Pese a los contundentes argumentos que confirman el advenimiento de una desaparición política que alguna vez ocurrirá, puede advertirse de qué manera irracional luchan los protagonistas de la vida pública para impedir que esto les ocurra a ellos.
Es cierto que no todas las negaciones son idénticas, pero las más nocivas suelen ser las que abren paso al deseo de una supervivencia eterna imposible, tratando de estirar la misma “in aeternum”.
Porque muchos ciclos virtuosos se apagan antes de tiempo por las torpezas irreflexivas que cometen quienes sienten, en algún momento de su vida, que están dominando a voluntad el escenario en el que actúan, creyendo en una inmortalidad que desencadena imprudencias de las que muchas veces “no se vuelve”.
Javier Milei no ha sido ni es una excepción a esta regla. La lozanía que destiló su aparición en la política nacional, sumada a una suerte de discurso restallante, le ayudó a paralizar por un tiempo a opositores que no atinaron a “entrarle al cuerpo” a quien proponía un cambio radical, no en cantidad, sino en la calidad de lo vivido hasta hoy con gobiernos anteriores.
La interpretación de su programa era dar un nuevo sentido a una vida colectiva que se había convertido en algo asfixiante para todos, para iniciar otra experiencia inédita: un escenario de libertad casi sin restricciones del poder central.
Con este objetivo entre ceja y ceja, el gobierno libertario acometió con ínfulas una gran cantidad de modificaciones legales y reglamentarias, abriendo un abanico de alternativas que permitieran recobrar la fe en antiguas recetas de convivencia totalmente abandonadas: esfuerzo, competencia, premios y castigos para quienes comprendieran que un nuevo escenario social más próspero para todos era posible.
El Presidente, engolosinado con los éxitos que produjo el impacto de sus mensajes arrolladores, logró una aquiescencia colectiva bastante homogénea, avanzando raudamente hasta el día en que uno de sus colaboradores “estrella” (Santiago Caputo) decidió que había que “evitarle inconvenientes jurídicos” durante un reportaje concedido por Milei al periodista Viale, frente a alguna pregunta absolutamente irrelevante, apareciendo en cámara como un fantasma y cortando la transmisión para que se “corrigiera” (¿) el desliz eventualmente cometido.
¿Buenos propósitos o prepotencia? ¿Algo de ambas cosas?
A quienes solemos bucear debajo del agua, nos pareció un hecho trágico en su momento, porque el afán desmesurado para curar algunas circunstancias que pudieran perjudicar al Presidente, desató una crisis en la fe que éste había logrado diseminar en la sociedad.
Charles Lamb hubiera repetido seguramente que “no bastan las metáforas para endulzar el amargo trago de la muerte”. Y no bastaron tampoco en este caso, que marcó un antes y un después en la relación de la gente con el gobierno.
Luego de lo ocurrido, creemos que lo único que podría permitirle retomar al camino que había iniciado con éxito, sería que sus integrantes comprendiesen que ningún hombre es completamente inmortal y ningún lenguaje queda a salvo de las imprudencias que se cometen muchas veces por falta de tino.
Las cartas están echadas. Veremos quien queda en poder de los ases.
A buen entendedor, pocas palabras.