Hay momentos (cuando no siempre) que lo que salva a los países de una eventual catástrofe es el sentido de grandeza de un pequeño grupo de personas. Es lo que luego, los libros de historia seguramente llamaran “patriotas”, los que, muchas veces haciendo cosas de las que nadie se entera para agradecerles a tiempo, cambian para bien el destino de una nación.
En los subsuelos de la Argentina se puede estar transitando hoy por esos caminos. Caminos que no son aun tan claros en la superficie (o respecto de los cuales todavía no hay una atención exclusiva porque otras cuestiones más urgentes se llevan las luces intensas de los reflectores) pero que son y serán trascendentales para el futuro y que, dependiendo de cuál sea su evolución, la suerte del país puede avanzar hacia un despegue final o retroceder hacia el peor de los abismos.
Me refiero a la suerte política que correrá Cristina Fernández de Kirchner. Parece mentira que el futuro de un país dependa de lo que vaya a ocurrir con una criminal condenada en doble instancia por la Justicia y sobre cuya cabeza penden, aun en proceso, causas más graves aun. Solo por la que se investigó este individuo le robó a los argentinos 1000 millones de dólares. El solo hecho de que una vergüenza así pueda aun marcar el rumbo final de un país o de que de ella pueda depender si la Argentina deja atrás una larga y oscura noche o vuelve a caer en el más profundo de los infiernos, también ameritaría una reflexión sobre nosotros mismos. Pero, bueno, dejemos eso para una mejor oportunidad.
Lo cierto es que, en efecto, el camino de cambio que la Argentina ha iniciado bajo el gobierno del presidente Milei depende de que en las elecciones legislativas de este año -principalmente en la provincia de Buenos Aires- el kirchnerismo, encabezado por la condenada ex presidente, reciba un certero y mortal golpe electoral que noquee definitivamente las esperanzas de restauración de un regimen facineroso, socio de facinerosos y tendiente a perfeccionar una sociedad de facinerosos.
Para ello es absolutamente primordial que las fuerzas de LLA y del PRO lleguen a un acuerdo, si es posible en todo el país, pero fundamentalmente en la provincia de Buenos Aires.
Sondeos preliminares de opinión indican que una lista de candidatos a diputados encabezada por Karina Milei y Diego Santilli triunfaría con un margen de 7 puntos por sobre Cristina Kirchner y otra que combine a Santilli con Espert ganaría por 4 puntos.
Si esos acuerdos naufragaran por el peso de egos o circunstancias que no están a la altura de la grandeza que necesita la Argentina, el país pondría en peligro la que quizás sea la ultima oportunidad que tiene para abandonar el club del fracaso y de las autocracias mediocres y sin prestigio. La ultima oportunidad al menos para 4 generaciones de argentinos que hoy tienen más 50 años.
La señal que para la Argentina y para el mundo implicaría un triunfo del kirchnerismo en la provincia de Buenos Aires, aun cuando el gobierno gane el resto del país y con ello mejore su posición relativa en el Congreso, llevaría consigo un componente psicológico negativo tan fuerte que incluso bastaría para anular el efecto de esa mejor composición aritmética en Diputados.
Para la comunidad internacional y, en especial, para el conjunto de individuos (argentinos o extranjeros) con la capacidad de tomar decisiones que traigan dinero fresco a la Argentina, ver a Cristina Kirchner en una noche de festejos en la primavera austral de 2025, sería lo mismo que recibir una notificación fehaciente de que detengan cualquier proyecto que contemple la idea de atornillar dinero productivo aquí. Que Cristina Kirchner gane las legislativas en Buenos en 2025 no solo no puede ocurrir: estaría ontológicamente mal que ocurra.
Como decíamos en estas mismas columnas hace unos días, el país necesitaría -para pegar un salto cuántico en su desarrollo- un torrente de recursos de aproximadamente el 30% de su PIB, esto es algo más de 150 mil millones de dólares.
Semejante aluvión de dinero nuevo no financiero solo puede venir por una exorbitante dósis de confianza que el país despierte en las mentes de los individuos capaces de mover semejantes fortunas.
Cuando escucho tonos de optimismo al comentar el posible futuro acuerdo con el FMI que acercaría 15 mil millones de dólares, no puedo menos que menear la cabeza y lamentar lo lejos que se encuentra -no solo la cifra sino la modalidad bajo la cual vendría- de lo que el país realmente precisa para dejar de ser una isla incomprensible en el concierto mundial.
Quince mil millones de dólares, en el contexto de un rollover que vaya a cancelar deuda pasada y que suponga una refinanciación (posiblemente con mejores términos incluso) de lo que la Argentina ya debe, sirve para muy poco cuando se lo contrasta con el objetivo de ser un país grande, libre y próspero: aquí se precisa un torrente de plata fresca que venga de la mano, no de instituciones de ayuda y fomento, sino de empresas de riesgo que estén convencidas de que el país efectivamente sentó las bases de la civilización política y económica y dejó definitivamente atrás los desvaríos populistas.
A esa comunidad de tomadores de decisiones, un titular de un diario de algún lunes de octubre de este año que les informe sobre el triunfo de Cristina Kirchner en la provincia de Buenos Aires, los eyectará definitivamente de estas tierras. Y con esa eyección también se irá el futuro de una vida mejor, de la modernidad, de la civilización, de la seguridad y de una vida de trabajo, claro, pero tranquila, en donde cada uno sepa que sale a la mañana de su casa -no solo para volver sano y salvo a la noche a ella- sino para estar cada día un poco mejor, aspirando a más para uno y su familia.
Si semejante disyuntiva queda presa de pequeñeces propia de ciegos que están incapacitados para ver proyectadas hacia el futuro sus decisiones de hoy, habrá que concluir que lo que alguna vez nos enseñaron en el colegio (por lo menos a los argentinos de mi generación) de que la Argentina era un país grande llamado a terciar en el mundo, fue solo una especie de engaño cruel desestimado por una realidad triste y chiquita. Tan chiquita como la mente de los que no son capaces de resignar algo para que el país gane todo.