El profesor Michael Kater nació en Alemania en 1937 y desde su adolescencia reside en Canadá. Reconocido especialista en la historia del Tercer Reich y autor de muchos trabajos sobre temas culturales –es un gran conocedor del jazz– , ofrece en el libro La cultura en la Alemania nazi (Siglo XXI), publicado en 2019, un amplio panorama del campo cultural bajo el régimen nazi.
El título puede inducir a confusión. No se refiere a la dimensión estética ni tampoco a cuestiones socioculturales, como la recepción del mensaje nazi. Tampoco es un politólogo: sus reflexiones finales sobre el arte y las “tiranías”, el fascismo y el comunismo, son triviales. Pero maneja admirablemente bien su oficio: estudiar detalladamente, caso por caso, del mundo de los artistas alemanes y su relación con el aparato cultural del nazismo.
Su punto de partida es la destrucción sistemática por los nazis de la llamada “cultura de Weimar”, un período de libre e intensa experimentación, asociado con el régimen republicano y democrático de 1918-1933. Los nazis excluyeron a los artistas definidos como marxistas y judíos, y destruyeron sus obras: hubo una masiva quema de libros en 1933 y en 1938 una exitosa exposición itinerante de “arte degenerado”. El expresionismo generó dudas y controversias –no faltaron algunos defensores encumbrados–, pero la discusión se cerró cuando Hitler bajó el pulgar.
Desde el ministerio de Cultura y Propaganda, Joseph Goebbels –principal protagonista de este libro– organizó el control del campo cultural, que entendía en sentido amplio y expansivo. Sus Diarios le permiten a Kater reconstruir una política cultural que, dados ciertos principios básicos, Goebbels manejó con habilidad para el timing y la sintonía fina.
Los tres objetivos básicos, no siempre compatibles, eran lograr el apoyo unánime al régimen y sus políticas, brindar a la gente la dosis necesaria de entretenimiento y goce estético, y exhibir ante los observadores externos algunas figuras destacadas, como R. Strauss, W. Furtwängler o Gustaf Gründgens.
En las artes tradicionales –la pintura, la literatura– predominaron los objetivos ideológicos: la exaltación del “hombre alemán” y de los principios racistas, así como el ideal de la vida rural tradicional. Las ramas estratégicas por su masividad y su mensaje directo -el cine, la radio, el periodismo- requirieron un manejo más atento a los cambios del estado de ánimo social, especialmente cuando la guerra obligó a orientar todo a sostener el esfuerzo militar.
El cine combinó las líneas tradicionales, anteriores a 1933 –el melodrama, la comedia, el drama histórico entre otros–, con los documentales de propaganda, como el nunca igualado Triunfo de la voluntad (1934), de Leni Riefenstahl. La gran novedad fueron los noticieros. Desde el comienzo de la guerra y hasta 1941, con cámaras en los lugares de la acción, atrajeron multitudes. Después de Stalingrado no hubo más cámaras in situ, se redujo la información, se optó por la propaganda y finalmente por la desinformación.
En esa línea, se exacerbó el odio a Gran Bretaña –creadora de los campos de concentración– y a los bárbaros y violadores bolcheviques o “tártaros”. La “guerra total” condujo a valorar la eugenesia, que reducía gastos, así como el trabajo de la mujer. Semana a semana, Goebbels graduaba en la radio las dosis de malas noticias, combinadas con música –ligera o seria– y entretenimientos, llegando incluso a crear una variante alemana del execrado jazz. Al final, se habló de “triunfos morales” y de una milagrosa victoria final.
El tema central fueron siempre los judíos. La historia es bien conocida: la denostación y la persecución fueron in crescendo desde 1933, con dos parteaguas, la Noche de los Cristales de 1938 y el inicio de las deportaciones en 1941. La propaganda se exacerbó con los fracasos militares, amplió sus objetivos –se decía que los judíos dominaban tanto a los bolcheviques como a los plutócratas capitalistas– y logró, finalmente que la “solución final” fuera naturalizada y pasara desapercibida.
