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Volver a lo “antiguo” para alcanzar la modernidad

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Acerca de la imortancia de la educación.
Acerca de la imortancia de la educación.

Esta semana comenzaron las clases en la ciudad de Buenos Aires y también en algunas provincias. En otras el arranque fue suspendido por las altas temperaturas y en otras porque, para variar, hay huelgas docentes.

 

Lo que no se sabe es cuándo será el arranque de una transformación en este terreno en la Argentina. Sí están claros, en cambio, los patrones que se han aplicado -como mínimo en los últimos 40 años- y que han tenido un efecto devastador no solo en los chicos que han sufrido las consecuencias en su falta de formación, de futuro y de trabajo, sino también en la sociedad que, como país, se cayó como un piano en todas las mediciones internacionales y descendió a puestos desconocidos para la Argentina en la escala regional de aptitudes de sus alumnos.

Parece mentira que el país que le marcó un camino al resto haya depredado tanto sus propios valores, los que alguna vez dieron frutos y lo convirtieron en el faro a seguir en el Sur del continente.

El rigor que requiere la constricción al estudio y a la mejora personal fue, de repente, cuestionado, puesto en duda por una corriente que lo reemplazó con una cultura chatarra que propagó (encima con orgullo) una concepción laxa de la vida, una cultura del “canchero”, sin ambiciones (o taladrando el cerebro de todos con el concepto de que tener ambiciones era malo), recostada sobre la idea de que todo se trataba de encontrar un camino corto hacia la satisfacción y con una abulia y un desgano que, sin embargo, no era tranquila para rebelarse y gritar contra los efectos de la abulia y del desgano.

La Argentina se desbarrancó por un camino que, objetivamente visto, debería ser considerado deshonroso pero que en el país se vendió -al contario- como una viveza y como el corolario de haber entendido lo que realmente importa: la satisfacción y el goce.

En ese derrotero no tardaron en aparecer auxiliares ideales de la laxitud. La cultura del porro y la birrita reemplazó el estudio y el orgullo por el estudio: el que estudiaba era poco menos que un pelotudo; el realmente vivo era el que se las sabía todas en la calle.

El resultado -a la vuelta de décadas de gotas chinas horadando el cerebro de millones- ha sido catastrófico. Hoy el 50% de los chicos en edad escolar no entienden lo que leen. Solo cuarenta y cinco de cada 100 que empiezan la escuela primaria la terminan y nada más que 13 de cada 100 de los que comienzan la secundaria se reciben. Siete de cada diez chicos del colegio no superan el mínimo requerido en el entendimiento matemático.

El bullying escolar se ha profundizado hacia los que estudian. La cultura de cargar al “traga” -ya amargamente popular hace tiempo- se ha expandido hasta alcanzar puntos en donde se exhibe con algarabía el ser un burro.

Han desaparecido los cuadros de honor -señalados como estigmatizantes-, se ha reemplazado la idea de que para ser abanderado había que ser el mejor alumno por la idea del “mejor compañero”, se ha señalado como estúpidos a los que han mostrado algún interés por el cumplimiento y el respeto a las normas y se han buscado uno y mil pretextos para reducir los días de clase.

En 2019, en Chubut por ejemplo, los chicos tuvieron solo 53 días de clase. Y sobre ese terreno inundado de no-educación cayó el drama del encierro al que el kirchnerismo condenó al país en 2020.

La terminología de la educación fue invadida por términos relacionados con la cultura del desgano. El “tirarse a chanta” fue una actitud señalada con júbilo antes de tenerla como un drama al que había que prestarle atención. Esta vulgarización educativa trajo consigo un deterioro visible en el nivel de convivencia porque la cultura de la prepotencia de la calle reemplazó a las normas de civilización que, supuestamente, debían ser difundidas en las aulas.

En muchos casos, los peores ejemplos de estas concepciones fueron dados por los propios docentes, corroborando así la idea de que este daño viene arrastrándose desde hace tiempo porque es gente ya madura la que trasmite hoy estos disvalores que están literalmente pudriendo los cerebros de los chicos.

La ciudad de Buenos Aires ha anunciado un programa de modificaciones en los programas de estudio y en las maneras de enseñar y aprender que se pondrían en vigencia a partir de hoy.

Es saludable que, al menos, se haya tomado conciencia de lo podrido que está el cuerpo educativo del país como para poner manos en el asunto.

De todas maneras sería interesante recordar -a manera de prevención- que más allá de que habrá más de un tentado a zambullirse en supuestas “modernidades” para mejor lo que tenemos, lo que debemos hacer es volver a ciertas “antigüedades” que justamente fueron las que se fueron dejando de lado a caballo de “progresismos” de cartón.

De nuevo: la constricción al estudio por parte de los alumnos, el rigor a la hora de exigir por parte de los maestros y profesores, la adopción de programas de estudio que difundan los valores de la libertad, de la familia, del mérito, de la ambición por el progreso lícito y producto de años de dedicación y la valoración de la cultura sana por encima del valor de la transgresión deberían estar en el centro de cualquier reforma.

Los que fueron formados en la generación de la mía quizás tuvieron un exceso de la idea de que para avanzar hay que (casi) sufrir. No hay que llegar a eso. Pero desterrar ese extremo para abrazar otro en donde todo da lo mismo y en el que se convence a los chicos de que, en última instancia, alguien se ocupará de ellos es construir una fantasía delirante porque los fundamentals de la vida no cambian por Whatsapp.

Justamente, para alcanzar las “modernidades” que hoy fascinan a todos fue necesario que miles de mentes fueran entrenadas en conocimientos matemáticos y culturales que, finalmente, produjeron los enseres que hoy tanto valoramos.

Si hubiera sido por los valores que la educación argentina se ocupó de difundir en los últimos 40 años la humanidad seguiría “hablando por teléfono” con dos latas de conserva y un piolín.

 

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