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Milei, Kicillof, las ventanas rotas y la tolerancia cero

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Comparaciones odiosas.
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Luego del paréntesis impuesto por la catástrofe de Bahía Blanca, los gobiernos del Presidente Javier Milei y del gobernador bonaerense Axel Kicillof volvieron a ofrecer un patético y triste espectáculo que muestra en forma elocuente que la Argentina no va a poder salir nunca de su propio laberinto.

 

Se trata, ni más ni menos, que de la convivencia que debiera existir entre el Poder Ejecutivo Nacional y el Estado más grande e importante del país, que concentra casi el 40% de la población argentina. Pero no solo no la hay, sino que además directamente no se toleran.  No se pusieron de acuerdo ni siquiera en la ayuda a la castigada ciudad bahiense.

Previo al temporal que devastó Bahía, Milei y Kicillof se venían peleando fuertemente por la inseguridad en la provincia, que no es nueva y viene desde hace muchos años. Aunque cada vez está peor.

A fines de febrero, a través de un mensaje en las redes sociales, el mandatario calificó como un baño de sangre” la situación en el conurbano bonaerense y acusó al mandatario provincial de sostener una “doctrina prodelincuentes”.

Por lo que propuso que la Nación intervenga el distrito para aplicar una política de “tolerancia cero, alineada con las estrategias de seguridad implementadas por el exalcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, y el economista Gary BeckerY aquí radica el punto central.

Aquella exitosa política norteamericana no podría haberse llevado a cabo jamás sin una articulación entre el gobierno demócrata del ex Presidente Bill Clinton y el mencionado Giuliani, que pertenecía al partido Republicano.

Es decir, uno era de Boca y el otro de River. Y aún así, se pusieron de acuerdo en mejorar la terrible inseguridad que asolaba nada menos que el Estado de Nueva York. Y a todo el país.

Vale la pena recordar qué fue aquello, a partir de la reescritura de un artículo publicado por este medio a fines de 2018, en ocasión de la entonces publicación de la Resolución 956/2018 en el Boletín Oficial y emitida por el Ministerio de Seguridad de la Nación al mando de Patricia Bullrich, que había generado encendidas reacciones, a favor y en contra. Hace más de seis años. 

El Reglamento regía sólo para las fuerzas federales (Policía Federal, Gendarmería Nacional, Prefectura y Policía de Seguridad Aeroportuaria) y establecía que sus miembros sólo podrían usar las armas en cumplimiento de sus deberes cuando fuese estrictamente necesario, ya sea en defensa propia o de terceros, cuando haya peligro inminente, para impedir la comisión de un delito grave, o para impedir una fuga de quien represente un riesgo inminente.

 

EEUU en los 80

“Entre fines de los 80 y finales de los 90, la ciudad no abandonó nunca los diez primeros puestos de urbes con mayor número de homicidios del país. La delincuencia alcanzaba cotas insoportables en todos los barrios. La mujer había perdido la cuenta de gente conocida que había muerto asesinada. Al repasar los retratos de sus anuarios escolares, señalaba a los chicos y las chicas que habían terminado muertos, en la cárcel o en la droga. Eran al menos la mitad”. “La ciudad era una locura”, reflexiona una mujer.

Este relato, que bien podría aplicarse a cualquier poblado de la Argentina de hoy y de 2018, en verdad pertenece al periodista norteamericano George Packer, de su libro “El desmoronamiento”. Los hechos narrados refieren a la ciudad de Youngstown, en Ohio, uno de los estados históricamente más industrializados de EEUU. En aquellos años, los diarios más sensacionalistas titulaban frases como:

“Sorprendente tendencia: los estadounidenses temen salir de su casa”, o “Las ciudades baten récords en la tasa de asesinatos. La juventud juega un macabro papel en ello”

Cualquier parecido con la realidad de nuestro país no es pura coincidencia.

Promediando aquella década, EEUU sufrió una “epidemia” de crack, una droga dura que inundó las calles de las principales ciudades del país. El costo social del impacto de dicho estupefaciente en la sociedad norteamericana fue la violencia engendrada por el propio negocio.

El aumento de los crímenes asociados a la droga se debió al hecho de que su distribución se realizaba en barrios pobres, donde muchos “dealers” accedían a un vertiginoso y envidiable ascenso económico. Una vez que el crack se instalaba como negocio, la misma comunidad que lo cobijaba como insumo comenzaba a desintegrarse socialmente.

 

Un poco de historia

Entre fines de los 50 y comienzos de los 60, EEUU vivió un auge en su tasa de crecimiento. Algunos datos que certifican dicha expansión: los propietarios pasaron del 43,6% de la población en 1946 al 62% en 1960; de casi 40 millones de automóviles que había en 1950, llegó a haber 80 millones diez años después; mientras que en 1955 existían 1.000 centros comerciales, apenas un año después esa cifra llegó a 1600 en todo el país. 

El PBI prácticamente se multiplicó por dos, al igual que el ingreso de una familia promedio, y la pobreza disminuyó a la mitad, llegando al 11% en 1969. Sin embargo, a esta fuerte expansión la sobrevino un período fuertemente turbulento y violento.

