¿Cuál es la característica de los verdaderamente “grandes”? Bueno, desde ya que probablemente la respuesta a esa pregunta conste de varios items entre los cuales seguramente se encuentre la valentía, el ingenio y la capacidad de distinguir lo que está bien de lo que está mal.
Pero seguramente, al lado de esas obviedades, aparecerá también la idea de la magnanimidad, de la templanza cuando se atraviesan las sombras de la vida y de la grandeza cuando se está en la cima de la gloria.
Muchos dirán que ser “grandes” cuando se está en la punta de la pirámide del éxito es lo más sencillo. No, no: es lo más difícil.
Luchar contra lo que los argentinos hemos llamado el “creérsela” es de las cosas más difíciles de conseguir. Porque el “creérsela” es una condición absolutamente necesaria para llegar y triunfar, pero luego si no hay un manejo maestro de esa condición, su abuso te puede llevar a besar la lona.
Una vez el gran Guillermo Salatino, comentando la final de 1991 de Wimbledon entre Gabriela Sabatini y Steffi Graff, tiró como al pasar un comentario brillante: “Gaby hizo todo para ganar Wimbledon, excepto creérselo”. Y es tal cual: en determinados momentos de la vida tenés que “creértela” porque si tu voz interior te machaca la cabeza hasta convencerte de que vos “no estás para eso” terminarás no llegando, tal como le pasó a Sabatini aquella vez en el césped de Londres.
El punto sutil de la cuestión ocurre en los minutos siguientes a que, justamente, el “creértela” te haya ayudado a ganar, a triunfar o a destacarte por encima de los demás. Es en ese minuto en donde un click imperceptible debe decirte que ha llegado el momento de la magnanimidad.
De todas maneras, en la Argentina, la cuestión de la magnanimidad puede ser complicada, porque hay muchos que ni bien te ven bajar la guardia están esperándote detrás de un árbol para entrarte sin ningún miramiento.
Quizás en todas estas aristas debe estar pensando el presidente Milei en estos momentos en los que los indicadores de su principal expertise (la económica, que fue la que la gente tuvo en cuenta para hacerlo presidente) le sonríen y le confirman que va por buen camino. Porque es ahora donde lo que haga o deje de hacer -especialmente en un año electoral- puede confirmar y expandir el nivel de sus logros o abortar su hora más gloriosa y hacerlo trastabillar.
También a esta altura hay que aclarar, por si hiciera falta, que el bien de los argentinos va metido en la ecuación. Si bien puede haber sutiles diferencias entre las conveniencias políticas personales del presidente y lo que resulte mejor para el país, muchas veces lo que le conviene al gobierno también le conviene al país y a sus ciudadanos.
Hay, desde ya, resonantes excepciones a este principio. Los Kirchner, por ejemplo, eran maestros en el arte de conseguir lo mejor para sí mismos, pero, en sus 20 años de gobierno e influencia decisiva en el país, destruyeron literalmente a la Argentina, multiplicando los pobres, trayendo nuevamente los niveles estratosféricos de inflación, atándola a los carros más despóticos de la Tierra y sembrándola de una delincuencia rampante y una corrupción feroz.
No hay dudas de que a los argentinos de 2025 les conviene que la inflación y los índices de pobreza sigan bajando, que la actividad económica aumente, que las inversiones traigan más y mejores empleos, que el país se asocie con las democracias libres y avanzadas del mundo, que más y más delincuentes caigan presos, que las mafias el narcotráfico puedan ser removidas de los territorios que controlan y que la vida del hombre común transcurra normal, trabajando, progresando, aspirando a que los hijos de la familia estén mejor que sus padres, que los laburantes puedan aspirar al progreso que significan los enseres de confort cotidiano, a un auto, a una vacación soñada y al simple placer de volver a casa tranquilo para ver un poco de tele.
Ese horizonte de normalidades depende de que un drástico cambio de legislación corra el eje de la lógica argentina actual a unas coordenadas gobernadas por el sentido común de tener muy claro en la mente de todos lo que está bien y lo que está mal: fueron muchos años en donde la lógica kirchnerista dio vuelta como una media esos valores hasta convencernos de que lo que siempre estuvo bien, estaba mal y de que los que siempre estuvo mal, estaba bien.
Esa modificación jurídica depende de dos cosas que, en el fondo son subsumibles en una. Las dos cosas son: 1) conseguir un volumen de voluntades en el Congreso que vote favorablemente el cambio y 2) la aniquilación electoral del kirchnerismo. Como cualquiera puede intuir, consiguiendo sólidamente la primera cuestión, la otra llegará por añadidura.
¿Cómo se conecta la primera parte de este comentario (en donde hablábamos de las características de los verdaderamente grandes y de los peligros que corren estos en geografías donde las virtudes de esa grandeza no se valoran como debieran) con la segunda en donde comentábamos las aspiraciones normales y simples a las que se supone aspiramos todos para vivir un poco en paz?
Pues muy sencillo: porque el volumen legislativo que se necesita para producir los cambios jurídicos que hagan posible el país normal y apacible que todos los argentinos honestos quieren, dependen de la “grandeza”, “magnanimidad” y “oportunismo” que tenga un puñado muy reducido de dirigentes entre los que se encuentran el Presidente Milei, el Presidente Macri y muchos de sus laderos a los que a veces les cuesta muy poco trabajo ser más papistas que el Papa.
Desafortunadamente la Argentina, salvo quizás en los personajes de los primeros capítulos de su historia, no tiene un record interesante que la haga destacar por la “grandeza”, la “magnanimidad” y el “oportunismo” (bien entendido) de sus dirigentes. Detrás de esos déficits el país perdió oportunidades enormes por pequeñeces gigantescas.
Solo queda apostar a que esta vez será diferente. Muchos argentinos vienen haciendo un enorme sacrificio económico porque un convencimiento inmaterial les dice que esta vez será diferente. Esperemos que no solo lo sea porque un par de cuentas dan mejor que antes, sino porque hay una decisión final de abrazar un cambio que requiere la humildad de muchos, la sapiencia de unos cuantos y la confianza de millones.