La presencia, real o imaginada de un influencer detrás del presidente de la nación no es nueva en Argentina. Partiendo desde el mismísimo caso de Perón, que para muchos fue un personaje inventado por la dictadura militar de Farrell para autosucederse con un candidato propia tropa (sic) pero con el respaldo democrático de una elección.
No se ignora que la dictadura designó al entonces coronel para ocupar simultáneamente tres cargos: ministro de Guerra , vicepresidente de la Nación y secretario de Trabajo y Previsión y pavimentó con una serie de medidas demagógicas el camino de su elegido, hasta desembocar en la supuesta epopeya del 17 de octubre, en un proceso que duró una semana, desde el discurso de supuesta crítica al gobierno del que era la figura principal, hasta su encarcelamiento que duró menos de 24 horas, hasta la gesta emblemática del peronismo y el llamado a elecciones que lo consagraría.
Lo hecho por Perón en sus dos presidencias, tanto en favor de los oficiales del Ejército como su política económica mussoliniana que marca al país hasta hoy, muestran una continuidad que deja pocas dudas sobre el pacto fundacional del justicialismo.
Luego del golpe de estado que lo derroca, su sucesor, Arturo Frondizi, tiene su propio monje negro. Rogelio Frigerio, un periodista y comerciante de formación marxista-keynesiana-cepaliana, con un intrascendente cargo político en el gobierno, pero que lo lleva por un lado a formalizar el pacto con Perón, (lo que finalmente le costaría su destitución, decidida por el líder y consentida por el sector despechado de la UCR, su partido) y por otro a cambiar radicalmente las ideas del presidente plasmadas en su libro Petróleo y Política para introducirlo en el desarrollismo, un concepto totalmente opuesto a las ideas que lo habían llevado al poder.
Frondizi tuvo que hacer importantes esfuerzos dialécticos para justificar la influencia de Frigerio en su gobierno, y hasta llegó a citar en su defensa el caso de Roosevelt, que había mantenido una relación similar durante sus mandatos.
Es obvio citar el caso de López Rega, que ejerció de monje negro tanto en el tercer mandato de Perón como en el de su sucesora Isabel Martínez, en un episodio lamentable de la historia nacional, digno de las intrigas de teleteatro o más bien de radioteatro, en homenaje a la otra vicepresidente que nunca fue.
Raúl Alfonsín tuvo su monje negro en el famoso Enrique Coti Nosiglia, que en el pacto homónimo de no agresión con José Luis Manzano, pos-Junta Militar (siempre negado y declarado inexistente, hay que aclarar), habría acordado perdonar todos los pecados peronistas y radicales cometidos durante el período de fiesta financiera de José Alfredo Martínez de Hoz. Posteriormente el mismo monje fue protagonista en el Pacto de Olivos, propiciado por su Coordinadora y sus jóvenes, entre ellos el ahora tránsfuga Moreau, que culminó con la reelección de Menem y la desastrosa reforma de la Constitución Nacional de 1994, que contó con la destacada participación de la doctora Cristina Kirchner.
(El mismo Nosiglia está hoy detrás del multipartidario Lousteau, el zar de la nueva SIDE, también beneficiada con una generosa partida presupuestaria, además de una dotación de espías kirchneristas cuantiosa)
Menem, más hábil, usó a sus rasputines, no a la inversa, pese a la famosa frase del hoy petrolero Manzano: “él reina, nosotros gobernamos”. Cavallo, Barra, (sí, el mismo Barra de ahora) Kohan, el devastador del derecho administrativo Horacio Tomás Liendo y otros que fueron monjes negros al servicio del presidente.
Duhalde intentó ocupar ese cargo honorífico con Néstor Kirchner, pero se topó con la horma de su zapato. Más éxito tuvo el comunista Carlos Zannini con su esposa Cristina, a la que guió en muchos de sus desatinos.
La propia viuda de Kirchner intentó ser el monje de Alberto Fernández, hasta comprendió que no le convenía el papel y que era mejor dejarlo ser el chivo expiatorio de toda su gestión.
Cultivada ignorancia
En el actual gobierno también hay monjes negros. La primera hermana lo es, según la propia confesión presidencial, lo que elimina la necesidad de prueba. Aunque no mediara esa aceptación, el testimonio de muchos destratados funcionarios y aún de legisladores electos lo probaría. Lo más grave es que a esta condición de monje negro, agrega una cultivada ignorancia y necesidad de poder y ostentación, lo que agrava el panorama.
Si se analiza con cuidado, se verá que el presidente está siendo mucho más criticado por las decisiones por ella inspiradas o impartidas que por la economía, que al mandatario lo divierte más que las otras tareas.
Detrás de ese monje, parece haber otro monje, como en un juego de mamuschkas. Santiago Caputo, no funcionario, no electo, no designado, está detrás de Karina Milei con peores efectos. Es un poco inocente creer que no está respondiendo a sectores no queridos o nocivos para la sociedad. Pero al mismo tiempo, también cumple una función útil al presidente. Si no fuera por los monjes negros a quienes culpar, habría que pensar en un pacto preelectoral a cambio de algún apoyo, porque no hay otra manera de explicar ni entender la claudicación en que se está incurriendo. Y sobre todo, impide mantener el argumento de que “se está haciendo lo que se prometió”.
El presidente, Karina Milei y Santiago Caputo son un triángulo de hierro, como bien definió el primer mandatario. Ese triángulo se ha unido insolublemente con Ariel Lijo. Y Lijo, por su historial, por lo que significa, por la amenaza terminal que representa para la justicia y por la garantía de impunidad que anticipa, es el límite de la sociedad. Detrás de Lijo está Lorenzetti. ¿Quién está detrás de Lorenzetti? ¿Por qué?
¿Quién es el monje negro detrás de todos y de todo?