje legislativo, la amenaza constante, el matonismo sindical, el feudalismo de los caciques del interior, la prepotencia del número y el atropello de la fuerza bruta.
Seguramente seguiría habiendo tipos como Fernández si en la Argentina no existiera el peronismo. Pero al menos no podríamos conectar fácilmente esas conductas privadas con los métodos y los modus operandi que el ex presidente también endosó como manera de que su partido se impusiera sobre los demás, sin condenar expresamente las maneras violentas de las que se valió.