Así lo explica la Doctora en Historia Erika Pani, autora de un libro sobre EEUU: Este auge desembocó en un período de estancamiento e inflación, de endeudamiento, déficit comercial y crisis energética. Ya en plena bonanza, pero a la sombra de una guerra larga, lejana y desconcertante (N. de la R.: Vietnam), se levantaron miles de voces para exigir que la sociedad estadounidense fuera distinta: más justa, menos materialista y puritana”. 

Y agrega que a partir de esta situación “el espacio público se convulsionó al convertirse en escenario de una aparatosa guerra cultural”. 

Prosigue la dra. Pani: “El último tercio del siglo XX se vería marcado por el derrumbe de las certidumbres macroeconómicas. Durante los años setenta pautarían la economía ciclos de recesión y auge más cortos y menos predecibles. El discurso púbico reflejaría las reacciones exageradas y epidérmicas de un electorado animado por grupos organizados”.

Y finaliza diciendo que “en los años ochenta, ya con Reagan en el poder, pudo controlarse la inflación pero el desempleo se mantuvo, llegando a un pico de 9,7% en 1982”.

A esta situación, había que agregarle la ya mencionada epidemia de crack y una sistémica y expandida corrupción policial, que involucraba a una gran cantidad de agentes de todos los estamentos en el cobro de dinero negro proveniente de la venta de drogas, del juego y de la prostitución.

Sólo en Nueva York se registraban por día más de 400 delitos violentos en aquellos tiempos. 

Y fue justamente en el Estado más poblado de EEUU donde se aplicó la famosa política llamada de “Tolerancia Cero” instrumentada por el alcalde republicano Rudolph Giuliani a partir de 1994, inspirada en “la teoría de las ventanas rotas”, creada por el criminólogo George Kelling y el politólogo James Wilson en 1982.

Dicha teoría sostiene básicamente que mantener los entornos urbanos en buenas condiciones puede provocar una reducción del vandalismo y de las tasas de criminalidad

“Si hay un edificio con una ventana rota y la misma nunca se repara, los vándalos tenderán a romper todas las demás ventanas que allí hubiera, para luego directamente ocupar el edificio y destruirlo por completo. Arreglar los problemas cuando aún son pequeños”. 

En esencia, se dejó de lado la situación socioeconómica y se puso énfasis en el ejemplo y la acción directa.

Los críticos de esta política hacen hincapié en que se avasallaron libertades individuales y existieron actitudes desmedidas por parte de la policía, subrayando que en verdad la disminución de la violencia fue un cambio nacional. Lo cual es cierto si se observan algunos datos: 

Entre 1990 y 2007, el delito bajó un 77% en todo EEUU.  Y mientras que en 1991, la tasa de homicidios por cada 100.000 habitantes era de 10,5, en 2015 bajó a 4,9. Básicamente, el cambio consistió en trabajar en la prevención de crímenes, pero en especial en los delitos menores y las contravenciones. La policía debía sancionar todas las infracciones, por más pequeñas que sean. 

Y en paralelo, comenzó una fuerte depuración a fondo de la propia policía, descentralizando las 76 comisarías que tiene todo el Estado de Nueva York, desde Manhattan hasta Staten Island. Hay una famosa frase de Frank Sérpico, el honesto policía neoyorkino que terminó baleado por sus propios compañeros, dicha a un superior suyo: “Tenemos que comunicarnos más con la sociedad, saber lo que pasa allí afuera. Estamos encerrados en nosotros mismos”

A pesar de la corrupción policial existente, el Estado confió fuertemente en su principal fuerza de seguridad y la dotó de instrumentos, herramientas y recursos para hacerla más eficiente, a la vez que iba depurando sus cuadros y haciendo más exigente el ingreso a sus filas. Hoy, la preparación de un agente raso no dura menos de dos años para que salga a patrullar y no cualquiera puede aspirar a ingresar. De hecho, el Departamento de Policía de Nueva York está considerada por los propios neoyorkinos como la mejor fuerza policial del país.

Aunque cabe remarcar que luego de la pandemia, se volvieron a observar altos niveles de inseguridad y violencia en las calles neoyorkinas.

 

Argentina

De acuerdo a las últimas estadísticas públicas difundidas por el propio Ministerio Público Fiscal bonaerense, a cargo de Julio Conte Grand, en 2023 se iniciaron 1.060.542 Investigaciones Penales Preparatorias (IPP) en toda la provincia, correspondiendo 1.036.696 IPP al Fuero Criminal y Correccional (FCC) y 23.846 IPP al Fuero de Responsabilidad Penal Juvenil (FRPJ).

La cifra marcó un crecimiento del 12,1% respecto a 2022, cuando se iniciaron 924.492 expedientes en lo criminal y correccional. En tanto, en el FRPJ la suba fue del 8,3%.

Y según las estadísticas de robos cometidos en 2024 en Argentina, dadas a conocer a comienzos de febrero de este año por el Ministerio de Seguridad Nacional, la provincia de Buenos Aires registró la mayor cantidad de hechos denunciados: 128.477, un aumento del 18% respecto a 2023, cuando se registraron 107.769.

 

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