Confirmando la importancia dada a la presencia judía en el campo cultural, el régimen nazi promovió una Liga Cultural Judía, que funcionó entre 1933 y 1941 y organizó, con las limitaciones obvias, actividades como conciertos y óperas. El propósito no es claro: controlarlos mejor, calmar posibles reacciones o quizá mejorar la imagen en el exterior. Con la guerra, todo esto perdió importancia y los dirigentes de la Liga terminaron en los campos de concentración.
La vida no fue fácil para los judíos exiliados. Pocos países los aceptaron, y la mayoría recaló en Estados Unidos, donde la opinión antisemita era importante, la oferta laboral escasa y la adaptación muy complicada. Los exitosos fueron pocos: Thomas Mann, Franz Werfel, Bertold Brecht, Erich M. Remarque y algunos más; la mayoría sobrevivió penosamente.
Kater compone una notable pintura de Mann, un escritor ya consagrado, de ideas conservadoras, que en 1938 rompió con Alemania, abrazó los valores democráticos estadounidenses y se volcó a la acción pública, para levantar el ánimo de sus connacionales, orientar la opinión norteamericana a la causa de los Aliados y, sobre todo, mostrar al mundo la existencia de “otra Alemania” que, como “la France” de De Gaulle, se encarnaba en su persona.
El autor examina el aparato cultural del Estado nazi siguiendo la idea de Ian Kershaw de una “anarquía organizada”, donde todos compiten duramente, cada uno “trabajando en la dirección del Führer”. El poder de Goebbels era grande, pero limitado a veces por otras espadas poderosas, como las de Hermann Göring o Heinrich Himmler, o por el infatigable “ideólogo” Alfred Rosenberg. A esta confusión se agregaron las sorpresivas intervenciones de Hitler, a quien por ejemplo le gustaban las operetas de Franz Lehár, por lo que lo absolvió de sus pecados de judeidad.
El gran tema de Kater son los artistas alemanes que inicialmente se adaptaron a las exigencias del nazismo y luego de 1945 justificaron su permanencia en la Alemania nazi con argumentos tales como “participar en la resistencia interna”, “vivir en un exilio interior” o incluso victimizarse. La información sobre estos personajes, muy conocidos, es tan jugosa como ácida. Dada esta característica, es de lamentar la carencia de un índice de nombres, que en este caso sería mucho más útil que las 70 páginas de notas.
El mundo de los artistas es descripto, de manera crecientemente enfática, en términos morales. A Kater no le indignan tanto los artistas nazis convencidos como los acomodaticios. Siguió a cada uno en detalle, y durante su investigación entrevistó a muchos, ya maduros: todos amnésicos. Finalmente, hace suya la lapidaria conclusión de Saul Friendländer: cada artista que vivió en Alemania en esos años fue de alguna manera cómplice de los nazis.
En 1945 Thomas Mann no volvió a Alemania pero regresó a su antigua residencia de Zúrich; el resto de los exiliados no fue invitado a reincorporarse a la vida cultural de la Alemania de posguerra. Los funcionarios eran más o menos los mismos que los anteriores; más de la mitad de los alemanes seguía apoyando al régimen nazi, aunque no sus “excesos”. En cuanto al genocidio judío, fue “olvidado” por más de dos décadas.
Hacia los años 70 el pasado nazi salió del freezer y se convirtió en un tema de discusión pública que puso sobre el tapete lo que cada alemán hizo durante el nazismo. Kater seguramente hizo su investigación en medio de un agrio contexto revisionista. No extraña que toda su “persecución” de los “Mefisto” reciclados esté dominada por un poderoso juicio moral.
Es sabido que este juicio –imprescindible en el ciudadano– no es buen consejero para el historiador, que en primer lugar debe comprender. También es sabido que historiador y ciudadano suelen ser dimensiones inescindibles. Kater acaba de publicar la segunda parte de su estudio: After nazism, 1945-1970, donde seguramente abundan los materiales sobre esta cuestión, en la que –insisto– los nombres son particularmente importantes.